27 de diciembre de 2007

amor carnal

Fotografía de Zoëtrix

Una mañana de mayo, al entrar en el vagón del metro camino de mi oficina, me sorprendió la imagen de una libélula enorme que leía el periódico. Estaba sentada en el asiento central de una fila de tres, con las alas extendidas hasta ocupar las dos plazas colindantes, mientras los demás, apretujados, nos esforzábamos por no perder el equilibrio asidos a la barra del techo. No se trataba de una libélula más, de las que revolotean por encima de charcas y estanques, de las que aparecen retratadas en libros infantiles o tatuadas en la espalda de alguna que otra adolescente díscola, ésta era especial: sabía leer.
Lo segundo que llamó mi atención fue que no se trataba de un periódico gratuito, de esos que reparten en la puerta de la estación, era uno de tirada nacional y venta en los quioscos, de los que cuestan un euro. Y me pregunté, ¿dónde guardará el dinero este bicho? ¿Habrá robado el diario? ¿Desde cuándo saben leer las libélulas?
Entre pregunta absurda y respuesta vacía, había llegado a mi destino sin darme cuenta. Un par de codazos y dos porfavores me permitieron acercarme despacio hasta la puerta, desde donde me giré para echar un último vistazo a aquel insecto descomunal, pero ya no estaba. Había dejado el periódico perfectamente doblado sobre el asiento y se había colocado a mi espalda —gracias al hueco dejado por un grupo de quinceañeras uniformadas—, batiendo con suavidad unas alas de casi medio metro de envergadura, que hacían un ruido monótono y punzante, parecido al de los helicópteros que sobrevuelan Madrid.
Ese zumbido me acompañó hasta la puerta principal del edificio de oficinas en el que trabajo, franqueó sin problemas el torniquete de control de acceso y se dirigió hacia los ascensores esperando —entonces yo aún no lo sabía— mi llegada.
Carmen —así como dijo llamarse más tarde— salió conmigo del ascensor en la planta diecisiete, siguió mis pasos hasta la puerta de mi despacho y al fin, cuando la curiosidad venció al miedo y me atreví a mirarla fijamente, comprobé encantado que me sonreía. Igual que me ha sonreído esta mañana mientras sobrevolaba nuestra cama.

Mis padres, al principio, disimularon con torpeza su malestar ante esta extraña relación amorosa, pero no pudieron —no supieron, tal vez— reprimir el asco ante la visión de su primer nieto alado. Tampoco en la maternidad se esforzaron por fingir aprecio hacia mi primogénito; incluso una de las enfermeras se atrevió a calificarlo de engendro. Carmen la oyó desde su habitación, seis plantas más abajo, y aunque ya habíamos discutido antes sobre sus costumbres antropófagas, no pudo evitar matarla. Ni comérsela.
Debería haberle puesto remedio antes, lo sé, y oportunidades tuve para hacerlo, pero al principio, como entre enamorados se perdonan con placer casi todos los mordiscos, pues te dejas hacer. Y los pájaros, los ratones y hasta los insectos, bien mirados, llegan a parecerte apetecibles cuando te los ofrece tu amada.
Quizá cuando la encontré en el patio trasero devorando al gato persa de la vecina, podría haber adoptado una actitud más contrariada, como si de verdad me estuviera molestando. Y sobre todo, flaqueé aquella vez en la que arrancó de cuajo el brazo izquierdo de un urbano que pretendía multarla y se lo empezó a comer en plena calle. Sé que ahora ya es tarde para lamentos.
Cada mañana, cuando la veo salir con los tres pequeños por encima de la valla, en perfecta formación de caza, alzando después el vuelo en círculos concéntricos perfectos —mamá en el más exterior, controlando la evolución de los cachorros que juegan a hacer espirales cuando creen que ella no les ve—, solo espero que mis alas terminen de desarrollarse cuanto antes.

7 de noviembre de 2007

El último vuelo

Fotografía de Hansbrinker

Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos. (¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente encima de un helado. Pero soy un gordo feliz.
No estoy loco ni atravieso crisis alguna de identidad, la grasa en la que nado bajo la piel aún no ha invadido la materia gris que sustenta mis emociones y mi razón. Simplemente estoy vivo, disfruto de mis sentidos con plenitud de facultades y, por encima del resto de placeres a los que me entrego sin mesura, soy capaz de volar.
El vuelo al que me refiero no es del tipo de los que se experimentan a lomos de un potro lisérgico —aunque con menos años, he cabalgado a galope tendido en todo tipo de animales y vehículos reales e imaginarios—, hablo de volar en el sentido más literal de la palabra, de elevar mi cuerpo a muchos metros del suelo y desplazarme en las tres dimensiones físicas del espacio, de emular a los pájaros en ascensos y picados vertiginosos, que harían palidecer de envidia a gaviotas y petreles.
Mi bautismo aéreo consistió en un recorrido breve y atropellado entre las mesas del restaurante chino de la esquina, después de ganar una apuesta estúpida a otros tres comedores compulsivos de rollitos primaverales. Cuando intenté correr hacia el baño para deshacerme de los siete últimos cilindros aceitosos, los pies se me despegaron del suelo y comencé a chocar con las mesas que se ponían a mi paso. Nadie se percató entonces de mi torpe vuelo y, salvo el propietario, que me invitó amablemente a no volver a pisar jamás su local, el resto de comensales se fijaron más en el destrozo producido al aterrizar contra el cuadro de la cascada móvil que en el hecho de que mi cuerpo —atlético entonces, quién lo diría viéndome en este estado— llegara hasta la puerta del baño sin rozar una sola de las baldosas rojas y brillantes como la bandera de Mao. A mí me sorprendió, es cierto, pero evité darle más importancia y lo atribuí también al empacho de vegetales enrollados.
Desde aquel día he ido perfeccionando la técnica al tiempo que mi peso aumentaba de forma exponencial. Un asado de vaca en casa del flaco Valladares, un par de semanas después del episodio asiático, me permitió asimilar con más calma esta extraña cualidad recién adquirida: podía dirigir sin demasiados errores el movimiento del cuerpo en vertical y en horizontal, podía acelerar o frenar —tarde lo de frenar, se quejó entonces el perro cuando caí sobre él— mediante ligeros movimientos de los brazos, me estaba convirtiendo en un giróscopo móvil con capacidad para volar. Pero también noté que las alas se me cortaban demasiado deprisa, a la misma velocidad con la que la digestión hacía su trabajo. Y eso me obliga desde entonces a comer sin apenas interrupción. La comida se ha convertido en mi principal entretenimiento, al menos cuando estoy en tierra.
Las grasas polisaturadas están resultando ser uno de los mejores querosenos, junto con la carne roja, que me proporciona más altura y autonomía que ningún otro alimento sólido —los líquidos carbonatados facilitan los despegues, pero su efecto desaparece segundos después—, aunque son las verduras y la fruta las que añaden suavidad a los giros y me permiten afrontar con precisión casi milimétrica los aterrizajes más complicados.
Hace meses que no puedo andar más de veinte pasos; según el médico que me visita cada semana estoy al borde de un colapso arterial por acumulación de grasas, dice que me muero, que no tengo más remedio que bajar las dosis de fritanga que tanta altura me proporcionan y conformarme con vuelos más domésticos, más frutales, pero sigo sin hacerle caso: quiero subir más y más, hasta el cielo si es que existe. Por ahora he tenido que mudarme a la azotea, porque ni puertas ni ventanas permiten ya el paso de esta mole grasienta de casi media tonelada, y además puedo despegar desde el pretil sin necesidad de atiborrarme de Coca-Cola.
Mañana lo voy a intentar. Llevo una semana sin probar frutas ni vegetales, acumulando grasa líquida y proteínas, sin levantarme un centímetro del suelo para no hacer más gasto del imprescindible. Sólo cargo los tanques para el viaje final. Aprovecharé alguna de las térmicas que se forman al caer el sol y comenzaré a subir en espiral como he visto hacer tantas veces a los buitres, seguiré ascendiendo durante la noche y el amanecer, despacio, ahorrando toda la energía que pueda, sin prisa, disfrutando del viaje, maravillándome con las vistas de madrugada, despidiéndome en silencio de esta desmesura en la que me había convertido. Volando por encima de las nubes, hasta que logre tocar el cielo.

24 de octubre de 2007

las calles escondidas

Fotografía de JuanHM

Hace horas que pateo Madrid acompañado tan solo por una lluvia otoñal ligera, casi envolvente. Camino sin rumbo, a la deriva, dejándome guiar por decisiones aleatorias: aquí me cruzo a la derecha, ahora sigo recto hasta el segundo semáforo, en esa otra bocacalle, seguramente, giraré a la izquierda. Cargo con una urna de cenizas debajo del brazo, tratando de encontrar un lugar adecuado donde dejar a Martín. Él siempre dijo que quería descansar en una calle. En una calle escondida.
Martín era rápido y preciso en sus localizaciones, rara vez necesitaba más de una hora para aparecer en el lugar que buscaba, ni embarcarse en paseos interminables por barrios desconocidos, como hago yo en este momento, ni se permitía volver sin haber dado con su presa. Sencillamente, se dejaba encontrar.
Papá jamás creyó una sola palabra que hubiera salido de su boca. Decía que Martín era un parásito social, una rémora con la que se vio obligado a cargar desde el día en que conoció a mamá, y que esa fantasía de las calles escondidas no era más que otra locura de las suyas. Tu tío necesita ayuda —se quejaba—, viviría mejor en una de esas instituciones especiales para tontos, al cargo de profesionales, y no metido el día entero aquí, en mi casa. Pero mamá, por suerte, no pensaba igual. En realidad, apenas coincidían en casi nada.
Una calle escondida —según Martín— no sigue la numeración habitual en sus portales: pares a la derecha, impares a la izquierda, comenzando desde el extremo más cercano a la Puerta del Sol, no se somete a la simetría alterna que va saltando portal a portal, sino que cada finca decide qué guarismo quiere asignarse; algunos prefieren las letras a los números, otros combinan series alfanuméricas, a veces se permiten nombres más complejos, combinaciones que parecieran formadas por las iniciales de los inquilinos, incluso frases cortas aparentemente sin sentido, decididas quizá por votación popular.
Yo al principio pensaba igual que mi padre, que por algo decía él no sé qué sobre la sangre y la semilla, y consideraba un castigo divino el retraso de Martín, o lamentaba en público estupideces como la de tener que cargar en casa con un parásito social —cuando ni siquiera sabía el significado de esa palabra—, pero un buen día, del mismo modo que descubrí la farsa de la navidad, el engaño de la cigüeña parisina y la verdadera identidad del ratón Pérez, comprendí que mi tío no era tonto, sino un ser realmente especial.
Las calles escondidas son humildes y esquivas, y sus aceras estrechas apenas permiten el paso; sus portales, carentes por completo de ornamentos, parecen querer esconderse a los ojos de los transeúntes, pero si de verdad quieres encontrarlas, si consigues el equilibrio justo entre fe, paciencia y dedicación, ellas sabrán aparecerse ante ti.
Crecí escuchando a Martín describir ese universo urbano y paralelo en el que se sumergía cuando no estaba en casa, aprendí a ignorar sin rabia las descalificaciones de papá sobre su locura y ante todo, con el paso de los años, deseé con todas mis fuerzas convertirme, como decía él, en cazador de calles escondidas.
Las calles escondidas tienen siempre nombre de mujer, son estrechas, oscuras y silenciosas, pues el sol apenas se pasea unos minutos por sus aceras, a eso del mediodía, y de forma inequívoca se identifican porque siempre están desiertas. Cuando entres en una calle escondida —insistía siempre el tío Martín—, no busques gárgolas de piedra vigilando en cada esquina, no busques tampoco cuadrigas romanas asomándose desde el borde de las azoteas, ni espejos color de rosa adornando las fachadas; no busques nada superfluo ni ornamental, sobrino, porque en esas calles no lo encontrarás.
La última vez que le vi, hace hoy más de diez años, Martín andaba nervioso, más excitado que de costumbre diría yo, deambulando por la casa como un ratón que no encuentra el final de su laberinto. Pensé que habría olvidado su dosis diaria de medicación o que había discutido una vez más con papá. Antes de poder siquiera preguntarle cómo estaba o adonde se dirigía, cerró con un portazo sonoro y dejó caer ante mí una nota de papel arrugada.
«Tengo la sensación de que hay una calle ahí afuera esperando a que la encuentre. No es una más, Jesús, ni siquiera se parece a ninguna de las que hayamos visto antes. Esta vez, me va a costar trabajo encontrarla. Puede que tarde una semana o dos, quizá me lleve más de un mes localizarla o puede incluso que le dedique a esta búsqueda el resto de mi vida, pero te aseguro que la voy a encontrar. Si no volvemos a vernos, cuida de mi hermana y trata de perdonar a tu padre. Pase lo que pase, no intentes seguirme porque te perderías como yo».
Recorrí una tras otra todas las calles en las que estuvimos juntos, tratando de encontrar alguna pista de Martín. Visité callejones que apenas recordaba de cuando niño, atravesé las puertas ocultas que dan acceso al universo escondido, me dejé guiar por los pasillos invisibles que tantas veces me había mostrado mi mentor y que aún utilizo para localizar calles escondidas, pero fui incapaz de dar con él. Simplemente no estaba preparado. Aún no era como él.
Una semana después, en el coche que nos devolvía a casa desde el cementerio, le prometí a mamá que me haría cargo de sus cenizas y del último deseo de mi tío Martín. Desde entonces he conservado esta urna y he esperado el momento de devolver su contenido a donde pertenece. Hoy sé que lo puedo hacer. Ya estoy preparado.

Ahora soy yo el cazador de calles escondidas.

10 de septiembre de 2007

moscas

Fotografía de Sara.musico

Jamás he matado a una mosca que no lo mereciera.
Sí, ya sé que Dios, en su inmensa sabiduría, decidió no dotar a esas aladas tocapelotas de la inteligencia suficiente para evitarnos —para evitarme—, para retirar voluntariamente de su dieta la piel muerta que tanto les agrada mordisquear de mis brazos, de mis tobillos y de mi cara, sobre todo la de mi cara. Pero antes de aplicar sobre esos cuerpecitos asquerosos el golpe definitivo, suelo avisar tres o cuatro veces; al principio con manotazos airados pero incruentos, después con golpes de trapo o calcetín que llegan a desviar el rumbo de vuelo de la mosca pero no pretenden lastimarla, tan solo son avisos de que se está equivocando de restaurante. Pero al final siempre la joden. Vuelven una y otra vez, con los cubiertos en las patas y una pequeñísima servilleta colgando de las alas, reclaman en pasadas rasantes una ración epitelial que yo no les he ofrecido, me obligan a levantarme, me joden la siesta y entonces la máquina de matar se pone en marcha. Ahora ya es una cuestión personal. Procuro no matarlas del primer golpe; me detengo a observar cómo agonizan en movimientos concéntricos y malgasto saliva repitiéndoles que se lo había advertido, que les di tres oportunidades antes de empuñar la fusta amarilla con forma de mano, antes de esparcir sus miserias por la alfombra del salón.
No soy un tipo violento, lo juro, jamás he matado a un hombre que no lo mereciera.

7 de septiembre de 2007

nada

Fotografía de Puckyireth

A las musas ya no les gusta mi blog. Quizá no les haya gustado nunca, o al menos no tanto como yo pensaba. Tal vez por eso han terminado haciendo huelga de apariciones por mi azotea, en la que no ha se ha recibido este verano más influencia de las alturas que una implacable radiación de Helios, acompañada como siempre por los latigazos a destiempo de su primo el dios Eolo, ese que abarrota loquerías a golpe de soplido abrasador.
Este epistolario capitalino anda, al igual que mi fértil imaginación —algún día lo fue, os lo juro—, huérfano de ideas que me permitan retomar la soltura narrativa de antaño. Parece que fue ayer cuando ideas y palabras competían en pugna incruenta por saltar de mi cabeza a las entrañas de este ordenador, primer trampolín portátil antes del salto final a la blogosfera.
Y ahora, nada.
Pero nada de nada.
Allí donde hace unos meses las metáforas emergían como géiseres entre bosques de párrafos fértiles, por aquellos valles alfombrados de anécdotas inventadas entre las que crecían enormes arbustos narrativos, hoy solo deambulan algunas solitarias bolas de pelusa, decoradas tan solo con la retórica que aún me acompaña, tan vacías de ideas que hasta la más suave brisa las desplaza sobre el desierto polvoriento en que se ha convertido mi imaginación. Ya no hay nada.
Y lo peor es que no sé cómo regresar a mi paraíso perdido. Lo intento, bien lo sabe dios, aplicando todas las técnicas aprendidas y las genéticamente heredadas, siguiendo al pie de la letra apuntes y recomendaciones, teorías de libros, blogs y publicaciones varias, golpeando con saña tecla tras tecla para terminar borrando de un plumazo párrafos completos antes de haberlos terminado de escribir. Y nada.
Espero al menos que el frío de invierno venidero logre reducir esta inflamación de meninges, esta dilatación cerebral que aprisiona las ideas contra los parietales y las convierte en proyectos inconexos, estériles, en poco más que frases cortas incapaces de unirse para hilar, tan siquiera, un mediocre microcuento medio decente.
Ya os digo.
Nada.

22 de junio de 2007

jet lag

Fotografía de Dbrekke

Voy a dejar este trabajo antes de que me vuelva loco. Lunes, amanezco en Caracas compartiendo sábanas con otra azafata, noruega, creo. Ni siquiera soy capaz de recordar su nombre. Vuelo hacia Europa rodeado de japoneses empeñados en fotografiarse conmigo, contra mí, que sólo quiero dormir. No he dormido ocho horas seguidas desde hace años, dos años y seis meses, exactamente; desde que te fuiste. Londres, es martes, tampoco a ésta la conozco, y tampoco la recordaré. Me cansan las habitaciones de hotel, iguales en los cinco continentes. Las mujeres con las que despierto, iguales también, también me cansan. Siempre iguales, tan parecidas entre sí, tan distintas a ti. Londres-Río, Río-Cancún, Cancún-Habana. Turistas americanas acodadas en la barra del bar, mojito en mano, mirada carroñera de última hora planeando sobre mi mesa; la que cree ganar es la que ha perdido, la que despierta conmigo. No sé quién es, ni me importa. No quiero salir, me aburre esta monotonía de espacios distintos y tan iguales, cuerpos sin rostro que no dejan huella ni recuerdo alguno. Madrugo. Habana-Madrid, Madrid-Paris. Me parece descubrirte antes de cruzar los Pirineos, junto al pasillo. No me atrevo a mirarte, por si no eres tú, pero te susurro igual que hacía antes, junto al oído, respetando una distancia mínima entre mis labios y ese lóbulo, precioso, mío. Paris, otro hotel, otro día, otra mujer. Tampoco eres tú.

21 de junio de 2007

en un santiamén

Fotografía de Remo
—Hola caballero, buenos días, ¡qué casualidad encontrarle entrando en su casa! —maletín negro bajo el brazo, sujeto con fuerza suficiente como para resistir el tirón violento cualquier maruja desesperada—. Vengo a ofrecerle un seguro insuperable.

—¿Seguro?
—Y tan seguro, ya se lo digo yo —zapato negro presionando la puerta para evitar que se cierre, en una postura dolorosa pero efectiva.
—Pues yo, seguro, seguro, no estoy de quién es usted.
—Martín López Rebolledo —tarjeta en mano, mientras el otro codo pugna por abrir un poco más la puerta—, agente de seguros, a su disposición.
—Dispongo entonces que se marche de mi casa, martinlopezrebolledo.
—A su disposición y a la de su familia —el hombro ayudando al codo en la lucha por conquistar de nuevo el recibidor perdido—. No hay nada más importante que la familia, ¿no es cierto?
—Cierto o no, yo no he solicitado ningún seguro, aparte el hecho de que familia, lo que se dice familia, no tengo.
—¿Se da usted cuenta de lo que dice, caballero? Un hombre como usted, joven, amable, bien parecido, sin ataduras, es el candidato ideal para un seguro de familia mononuclear, el último grito en la industria del bienestar garantizado.
—Mire, le voy a ser sincero: no me interesa lo más mínimo lo que sea que pretende venderme.
—¿Vender? —la cara de sorpresa, el tronco simulando retroceder y ambas manos sujetando puerta y marco, mientras el maletín cae casualmente hacia delante tras tropezar en el empeine que aún le queda libre—, aquí no se trata de vender, señor…
—Pedro… Rovira… Ballcells —recitado despacio, como si lo leyera del título de medicina que cuelga de la pared, mientras frena el ademán intuitivo de lanzar la mano para saludar, consciente del riesgo de aportar epiteliales, tal como había visto en algún capítulo del CSI—, pero ya le digo que está usted perdiendo el tiempo conmigo.
—El tiempo, amigo mío, ese gran desconocido contra el que es imposible luchar —dos pasos al frente, espalda agachada con intención de recoger el cuero que la estrategia mil veces repetida desplazó antes hasta la puerta del salón—, puede convertirse en su aliado gracias a nuestra oferta personalizada.

El ascensor arranca desde la planta baja y sube despacio, se acerca al piso en el que se desarrolla esta batalla dialéctica entre desconocidos.

—Está bien, pase deprisa, pero prométame que se irá de mi casa en el momento en que yo se lo pida.

—Pida lo que pida, caballero, estaré encantado de complacerle, al igual que este nuevo producto asegurador convertirá sus días en plácidas jornadas sin sobresaltos, sus noches no volverán a poblarse de pesadillas, sueños en los que lo pierde todo y termina durmiendo en una caja de cartón.

Conquistada ya la salita, el amigo Rebolledo despliega sobre la mesa una baraja de impresos coronados por el logotipo de su compañía, decenas de trípticos a todo color en los que hasta los perros se fotografían con amplia sonrisa, pluma estilográfica nacarada en blanco marfil y tarjeta personal con las letras en relieve.


—Si no le importa, voy a ir recogiendo algunas pertenencias mientras me cuenta eso del seguro nuclear —cajones y más cajones que se abren, revuelven y cierran—, es que tengo algo de prisa.
—¡Ay, la prisa! No sabe cuántas pólizas se han hecho efectivas por culpa de esta vida tan acelerada. Si yo le contara…


Cada una de las habitaciones de la lujosa vivienda recibe la visita de ambos personajes; uno busca, encuentra y almacena, mientras el otro le sigue muy de cerca, recitando casi al oído, con maestría monótona, las bondades del seguro para solteros adinerados y viudos de renta abundante.


—¿Entiende usted de relojes, Rebolledo?
—Es una de mis facetas más apreciada en la empresa —los ojos de orgullo brillan como linternas—, aunque confesarlo pueda parecerle pretencioso por mi parte. Siempre me asignan las valoraciones de bienes más exquisitos. Tiene usted muy buen gusto con las joyas, si me permite decírselo. Tanto éste como el que sacó de su mesilla de noche, son verdaderas obras de arte de la relojería suiza.
—Pero dígame cuánto valen, aproximadamente. Son regalos, ya sabe, nunca se pregunta…
—Por encima de seis mil euros cada uno, no podría precisarle ahora mismo, pero con mucho gusto me encargaré de tasárselos, junto con los collares y demás joyas de ese maletín que ha guardado.
—Cosas de mi madre. Se las cuido mientras está de viaje. Precisamente ahora mismo voy hacia su casa a devolvérselas. Un placer, Rebolledo, se lo aseguro. Sírvase lo que quiera y vaya rellenando los papeles, que yo vuelvo en un santiamén.

16 de junio de 2007

imposible

Fotografía de Black Mamba

Habían quedado en la playa al atardecer, habitantes de extremos lejanos que buscan, desean, un encuentro difícil de asimilar, imposible. Incompatibilidad manifiesta; él, su melena trenzada, su tabla, su sueño de sexo escamado, imposible; ella, sirena varada en el agua, encaprichada de mortal, incapaz de alcanzar un amor envuelto en piel, imposible. La playa, terreno neutral, testigo y cómplice, les esperaba impaciente antes de despedir el día. Llegaron, se vieron, se unieron y jugaron en la orilla, se solaparon, fundieron sus cuerpos respirando por turnos. Casi una eternidad jugando entre el placer y el final. Hasta el final. Aunque parezca imposible.

6 de junio de 2007

ella

Fotografía de Oscar Polo



Casi no se conocen, apenas se han visto un par de veces, dos encuentros casi forzados, envueltos por la nula intimidad que permite un grupo de desconocidos, pero ella, eso dice, se ha enamorado. Al menos así lo cree, ignorante como se define ante los complicados laberintos de esa tara temporal, ese cuadro clínico de pérdida inconsciente de voluntades y raciocinio, esa enfermedad contagiosa y atemporal a la que llamamos amor. Y para cerrarse el camino de vuelta, ha decidido dinamitar ese puente que acaba de cruzar, ha tapiado con hormigón la única puerta de retroceso hacia la cordura de forma irreversible: lo ha hecho público. Ahora sólo puede huir hacia delante, atravesando un pantano de incertidumbres sin mapas descriptivos, sin instrucciones de manejo y con el barro del fracaso a la altura de las rodillas. No es el primer lodazal al que se enfrenta, ella lo sabe, pero la memoria selectiva se encarga una vez más de eliminar las migas dejadas en el camino, y cada excursión se convierte en aventura de principiante inexperto, un bautizo de fuego por un sendero del que sólo puede salir a través de otro cuerpo. Y aunque no desborda optimismo acerca de sus posibilidades, se sabe capaz de intentarlo, hasta de conseguirlo, creo yo. Y si lo logra, si al salir del laberinto embarrado se convierte al fin en la mitad de esa pareja, si llega a formar parte del objeto de deseo al que persigue, sólo le quedará una pregunta por responder: y ahora, ¿qué?

5 de junio de 2007

sin cobertura

Fotografía de Star Gazer

En un primer vistazo, con los ojos a medio abrir, inundados de venas aguadas en vodka, Candela es incapaz de reconocer la habitación en la que ha amanecido. El último recuerdo que permanece vivo en su memoria es el de Laura despidiéndola desde la puerta de un taxi, pero nada sabe de momento del tipo que duerme a su lado. No es una experiencia nueva, ni siquiera puede calificarla de anecdótica, porque se viene repitiendo cada vez con mayor frecuencia, y una vez más pone en marcha el protocolo habitual de identificación de entornos y personajes.
Mientras estudia con detenimiento aquel cuerpo desnudo, llega a la conclusión de que es demasiado joven para haber salido de su agenda morada, esa en la que guarda teléfonos de eventuales a los que recurrir a última hora, y demasiado guapo para una conquista casual en un bar de solteros. Un segundo recorrido visual por el dormitorio le confirma una sospecha que había preferido no plantearse: sobre la mesilla de noche, sujetos con su pasador de pelo, unos cuantos billetes de veinte le revelan la profesión de su acompañante.
Se viste deprisa pero en silencio; no quiere despedidas incómodas ni explicaciones. Ni siquiera se ducha. Le basta lavarse la cara para empezar a añadir recuerdos a su memoria, que la sitúa de nuevo en aquel taxi, detenido en la puerta del Single’s Corner, desde el que puede escuchar a Laura como si la tuviera delante.
—Disfrútalo, cariño. No todos los días se cumplen cuarenta años. ¡Y ponle condón, no seas inconsciente!
El espejo del ascensor le devuelve una sonrisa lasciva, unos labios que le cuentan el momento en el que Laura le presentó a Ricardo, la mentira que su amiga inventó respecto a su cumpleaños —aún faltan dos semanas para los temidos cuarenta— para intentar regatearle su tarifa, las primeras caricias, tan diferentes a las que logra robarle a Luis, y la extraña insatisfacción que una vez más le deja el sexo de pago.
Laura está soltera, sin ataduras ni ganas de complicaciones. Quizá por eso le gusta vivir en piel ajena —casi siempre la de Candela— las fantasías eróticas que imagina su cabeza promiscua y calenturienta. Cada vez se empeña más en presentarle amigos y conocidos, posibles amantes, aventuras de media jornada, o como anoche, insistiendo copa tras copa, de bar en bar, hasta convencerla una vez más para terminar en una cama ajena.
Otro taxi, esta vez para ella sola, le permite repasar mentalmente una excusa que sabe de sobra innecesaria, por repetida, pero que a Julián le servirá para perdonarla una vez más. Ya ni siquiera se plantea los remordimientos de las primeras aventuras, las confesiones amargas entre lágrimas y juramentos de no volver a reincidir. Prefiere no asumir la responsabilidad y dejar que sea él quien plantee la ruptura, aunque está convencida de que nunca lo hará. Le falta carácter.
Candela sube las escaleras despacio, la cara lavada, la conciencia extrañamente tranquila, por la costumbre quizá. En el apartamento no hay nadie. Una larga ducha y el castigo casi doloroso del guante de crin que no logra limpiar más allá de la piel, un vestido extendido sobre la cama fría que nadie ha utilizado, una nota manuscrita que le corta el café como la leche agria.
«Me voy a pasar el fin de semana con Julián a la cabaña de la sierra. Te veo el domingo. Te quiero. Luis.»
No lo puede entender, pero a pesar de llevar todavía el sabor del gigoló entre las piernas, de saberse infiel confesa, una sensación de desasosiego le recorre la espalda desnuda, aún a medio secar. Antes de olvidar la historia absurda que remató al salir del taxi, llama a Luis con intención de recitarle hasta el último detalle de la mentira que ha creado, idéntica casi a las de las últimas veces.
Al principio eran historias muy trabajadas, con datos concretos y elaborados a conciencia, lugares, nombres, incluso números de teléfono concertados de antemano para corroborar sus coartadas. Casi se sentía orgullosa de la credibilidad con la que Luis aceptaba esas mentiras noveladas, igual que un autor observa ensimismado su primera publicación en las estanterías de una librería. Es buena contando historias; quizá sea —eso quiere creer— lo más productivo que ha sacado de esta relación, de compartir la vida con un contador de cuentos, un hombre que jamás pisa el suelo bajo sus pies.
No consigue hablar con Luis. Llama después a Julián, pero su teléfono también está fuera de cobertura, y a pesar de que sabe de sobra que en la cabaña no hay red, la desazón le aumenta mientras pasea nerviosa por el apartamento. Un bloodymary en vaso ancho, un pitillo de marihuana y un disco de Madeleine Peyroux en el estéreo, tres calmantes sin receta que le devuelven por un rato una tranquilidad artificial. Descansará un poco y después quedará con Laura para comer. Igual que hizo anoche aquel joven a cambio de dinero, el sofá la abraza gratis ahora y se queda dormida como un bebé.
Despierta por segunda vez en este día, pero esta vez lo hace sola y con la cabeza despejada. Mientras lía otro pitillo, marca impaciente un número en el móvil. «El teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura». Laura tampoco contesta.
A medida que avanza la tarde, la soledad va adueñándose del apartamento, cada vez más grande, más vacío sin los sonidos que genera Luis —los dedos golpeando teclas en la vieja Olivetti, que se niega a sustituir por un ordenador, los ronquidos en voz baja de las siestas en el sofá, los vinilos de Charlie Parker en el viejo tocadiscos—, sin su olor inundándolo todo, sin él. Hace ya mucho tiempo que le echa de menos, aunque se lo niegue a sí misma, meses que duerme con otros pero sueña con él.
Vuelve a llamarle, dispuesta a pedirle perdón por última vez, a jurarle por lo más sagrado que no lo repetirá, que le quiere, que siempre le ha querido, que con su ayuda logrará superarlo, que siempre estará con él. Luis sigue sin cobertura.
No quiere quedarse sola un sábado por la noche, pero aparte de la libreta morada, tampoco conserva muchos amigos. Quizá Laura se ha dejado el teléfono en algún bar, tan despistada como es, como lo ha sido siempre, desde que se conocieron en la facultad, desde que se hicieron íntimas, inseparables.
Se viste deprisa con unos vaqueros viejos y una camiseta de Luis, su favorita. Decide dar un paseo hasta casa de Laura para aprovechar el aire fresco de la noche, mientras repasa de nuevo una historia, pero esta vez es sincera, real. Le va a contar a Laura que se acabaron las aventuras, que lo va a intentar con Luis y que esta vez lo van a lograr. Que le quiere. Que siempre le ha querido. Que siempre le querrá.
Sube las escaleras corriendo, rebosa alegría y está impaciente por contárselo a su mejor amiga, a su única confidente, casi su hermana. Está a punto de arrollar al repartidor con el que se cruza en el descansillo, y por fin llama nerviosa al timbre, varias veces, golpea la puerta con los nudillos, impaciente, no puede esperar más.
Luis, su Luis, abre la puerta. Lleva un gintonic en una mano, un pitillo en la otra y una toalla pequeña atada a la cintura.

4 de junio de 2007

el concurso de la vaca

The Innocent Eye Test. Mark Tansey

Primer premio

Así lo ha visto Yisus

Ninguna de las virtudes me que han acompañado desde pequeña —y no son pocas— es comparable a mis dotes como fisonomista. Después de doctorarme cum laude por la Universidad Estatal de Wisconsin, en la especialidad de razas autóctonas americanas, he dedicado mi vida al análisis de rostros bovinos, al estudio de las manchas bicolores en variedades lecheras y, como en el caso que nos ocupa, a la localización de individuos desaparecidos.
A pesar del tamaño más que generoso que mis pechos adquirieron en los albores de mi pubertad, antes de cumplir los dieciocho me vi obligada a abandonar la esclavitud del sostén, por motivos cutáneos que no vienen al caso. La fuerza de la gravedad y un crecimiento desmesurado se encargaron del resto, aunque los pezones tardaron más de seis años en multiplicar por cuatro su número, repartiéndose, poco a poco, por la superficie tersa y delgada de la ubre en que se han convertido ahora mis glándulas mamarias. El resto ha sido sencillo.
Antes de terminar la carrera, pese a los consejos en contra de mi traumatólogo, ya recorría a cuatro patas los dos kilómetros que separaban mi apartamento —mi cuadra, en realidad— del campus universitario. Me acostumbré a enfundar en esparadrapo los dedos de pies y manos, unidos de dos en dos, hasta que el roce de los nudillos contra el asfalto fue convirtiendo mis falanges en callosidades cada vez más duras y resistentes, casi tan sólidas como las pezuñas de verdad.
Más difícil me ha resultado lo de ganar peso, sobre todo con una dieta vegetariana como la que me autoimpuse desde pequeña. Ahora me veo obligada a masticar cantidades ingentes de productos vegetales durante más de quince horas al día, y en contra de la creencia infantil que relaciona las zanahorias con la visión perfecta, mis ojos han perdido gran parte de la capacidad de que hicieron gala años atrás. Por eso necesito que, cada día más, las fotografías de los individuos buscados se me presenten en formatos de proporciones exageradas.
A estos dos, en cualquier caso, no los había visto en mi vida.

Segundo premio
Así lo ha visto Juan Carlos

Un pobre viejo sujeta un tela arrugada casi a ras de suelo, y otro, a su vera, sostiene una fregona con la dignidad de un fusil. En el otro extremo, un hombre con lentes, ataviado con una bata blanca, ojea un cartapacio. Y luego está ese animal, ese enorme animal con manchas que me mira fijamente como un ancestro, con esos ojos negros que parecen precipicios, esas ubres hinchadas. La vida es tan extraña al otro lado, querida. Ojalá no fueras ciega.

Tercer premio

Así lo ha visto Chiki

Menuda pereza. Ahora tengo que fingir sorpresa, poner cara de tonta, lamer la tela como si me creyese que esos dos pintarrajos tienen algo que ver conmigo… Les daría una coz pero después de muchos años observando a los humanos he llegado a la conclusión de que se asustan con facilidad cuando alguien demuestra ser más inteligente que ellos. Es preferible que crezcan felices e ignorantes hasta que alcancen la edad para llevarlos al mercado de carne, así los nervios no estropean la mercancía.



...y así lo han visto los demás.

Gracias a todos; a los que habéis participado, a los que habéis votado y a los que os lo habéis leído.




28 de mayo de 2007

la mar salada

Fotografía de Evinsky

A Yolanda le encanta bañarse desnuda y dejarse mecer por las olas del Atlántico. La espuma, salada y densa, se le cuela por la nariz y le provoca estornudos cálidos y rebosantes de plancton, que atraen a pequeños peces, moluscos y bivalvos, de los que suelen alimentarse las doradas. Si algo le gusta a un tiburón, además de asustar a los bañistas, es una dorada bien alimentada, rolliza y con el vientre repleto de cangrejos, ostras y calamares.
Yo soy de secano —manchego, para más datos—, pero desde hace años nado entre los escualos del Estrecho y mordisqueo, igual que ellos, los muñones más sabrosos de la mar oceana.

23 de mayo de 2007

para siempre

fotografía de Wylie Maercklein

Todos se han ido ya. Todos menos ella. Ni siquiera la vergüenza pasada ha logrado desdibujar de su rostro el gesto de felicidad con el que, hace dos horas, cruzó el umbral de la capilla camino del altar. Sólo ella sabe que no la ha abandonado, que su madre se equivoca cuando dice que jamás debió comprometerse con un cómico, un vividor que acabaría por arruinarle la vida. Tampoco su padre lleva razón al afirmar que su pasado mujeriego, tarde o temprano, saldría de nuevo a la superficie. Ninguno de los invitados ha tenido la paciencia de investigar, radio en mano, las consecuencias que la explosión de gas ha podido dejar en su edificio. A pesar de que la televisión no deja de repetir su nombre, encabezando la lista de víctimas, nadie se ha parado a pensar en ese final trágico. Los crápulas nunca son inocentes.
Sólo ella le esperará. Para siempre.

campanas

fotografía de Darco TT

Tocan a muerto mientras Martín, casi sin resuello, sube de tres en tres las escaleras que llevan al campanario. Seis largas de la grande, seis de la pequeña (la de maitines y duelos), un compás de espera y vuelta a empezar: seis largas, igual de graves pero más sonoras, mucho más fuertes.
—Si vuelves a llegar tarde, no tendrás que preocuparte más por madrugar: le daré tu puesto a Fabián; hace años que lo merece mucho más que tú —el párroco amenaza con la mano en alto y lleva en el rostro esa expresión tan suya de no-vuelvas-a-repetirlo.
—No se repetirá, Padre, se lo juro. La vaca se puso de parto anoche y no hemos salido del establo hasta ahora mismo. Pregúntele a mi madre si no me cree.
Martín sabe que doña Asun no es su madre. Aunque sea un poco lento o, como dicen las viejas, un inocente, tuvo la suerte de que lo adoptaran; no como Fabián, que vive aún con el párroco y no tiene quien le limpie los mocos. Ninguno de los dos muchachos sabe leer ni escribir, pero ambos conocen de memoria el funcionamiento del campanario, los distintos toques, las frecuencias y repeticiones que corresponden a cada acontecimiento. Es casi lo único que saben hacer.
Faltan cuatro días para la Ascensión, patrona del municipio y fiesta mayor con verbena y concurso de pasodobles en la plaza. Será el domingo y habrá que triplicar el trabajo: maitines a las seis —doce toques cortos de la pequeña—, misa a las once y las doce, con un último aviso para rezagados a las doce menos cuarto, y repique a fiesta cada dos horas desde la salida de misa hasta las seis.
Martín se hace la composición de lugar mientras toca de nuevo a muerto. Ya son seis en este mes, los dos últimos, ayer y hoy. Nadie se atreve a decirlo, pero la gente está preocupada. Don Blas, el practicante, le ha confesado al alcalde que no sabe casi nada sobre el motivo de fallecimientos tan repentinos, casi súbitos, y nadie habla abiertamente del tema; la fiesta mayor ha de celebrarse, pase lo que pase.
Amanece un nuevo día y de momento las campanas descansan, igual que Martín, a la espera de acontecimientos. Los operarios que llegaron ayer desde la capital aprovechan los primeros rayos de sol para terminar de desayunar en el bar y montar el escenario con la pista de baile, colocar farolillos y cargar las cámaras con vinos, cervezas y refrescos. Uno de los electricistas se acaba de desplomar desde lo alto de una escalera. Está muerto. Antes de que el juez de paz llegue a levantar el cadáver, Fabián está ya en la plataforma y sujeta con ambas manos la soga de la campana mayor.
La primera tanda de seis largas saca a Martín de la cama y lo lanza, casi a medio vestir, a una carrera frenética camino de la iglesia. Antes de que alcance la base del campanario, la última serie de las pequeñas ha terminado. Cuando se cruzan por la estrecha escalera de caracol, Fabián intenta esconder bajo su camisa una caja de raticida, mientras anuncia orgulloso que el puesto de campanero ya es suyo.
La imagen de la virgen abandona el templo a hombros de los quintos, mientras el resto de vecinos, con el párroco y el alcalde a la cabeza, conforman una hilera humana que serpentea en silencio tras el paso procesional. Martín no forma parte de ese grupo. Lleva dos días sin salir de la cama, maldiciendo la pérdida de su puesto de campanero y sin parar de preguntarse cómo logró Fabián una anticipación tan exacta, tan calculada, tan perfecta.
Sólo hay una forma de adelantarse a Fabián. Martín se sabe incapaz de matar a nadie —y ni siquiera relaciona el raticida con la posibilidad de que su rival sí lo sea—, pero no concibe la vida sin la única misión para la que se siente preparado. Hoy ha madrugado más que nunca, y tras los maitines, con el eco agudo de las últimas campanadas todavía rebotando en los muros de la capilla, espera a que Fabián descienda de la plataforma, escondido detrás del confesionario. Ha subido despacio, no se vaya a despertar el párroco, y en cada escalón repite mentalmente la serie con la que reivindicará, para siempre, su carrera de campanero.
Seis largas de la grande, seis de la pequeña (la de maitines y duelos), un compás de espera y vuelta a empezar: seis largas, igual de graves pero más sonoras, mucho más fuertes.
Desde el pretil, Martín sonríe mientras se deja caer de espaldas al vacío.

15 de mayo de 2007

bueno para nada

fotografía de C.A.R.F.

La madre de Julián no ha dejado de llorar en toda la noche. Yo, de momento, no me he atrevido a entrar ─llevo horas inmóvil bajo el alféizar de la ventana, encogido y con los músculos adormecidos─, porque soy también de lágrima fácil, y terminaría abrazado a ella en un llanto constante, caudaloso, capaz de llenar en instantes un balde de los grandes. Ella no sabe que fui yo quien lo mató; jamás imaginaría que el mejor amigo de su hijo ─ese botarate bueno para nada─ ha sido quien la ha librado de esa carga, esa rémora que estaba terminando con su vida y con su hacienda. Ya estamos solos. Ella y yo.
Quizá ahora me permita llamarla mamá.

Microcuento finalista en el concurso "Apadrina una palabra" de la Escuela de Escritores

9 de mayo de 2007

¿dónde estás?

Fotografía de Kevin White



Hoy tampoco te he visto. He comenzado buscando en la carpeta de personas olvidadas, dentro del disco de errores superados, aunque antes de empezar ya sabía de sobra que no estarías allí. Después he saltado de unidad y me he dirigido directamente al bloque de casos imposibles; he entrado con miedo, como siempre, y tras el obligado ordenamiento alfabético, filtrado de intentos multi-repetidos y eliminación automática de errores de género y número, tan frecuentes desde hace tiempo, he comprobado —mientras una sonrisa estúpida me estiraba las mejillas— que allí tampoco estabas. Menos mal. Mientras escribo estas líneas, el buscador automático recorre el resto de unidades tratando de dar contigo. Yo seguiré aquí un poco más, no sea que aparezcas de nuevo en archivos temporales y no pueda copiarte a tiempo. Si lees este mensaje, te rogaría que dejaras unas palabras en el bloc de notas, aunque sólo sea para saber que no te has cambiado de servidor. El dominio compartido, si no te importa, prefiero conservarlo, aunque esté vacío.

la rosaleda

fotografía de SnowRiderGuy

Martín empuja con fuerza el portón de hierro de La Rosaleda, muchos años después de haber cruzado ese mismo umbral en sentido contrario. El óxido acumulado en las bisagras se encarga de emitir un chirrido agudo y monótono, una queja sonora que se suma a la resistencia física a ser abierta, como si una simple puerta, por pesada y grande que fuera, se creyera capaz por sí sola de proteger a los fantasmas de aquella finca abandonada.
El sudor comienza a traspasarle la chaqueta, las manos le tiemblan y apenas se ve capaz devolver la puerta a su posición inicial, aterrado como está ante la idea de que le hayan descubierto. Quizá nadie le ha visto extraer del cajón del abuelo las llaves, tal vez sólo son imaginaciones suyas provocadas por un miedo irracional, es posible que aquella furgoneta azul que se ha clavado en el retrovisor de su coche durante kilómetros no tenga nada que ver con la familia Solís, ni tampoco con esta finca en la que está entrando con sigilo, como si fuera un ladrón. Aún así no puede evitar una sensación de prudencia exagerada, una cautela desmedida que le agarrota los miembros y las ideas.
La parra virgen que cubre la pérgola de la entrada ha adquirido ya el tono encarnado, casi carmín, que avisa de la inminente llegada del otoño. Las hojas acumuladas durante décadas en el suelo se encargan de ocultar el escudo familiar, esa losa de mármol tallado que colgó durante años —en forma de escudo de terciopelo— de la pechera de su blazier, motivo de numerosas burlas y algún que otro cachete por parte de los demás colegiales, que le apodaban cruelmente Capitán Solís.
Durante unos segundos duda si destaparlo o no; comienza hurgando suavemente con sus zapatos italianos recién estrenados, pero al final desiste, no vayan a despertarse antepasados frente a los que se sentiría como un extraño, como un ladrón trajeado invadiendo la propiedad ajena.
Los pasos de Martín, más tranquilo ya, casi diría hipnotizado por el entorno familiar que le arropa, se dirigen ahora por el camino de albero que serpentea entre los cipreses centenarios —esos guardianes gigantescos que tanto le asustaban en su infancia— sin prisa por llegar ante la puerta principal de la casa; de su casa.
El camino desemboca en una pequeña plazuela circular con una fuente en el centro, sobre la que descansa una estatua de querubín alado que sostiene en su mano, a modo de espada, una rosa plagada de espinas afiladas. El ángel mantiene la cabeza gacha y apunta con la otra mano hacia la puerta principal del palacete, un edificio de piedra y madera, construido —según contaba la abuela Pura— con los bloques sobrantes del Monasterio del Escorial.
Decide seguir adelante. Sólo se detiene frente a la fachada sur, en cuyas escaleras de granito solía pasar horas —incluso días enteros— leyendo alguno de los miles de volúmenes que poblaban la biblioteca del ático. Se ha sentado un momento en la mecedora de mimbre y enea que utilizaba su abuelo, ha cerrado los ojos y ha aspirado con fuerza por la nariz hasta inundar sus pulmones con el aroma cercano de las Blue Bourbon —sus rosas favoritas—, y cree escuchar cómo cantan los jilgueros de pechera encarnada, que su tío Julián trajo desde Madagascar, el sonido de los cascos de los caballos entrando al paso en la cuadra, las pisadas de las botas de mamá, el olor a cuero empapado en sudor, el brillo de los herrajes que frotaba su madre, cada tarde, hasta dejarlos como nuevos.
Ese recuerdo materno le despierta sentimientos olvidados y le obliga a abrir los ojos, a volver a este siglo y a retomar su misión, aunque realmente no sabe muy bien por qué ha vuelto. Abandona la mecedora y rodea la casa en sentido oeste hasta plantarse frente a la rosaleda, el único lugar cuya puerta no se atrevió a traspasar.
Mientras vivió en la finca, jamás se le permitió discutir con los adultos; las normas estaban para cumplirlas, nunca para discutir si eran o no razonables; no se buscaban porqués ni se pedían explicaciones: las órdenes del abuelo se cumplían y punto.
Al cruzar la cancela de madera que permite el acceso al jardín privado de Don Miguel, el camino cambia el albero por una estrecha lengua de grava blanca, miles de piedras pequeñas y redondas, que resaltaban en su día el abanico multicolor de los cientos de rosales plantados, uno a uno, por el bisabuelo Solís. Ahora, esas piedras semienterradas entre hierbas altas y hojas caídas, apenas mantienen una pizca de aquel color brillante que deslumbró a Martín años atrás, que le hacía pensar en minúsculas canicas brillantes que se encendían durante la noche y protegían el rincón secreto de su abuelo: la rosaleda.
Por primera y última vez, se atreve a pisar aquel camino y lo hace con respeto, casi con miedo, adentrándose entre macizos asilvestrados de Baccará rojo geranio, que apenas le permiten avanzar, se le enganchan en la americana y sus espinas le arañan la cara y los brazos hasta hacerle sangrar. Se ha quitado la chaqueta negra que lució esta mañana en el funeral, ha envuelto con ella su brazo derecho y la utiliza como improvisado machete, abriéndose paso por lo que antaño fue un pasillo de pequeños arbustos de Gallica amarilla, convertido ahora en una masa informe y multicolor, de la que emana un perfume espeso y entremezclado, un aroma penetrante de efecto casi somnífero.
Al cabo de unos minutos de lucha desigual, la gran densidad que el abandono ha concedido a rosas, ramas y hojas, logra formar una cúpula casi opaca, que convierte el camino en algo similar a un túnel oscuro forrado con alambre de espinos, una especie de pesadilla que habría hecho desistir del paseo al aventurero más aguerrido. Pero Martín no se plantea siquiera detenerse.
Han pasado más de veinte años desde la última vez que alguien atravesó este camino empedrado. Fue el día en que murió la abuela Pura, y Don Miguel, tras cerrar con llave la cancela de madera, juró ante Dios que nadie más entraría en la rosaleda mientras él viviera. Y parece que lo ha cumplido.
Empapado en sudor y con el cuerpo repleto de arañazos, Martín comienza a sucumbir al empeño, se mueve despacio, agachado bajo las ramas de Cabbage que le hacen jirones la camisa y con los ojos medio cerrados por la somnolencia que le produce ese perfume casi sólido. Ya de rodillas, sin voluntad de rendirse pero exhausto y dolorido, decide descansar un rato antes de seguir adelante, consciente de que quizá tampoco tiene fuerzas para retroceder.
Frente a la puerta de la finca, dos individuos esperan de pie junto a una furgoneta azul. Uno de ellos, el más alto, habla por su teléfono móvil mientras el otro, enfundado en un mono azul de trabajo, examina con la vista la altura de la verja —una estructura formada por barrotes de hierro de unos tres metros, coronados por remates con forma de punta de lanza. Tras acercarse hasta la valla, intenta sin éxito zarandearla y decide volver hasta la furgoneta, cabizbajo y resignado.
Cuando despierta, Martín comprueba que se ha hecho de noche. El frío serrano del otoño se le agarra a los huesos y le hace temblar como a un bebé, pero no tiene fuerzas para moverse y se abandona de nuevo al sueño, arropado por el aroma familiar de la Dammask de otoño. Se ha cubierto con lo que queda de la chaqueta y se adentra soñando en un paseo —con medio siglo de retraso— por ese mismo jardín que es ahora su cárcel vegetal.
Sigue dormido, con los ojos cerrados, pero puede ver con claridad el camino de grava limpia bajo sus alpargatas blancas de esparto. Los rosales almizcleños que bordean el empedrado están en plena floración y le envuelven en una nube perfumada que identifica de inmediato. Se dirige entonces hacia un parterre repleto de Garnette color magenta, tras el que escucha risas y conversaciones que le resultan cercanas y familiares. Atraviesa un arco de Kordess Perfecta y entra en un rectángulo de hierba recién cortada, cubierto por una carpa de lona. En el centro, un poste de madera sujeta la tela, que permanece atada por sus cuatro esquinas a otros tantos rosales viejos. Junto al poste, alrededor de una pequeña mesa de mármol, su madre y su tío Julián toman el té y escuchan a una cría de jilguero que lanza sus primeros trinos dentro de una jaula de bambú; los abuelos, mientras, recortan con cuidado unos tallos de Baccará rojo geranio.
La enfermera que le ha traído la sopa reconoce no saber nada sobre rosas, pero se afana por colocar las tres docenas de flores rojas en un jarrón de plástico, que ha apoyado junto a la ventana de su habitación. Es ella la que le ha contado que fueron los jardineros quienes le encontraron desmayado, cerca de la cancela, mientras comenzaban a desbrozar el antiguo jardín de los Solís.
Cuando despertó esta mañana, escuchó al médico decir que llegó al hospital sin conocimiento, en la trasera de una furgoneta azul, pero abrazado con fuerza a un ramo enorme de rosas. Según sus palabras, presentaba un cuadro de hipotermia severa, un principio de intoxicación aún por determinar y casi se había desangrado por culpa de los arañazos que le cubrían el rostro, la espalda y los brazos.
Al terminar de comer, Martín ha inhalado con fuerza el aroma de las Baccará, se ha recostado en la cama articulada y se ha quedado profundamente dormido; esta vez, con una amplia sonrisa en los labios.

26 de abril de 2007

a la enésima tampoco

fotografía de La Perle


Por muy oído que lo tengamos, el dicho popular que relaciona al ser humano con piedras y tropiezos reiterados, sigue tan vigente como el día en que se inventó —allá por el jurásico, supongo. Lo que en un principio se referiría —imagino yo— a salir malherido de una lucha contra un felino gigante, a quemarse las manos tratando de colocar un solomillo de antílope en el fuego o a intentar demostrar que la dureza de un cráneo humano es mayor que la de una rama gruesa de roble, se ha ido convirtiendo, con el paso de los siglos, en tropiezos mucho más sutiles.
Ahora, por ejemplo, las piedras se han convertido en columnas de garaje contra las que, una y otra vez, decidimos golpear nuestro flamante vehículo, en programas de Windows que se niegan a ser desinstalados de nuestro portátil y nos obligan a formatearlo por completo, en votos entregados a políticos que nos juraron cumplir un programa imposible, a relatos que escribimos y repiten, una y otra vez, los mismos errores de bulto, y por supuesto, antes, durante y después del resto de coscorrones, nos empeñamos en recuperar las parejas que quedaron rotas en el camino.

Quizá sea esta última la piedra contra la que más violentamente chocamos, pero en contra de lo que dicta la lógica, tenemos una facilidad tremenda para olvidar disgustos, llantos y reproches, nos negamos con la mano sobre la biblia lo que nos han dicho a la cara, en un perfecto castellano, sólo cinco minutos antes.
Recurrimos con una frecuencia casi cómica a mentiras del tipo de yonolorecuerdoasí, noquisodecireso, tejuroquevoyacambiar, y lindezas similares que nos sonrojarían por vergüenza ajena si se las escucháramos a una tercera persona. Pero en nuestros labios suenan con naturalidad, cargadas de razón y, las más de las veces, justificando una actitud de perdonavidas: ella (él) se equivocó, pero haciendo gala de mi magnánima benevolencia, voy a darle una segunda (tercera, enésima) oportunidad para rectificar su error. Y volvemos a darnos el batacazo.

Qué le vamos a hacer: sólo somos humanos.

25 de abril de 2007

terminal

fotografía de Saltwater Taffy

La habitación trescientos siete no tiene ventanas a la calle, o por mejor decirlo, al pasillo sobre el que se asoman el resto de cuartos del Big Horn Inn. En el baño, húmedo y pequeño, alguna vez funcionó un sencillo extractor de olores —un ventilador minúsculo incrustado en un agujero de la pared—, que ahora ha sustituido sus aspas por bolas compactas fabricadas con papel higiénico. Ni siquiera tiene uno de esos aparatos de aire acondicionado antiguos y ruidosos, que jamás faltan en los moteles más humildes del Medio Oeste, casi tan omnipresentes como la máquina de los hielos, que en este tugurio dejó su lugar a una pila de aluminio sobre la que gotea un grifo oxidado.
La puerta de la habitación que ocupa el señor Richard H. Weissman, a diferencia de las demás, está al final de un pasillo sin salida, un hueco estrecho y oscuro que separa los bloques tres y cuatro, tapizado con una moqueta despeluchada que algún día fue de un solo color —verde quizá, o azul, no podría asegurarlo.
Cuando decidió retirarse a morir en paz, el señor Weissman no soñó ni por asomo con encontrar un alojamiento tan apropiado como aquel. Tuvo que sobornar a Mike, el recepcionista, y a la camarera de habitaciones, una chicana pequeña y preciosa que respondía al nombre de Trinidad, para que no asomaran la nariz por allí, —no quiero que me limpien el baño, que me cambien las sábanas o que oreen la habitación, algo que, por otra parte, supongo físicamente imposible —había dicho con su sonrisa sarcástica mientras dejaba doscientos dólares para cada uno sobre el libro de firmas.
La noche en la que llegó —hace ahora quince días— Richard dejó pagados dos meses por adelantado, a pesar de que el doctor Mainer, el oncólogo más optimista de cuantos había conocido en su periplo de casi dos años, de clínica en clínica, no le auguró más que tres semanas de vida, cuatro a lo sumo. No era la primera vez que Robert Mainer enviaba a alguien a dar, como él decía, el último paseo, y por eso sabía muy bien lo que un enfermo terminal necesitaba cargar en su mochila.
Le preparó seis cajas de morfina con veinticuatro dosis cada una, suficientes para evitar el más mínimo sufrimiento en la etapa final, tres más de Tramadol para los primeros dolores agudos —los que acompañarían a la descomposición lenta del hígado—, otras tres de Metoclopramida, con dosis individuales que podría disolver en una taza de té cuando aparecieran las náuseas, y por último, en un pastillero de plata que él mismo le había comprado en un puesto del Soho, una única dosis letal de algo que no quiso confesar, pero que le aseguró sería indoloro y fulminante.
Todas las habitaciones del Big Horn Inn disponen, cómo no, de aparato receptor de televisión, Biblia en el cajón de la mesilla y una guía telefónica con la mitad de las páginas arrancadas. Todas menos la trescientos siete, de la que el señor Weissman, por sugerencia de su médico, solicitó —otros doscientos dólares a cambio— que se retiraran. Este último viaje debía hacerse en completo aislamiento exterior, salvo por las tres comidas diarias que Trinidad se encargaba de dejar junto a la puerta.
Lo único que Robert Mainer le pidió a cambio —igual que al resto de sus paseantes— fue un permiso por escrito para realizar la autopsia del cadáver, que junto a uno de sus ayudantes, se encargaría de recoger personalmente cuando llegara el momento. Eso y un compromiso verbal de no revelar a nadie el lugar al que le habían llevado, ni el motivo por el que estaría allí.
En el paquete que preparó el doctor, además de los medicamentos y el papeleo legal, se incluía un teléfono móvil un tanto peculiar, en el que las teclas de los números habían sido sustituidas por un único botón, un círculo rojo que debería pulsar justo después de ingerir la pastilla final. Esa sería la señal.
Richard H. Weissman, al que llamábamos cariñosamente Rick, había regentado durante cuarenta años un pequeño restaurante judío en el West Side, a dos manzanas de la comisaría diecisiete, desde la que estoy redactando el informe policial.
Cuando le diagnosticaron el cáncer hepático —el día de Halloween de hace dos años—, Rick ya había cumplido los setenta. A partir de ahora —decía con voz seria —no voy a tener más remedio que cobraros al contado, por si palmo antes de que saldéis vuestras cuentas. Supongo que de tanto verlo a la hora de comer, le considerábamos casi uno de los nuestros. Y quizá también por eso se ofreció a colaborar con nosotros en la detención.


Ayer, miércoles diecisiete de junio de mil novecientos noventa y siete, a las diecinueve horas y quince minutos, Richard H. Weissman, de setenta y tres años de edad y residente en Nueva York, falleció en el Big Horn Inn, un hotel de la carretera sesenta y seis, en el estado de Alabama, por la ingesta de un veneno mortal que le suministró su médico, el doctor Robert L. Mainer. Cuando el acusado, acompañado por uno de sus ayudantes, se personó en el citado hotel con intención de llevarse el cadáver del señor Weissman, fue detenido por los agentes Harper y Medina, adscritos a la comisaría diecisiete de Nueva York, desplazados hasta Alabama para tal fin, junto a dos agentes de uniforme del mismo distrito y una patrulla de carretera. Los cargos que se han presentado contra el doctor Mainer son, entre otros, los de inducción al suicidio, prescripción indebida de medicamentos, transporte ilegal de cadáveres y, si la investigación lo corrobora, tráfico ilegal de órganos humanos.


Después de leer en voz alta el informe, Rick ha descorchado una botella de su mejor vino kosher para los compañeros y una de agua Perrier —la quimioterapia no le permite otra cosa— para él. Antes de brindar con nosotros, mientras jugaba entre los dedos con un pequeño pastillero de plata, ha dicho:
—Si de verdad estuviera muerto, esta situación no me resultaría tan tremendamente graciosa.

11 de abril de 2007

narguile

fotografía de Joe in France

Juan se ha quedado solo en el salón de Casa Hassan, recostado en la esquina del fondo, junto a la chimenea, sobre los cojines azules y rojos con remates de hilo dorado. Frente a él, sobre la mesa de madera y latón en la que aún descansa la tetera, Abdul acaba de colocar su narguile favorito —una pipa de plata con inscripciones en caracteres árabes—, antes de salir de nuevo para despachar al último de los huéspedes, un suizo que no para de dar las gracias mientras dispara a discreción con su diminuta cámara digital.
Ya no queda nadie en el hotel, y son pocos los que aún deambulan por la medina. La lluvia torrencial de anoche y el aviso de tormentas fuertes que la radio y la televisión se encargaron de difundir, devolvieron a los turistas a sus autobuses, coches y autocaravanas, camino de Ceuta y de la protección del mundo occidental —más preparado para calamidades meteorológicas— que les llama desde el otro lado del Estrecho.
No es la primera vez que Juan pasa la noche en ese pequeño hotel de Chaouen —al que considera ya casi su petit palais marroquí—, sobre todo desde que descubrió por casualidad que el dueño, Abdul, cumplía años el mismo día que él. Hace tiempo que lo celebran juntos, desde que la curiosidad llevó a Juan a querer conocer su pueblo natal, en el que su padre había servido como sargento del ejército español. De todas formas, hoy todo le parece diferente, como si la soledad provocada por la tormenta imprimiera a la estancia un filtro color sepia, parecido a la fotografía que preside la recepción: Abdul, recién nacido, descansa en brazos de su madre —muerta pocos días después— bajo la mirada atenta de Hassan, su padre, que también falleció por aquella época. Rara vez hablan del tema, a pesar de que la madre de Juan también murió poco después del parto y ambos se han criado con los abuelos.
—¡il y a trois ans, Abdul! —grita Juan incorporándose, mientras su amigo cierra el portón azul añil, que les protegerá durante horas del mundo exterior. Cuando las celosías y contraventanas logren convertir la casa en un refugio a salvo de miradas curiosas, encenderán la pipa de agua y fumarán juntos hasta el amanecer. Esperándola.
La lluvia suena ya en la montera de cristal que corona la estancia, se cuela poco a poco por las juntas de los marcos y comienza a resbalar por los canalones que descienden hasta el desagüe central del patio. Abdul regresa con el cestillo de mimbre en el que guarda las piedras de carbón, los fósforos y el saquito de hashis, dispuesto a dar comienzo a ese ritual heredado de sus ancestros y que les une, desde hace tiempo, el día de su cumpleaños. Juan alimenta de nuevo la pequeña chimenea de hierro con dos raíces de olivo, aunque sabe que no logrará ahuyentar del todo ese frío húmedo que invade la casa desde hace días. Sobre las brasas incandescentes, coloca con cuidado una de las piedras negras, que no tarda ni dos minutos en adquirir la temperatura suficiente para encender la primera bola de hashis, de la que ambos comienzan a fumar, a base de caladas lentas y profundas que van inundando la habitación de un humo blanco, denso y cálido.
Tres años atrás, en ese mismo salón donde hoy charlan recostados junto a la chimenea, delante de la misma pipa de plata repujada en la que ahora fuman, Juan tuvo una visión. Abdul nunca le ha creído —al menos eso es lo que dice—, y achaca la fantasía a los efectos alucinógenos del cannabis, pero para él fue tan clara y tangible como las facciones marcadas de su amigo que ahora tiene frente a su cara. Según relata Juan, una mujer joven, de rasgos árabes y una belleza que es incapaz de definir con palabras —pero le sigue erizando el pelo cuando la recuerda—, apareció aquella noche de lluvia, tormentosa como la de hoy, cuando Abdul dormía ya mecido en brazos del hashis. Iba descalza, cubierta por una túnica de color café hasta los tobillos y tocada con un pañuelo del mismo tono, del que se desprendió para dejar caer sobre los hombros una cabellera larga y oscura como el azabache. No dijo nada; se limitó a depositar en la bandeja del narguile un pequeño corazón de plata, que se fundió en el acto y pasó a formar parte de la pieza —aunque Abdul, cuando lo vio al día siguiente, aseguró que siempre había estado allí.
Durante tres años, tal día como hoy, bajo una tormenta de características similares, la historia se ha repetido de forma casi idéntica, y ahora son tres los corazones —uno por cada aparición— que decoran la base de esa pipa de agua, de ese narguile de plata que Abdul guarda con devoción, mientras sigue negando a su amigo los supuestos hechos fantásticos, escudado siempre en la fascinación provocada por el cannabis. Hoy, ambos cumplen los cuarenta.
Juan está más nervioso que otros años. Sabe que sólo queda un hueco en la bandeja y que el cuarto corazón, cuando aparezca, será el último, por eso se empeña como nunca en que Abdul le traduzca la inscripción que rodea la base de la pipa. Sospecha que algo va a ocurrir, y que su amigo no le ha contado todo lo que sabe. Lo que cree que sabe.
La lluvia arrecia y la montera de cristal tiembla como si fuera a desplomarse, el desagüe casi no da abasto para evacuar toda el agua que desciende con violencia por los canalones, mientras la pipa sigue inundando de humo la habitación y el cerebro de ambos hombres. Asustado, igual que Juan, Abdul accede por fin a confesar el contenido del mensaje.


Cuatro tormentas, cuatro años antes de cumplir los cuarenta, traerán cuatro corazones a cuatro almas que los perdieron.

En el mismo instante en que Abdul termina de recitar la traducción, la mujer de túnica marrón y cabello azabache atraviesa la nube de humo con el corazón de plata sobre la mano extendida, lo deposita con cuidado en la bandeja y el proceso de fundición se repite por última vez.
Ahora Juan lo ha entendido todo. Se abraza a su hermano y ambos besan a su madre antes de que ésta desaparezca para siempre. Hassan, al fin, la ha perdonado.

29 de marzo de 2007

la reencarnación

fotografía de Kelly Bressan

Mariano cree que algún día se reencarnará en un avestruz. Es una creencia sólida, sin fisuras, forjada durante los últimos treinta años, desde aquella visita escolar al zoológico que le desveló su futura identidad. Fue una visión rápida y esclarecedora, una comunicación breve con un macho joven, fuerte y de plumaje brillante, que se identificó como su bisabuelo materno. Ahora ya nada puede hacerle cambiar de opinión. A veces, cuando desentierra la cabeza y corre desnudo por la playa agitando los brazos y trazando círculos en la arena, yo también creo en la reencarnación.

17 de marzo de 2007

más sabia es el hambre

fotografía de Jesús Fabregat

En el pueblo del abuelo hay trece vacas, pero sólo Belinda puede hablar. Me refiero a que además de comunicarse con el resto de sus congéneres —esas comedoras compulsivas de pasto— también se entiende con las personas utilizando el lenguaje humano, en su caso, una mezcla de castellano y bable.

Bable: m. Dialecto asturiano derivado del leonés.

A ella no le molesta poder hablar con la gente, de hecho le encanta hacerlo porque le permite, por ejemplo, expresar su desagrado —y el de sus compañeras— ante la bajísima calidad del heno que se ha sembrado este año, evitar que les vuelvan a colocar los succionadores baratos de caucho que tanto irritan sus pezones o comentar con el veterinario las últimas novedades en investigación sobre la inseminación artificial.

Inseminación artificial: f. Procedimiento artificial para hacer llegar el semen al óvulo; fecundación artificial.

Pero eso no es todo: también sabe leer. Aunque es cierto que lo hace con dificultad y que su vocabulario es bastante reducido, en el pueblo nadie tira un periódico sin ofrecérselo antes a Belinda. Esta navidad, por sugerencia de la maestra, han hecho una colecta para regalarle un diccionario.

Diccionario: m. Libro en el que, por orden generalmente alfabético, se contienen y definen todas las palabras de uno o más idiomas o las de una materia o disciplina determinada.

Según se mire, ese don es bueno y es malo; cabe pensar que a cualquier vaca del mundo le parecería bien disponer de esa capacidad de comunicación, pero como todo en esta vida, también hablar tiene para un cuadrúpedo problemas e inconvenientes, y en el caso de mi amiga no son precisamente pequeños: quizá le cuesten la vida.

Vida: f. Capacidad de los seres vivos para desarrollarse, reproducirse y mantenerse en un ambiente. Espacio de tiempo que transcurre desde el nacimiento de un ser vivo hasta su muerte.

Me cuenta Belinda que desde que le regalaron el diccionario no duerme bien. Al principio sólo se planteó aprender una palabra al día, memorizar sus distintas acepciones e inventar frases en las que poder utilizarla durante sus conversaciones con el veterinario.

Veterinario: adj. De la veterinaria o relativo a esta ciencia. m. y f. Persona que se halla legalmente autorizada para profesar y ejercer la veterinaria. f. Ciencia que estudia, previene y cura las enfermedades de los animales.

Las primeras semanas el experimento resultó sencillo y divertido, un juego sutil con el que romper la rutina vacuna —comer, dejarse ordeñar, seguir comiendo, cada día igual que el anterior. Pero hace un par de meses que las cosas se han complicado bastante: Belinda dedica casi toda la noche al diccionario, las ubres se le secan y apenas tiene tiempo por el día para comer.

Comer: intr. Masticar el alimento en la boca y pasarlo al estómago. En algunos juegos, ganar una pieza al contrario. prnl. Cuando se habla o escribe, omitir alguna cosa. Avejentar, estropear una cosa, sobre todo referido al color o a su intensidad.

El abuelo es hombre de poco hablar, pero en su cara se puede adivinar lo que piensa. Se crió a base de cupones de racionamiento y trabajó duro desde los doce años, con la escuela justa para contar la paga y estampar cruces a modo de firma en los papeles del sindicato. Y ahora, la mejor de sus vacas se muere —literalmente— por aprenderse otra palabra.

Palabra: f. Sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea. Representación gráfica de estos sonidos. Capacidad o aptitud para hablar o expresarse. Promesa o compromiso de hacer algo.

Hace frío en el establo; desde la puerta veo mezclarse las nubecillas de vaho que exhalan Belinda y el abuelo, casi al unísono, hasta dibujar una conversación que no llego a escuchar pero puedo calibrar por su densidad; al principio es ligera, casi transparente, con brillos intensos y pequeños; después más blanca y pesada, casi algodón, mucho más cercana a la discusión que a la charla.

Charla: f. Conversación amistosa e intrascendente. Conferencia breve y poco solemne. dar o echar la charla o una charla. loc. Reprender o adoctrinar.

Hoy Belinda no ha querido contarme nada. Tiene la mirada fija en el montón de ceniza que aún humea en cubo de latón. Imagino que, después de quedarme dormido, el abuelo encendió el brasero para combatir la humedad de la cuadra.
Nadie ha vuelto a hablar con Belinda desde aquella noche.
Hoy acaban mis vacaciones, el verano frío de Asturias y las conversaciones con mi amiga de cuatro patas. De camino al coche de línea, el abuelo no ha parado de canturrear, y cuando le he preguntado por qué estaba tan alegre, sólo me ha dicho que la naturaleza es sabia, pero que más sabia es el hambre.

Hambre: f. Sensación que indica la necesidad de alimentos. Escasez de alimentos básicos. Deseo ardiente de algo. más listo que el hambre loc. adj. Agudo, inteligente y mañoso.






7 de marzo de 2007

Penélope

fotografía de Last Ruby Petal


El nombre verdadero de Penélope no lo sabe nadie, aunque dudo que al resto de internos les importe lo más mínimo. Desde que ingresó en el módulo de estancia prolongada, todos los intentos por sacar una palabra de sus labios han sido inútiles, diría que hasta contraproducentes. Penélope vive encerrada en una concha áspera e impenetrable, un pozo cuyo fondo se difumina en sus pupilas ausentes y se hace invisible.


—¿Cómo está hoy mi chica favorita? Vamos, tenemos que ponernos en marcha ahora mismo. Tu admirador prometió que estaría aquí a las diez, y son ya más de las ocho.


Natalia se ha ocupado de Penélope casi desde que llegó a la clínica. La asistenta social que la trajo contó que llevaba años sentada en el mismo banco de la estación de ferrocarril de Torralba, un pequeño pueblo de La Mancha, y que jamás había consentido en moverse de allí más que para ir a dormir a casa de su hermana, quien se ocupaba de alimentarla, vestirla y procurarle algo de higiene personal. Tras la muerte de la hermana, hace ahora dos años, Penélope no tuvo más ayuda y las autoridades provinciales decidieron internarla aquí de por vida.


—Tenemos que ponernos guapas para impresionarle, pero antes tienes que decirme quién es —Natalia se levantó y adoptó una postura casi inquisitoria—, de qué lo conoces y por qué insiste tanto en verte. No, a mí no puedes hacerme el número de la pobre autista, ya lo hemos hablado muchas veces y no vas a lograr que me lo crea. Sí, claro, ya sé que siempre soy yo la única que habla, pero ambas sabemos que entiendes perfectamente lo que te digo.


Penélope estaba más alterada que de costumbre, como si algo dentro de esa coraza en la que vive estuviera a punto de estallar, un grito callado durante años que buscara escapar por su boca para inundar de palabras el silencio a su alrededor. Natalia ya lo había notado ayer, cuando le comunicó la llamada de aquel hombre, y ha visto cómo la excitación iba en aumento mientras se acercaba la hora de la visita.



—El negro ni hablar —dijo Natalia, mientras lanzaba el vestido sobre la cama—, que es muy triste. Hoy nos vestimos de celeste y no se hable más, salvo que tú prefieras otra cosa, claro. ¿Cómo dices, verde? —acompañó la pregunta con una torsión de cuello exagerada, como si de verdad Penélope hubiera dicho algo y se estuviera esforzando por aguzar el oído—, el color de la esperanza, pues me parece bien, pero no sé si tenemos zapatos que hagan juego con el verde. O quizá a él no le guste ese color. Por cierto, señorita —ahora con brazos en jarras y un toque a medias entre broma y sarcasmo—, es bastante guapo ese tal Juan Villegas, aunque si te soy sincera, yo creo que no se llama así; tiene mucha más pinta de llamarse Alberto.


La muralla de Penélope se resquebrajó al oír ese nombre. Después de tantos años sin escucharlo, un pequeño resorte se activó en esa cabeza dormida y provocó la aparición casi inmediata de una lágrima, la primera que Natalia había visto resbalar por las arrugas prematuras de aquel rostro tan querido.


—Perdóname, por favor, he sido un poco cruel, pero tú tampoco me lo pones fácil. Ayer te mentí respecto al nombre porque la doctora insistió en que lo hiciéramos despacio, sin sobresaltos que pudieran empeorar tu situación, aunque yo le respondí que tu situación ya era bastante mala. Tienes que contármelo si quieres que te ayude; haznos ese favor a las dos.


—Le-quie-ro —dijo arrancando cada sílaba desde el fondo de ese pozo en el que vivía sumida.


Natalia rompió a llorar antes incluso de que terminara de decirlo. Las dos se abrazaron con fuerza y permanecieron así, empapándose en lágrimas de alegría, hasta que la megafonía les avisó de la apertura del comedor y el olor a café de puchero inundó de familiaridad el dormitorio.


—No digas nada más —el dedo índice de Natalia cubrió con delicadeza los labios de Penélope—, cuando terminemos el desayuno, nos vestimos y me lo cuentas todo. Tenemos más de una hora para ponernos al día. No sabes lo feliz que me hace escuchar al fin tu voz.


Penélope apenas probó las galletas de canela que hacían las monjas, bebió menos de media taza de café y salió hacia su cuarto con tanta prisa que a Natalia le costó seguirle el paso. Sentada a los pies de la cama, con las manos apoyadas sobre las rodillas, Penélope comenzó a hablar despacio y extrayendo, casi con dolor, una a una las sílabas de su boca. Natalia le acariciaba el pelo y le secaba las lágrimas que dejaban, poco a poco, paso a palabras cortas y mal enlazadas, a ideas desbordantes que se solapaban y atropellaban sin orden aparente.


—Alberto… para mí… esperar… esperar… volveré… te quiero… Alberto.


—No tengas prisa, cariño —ahora sentada también en la cama, Natalia le cepillaba el cabello—, tómate todo el tiempo que quieras, y sigue llorando si eso te ayuda. Yo no pienso moverme de tu lado.


Contó y lloró, contestó a cuanto le fue preguntado y siguió llorando, contagió su llanto y ambas hablaron, ya con más naturalidad y fluidez, de aquel amor perdido hacía casi medio siglo. Un viajante joven y atractivo, un amor furtivo y apasionado, una despedida corta y la promesa de un reencuentro a la que vive aferrada.


Casi una hora y cinco pruebas de vestidos y zapatos más tarde, entre carcajadas de alegría, las dos salieron hacia el salón de las visitas. El reloj del pasillo marcaba las diez menos cuarto.


—Si no dejas de reírte de esa manera, Alberto va a pensar que estás como un cencerro.


—Esto es un manicomio, tú lo sabes, sí que estoy loca, o estaba loca, pero ahora todo va a cambiar, te lo prometo.


Un minuto antes de las diez, las puertas del salón se abrieron casi tanto como los ojos de Penélope. Después de discutir un buen rato, habían decidido que se colocara de espaldas a la entrada, sentada frente a la enfermera, para que ésta le contase con detalle todo lo que fuera ocurriendo.


—No te pongas nerviosa, cariño, pero acaba de entrar en este momento —Natalia sujetó con fuerza las manos de Penélope. Lleva un abrigo negro muy elegante. Se lo está quitando. Traje azul marino y camisa a rayas blancas y naranjas.


—Es él, seguro. Siempre fue tan elegante —dijo con la sonrisa a punto de salirse de su cara.


—Se ha sentado en uno de los sillones de orejas y está mirando hacia aquí ¿Quieres que le invite a acercarse o necesitas más tiempo para prepararte?


Penélope no contestó. Decidió no esperar más y se levantó despacio, segura de sí misma y convencida de lograr recuperar con su amante el tiempo perdido durante su ausencia; pero no tenía ni idea de cuánto había durado esa espera. Se acercó hacia la entrada con aire juvenil y un movimiento alegre de caderas, escudriñando a cada paso los rostros de quienes, a esa hora, empezaban a abarrotar la sala de visitas. Se detuvo, uno por uno, en los que ocupaban los cinco sillones de cuero, pero ninguno se parecía al joven que ella recordaba.


—Vámonos —le dijo a Natalia mientras trataba de arrastrarla por el brazo—. Aquí sólo hay viejos. Alberto es joven y guapo. No ha venido.


Fueron sus últimas palabras. Antes de llegar a su cuarto, la coraza ya había envuelto a Penélope, su boca estaba seca y sus ojos perdidos para siempre en el pozo del recuerdo.