a la enésima tampoco
Por muy oído que lo tengamos, el dicho popular que relaciona al ser humano con piedras y tropiezos reiterados, sigue tan vigente como el día en que se inventó —allá por el jurásico, supongo. Lo que en un principio se referiría —imagino yo— a salir malherido de una lucha contra un felino gigante, a quemarse las manos tratando de colocar un solomillo de antílope en el fuego o a intentar demostrar que la dureza de un cráneo humano es mayor que la de una rama gruesa de roble, se ha ido convirtiendo, con el paso de los siglos, en tropiezos mucho más sutiles.
Ahora, por ejemplo, las piedras se han convertido en columnas de garaje contra las que, una y otra vez, decidimos golpear nuestro flamante vehículo, en programas de Windows que se niegan a ser desinstalados de nuestro portátil y nos obligan a formatearlo por completo, en votos entregados a políticos que nos juraron cumplir un programa imposible, a relatos que escribimos y repiten, una y otra vez, los mismos errores de bulto, y por supuesto, antes, durante y después del resto de coscorrones, nos empeñamos en recuperar las parejas que quedaron rotas en el camino.
Quizá sea esta última la piedra contra la que más violentamente chocamos, pero en contra de lo que dicta la lógica, tenemos una facilidad tremenda para olvidar disgustos, llantos y reproches, nos negamos con la mano sobre la biblia lo que nos han dicho a la cara, en un perfecto castellano, sólo cinco minutos antes. Recurrimos con una frecuencia casi cómica a mentiras del tipo de yonolorecuerdoasí, noquisodecireso, tejuroquevoyacambiar, y lindezas similares que nos sonrojarían por vergüenza ajena si se las escucháramos a una tercera persona. Pero en nuestros labios suenan con naturalidad, cargadas de razón y, las más de las veces, justificando una actitud de perdonavidas: ella (él) se equivocó, pero haciendo gala de mi magnánima benevolencia, voy a darle una segunda (tercera, enésima) oportunidad para rectificar su error. Y volvemos a darnos el batacazo.
Qué le vamos a hacer: sólo somos humanos.Ahora, por ejemplo, las piedras se han convertido en columnas de garaje contra las que, una y otra vez, decidimos golpear nuestro flamante vehículo, en programas de Windows que se niegan a ser desinstalados de nuestro portátil y nos obligan a formatearlo por completo, en votos entregados a políticos que nos juraron cumplir un programa imposible, a relatos que escribimos y repiten, una y otra vez, los mismos errores de bulto, y por supuesto, antes, durante y después del resto de coscorrones, nos empeñamos en recuperar las parejas que quedaron rotas en el camino.
Quizá sea esta última la piedra contra la que más violentamente chocamos, pero en contra de lo que dicta la lógica, tenemos una facilidad tremenda para olvidar disgustos, llantos y reproches, nos negamos con la mano sobre la biblia lo que nos han dicho a la cara, en un perfecto castellano, sólo cinco minutos antes. Recurrimos con una frecuencia casi cómica a mentiras del tipo de yonolorecuerdoasí, noquisodecireso, tejuroquevoyacambiar, y lindezas similares que nos sonrojarían por vergüenza ajena si se las escucháramos a una tercera persona. Pero en nuestros labios suenan con naturalidad, cargadas de razón y, las más de las veces, justificando una actitud de perdonavidas: ella (él) se equivocó, pero haciendo gala de mi magnánima benevolencia, voy a darle una segunda (tercera, enésima) oportunidad para rectificar su error. Y volvemos a darnos el batacazo.