26 de abril de 2007

a la enésima tampoco

fotografía de La Perle


Por muy oído que lo tengamos, el dicho popular que relaciona al ser humano con piedras y tropiezos reiterados, sigue tan vigente como el día en que se inventó —allá por el jurásico, supongo. Lo que en un principio se referiría —imagino yo— a salir malherido de una lucha contra un felino gigante, a quemarse las manos tratando de colocar un solomillo de antílope en el fuego o a intentar demostrar que la dureza de un cráneo humano es mayor que la de una rama gruesa de roble, se ha ido convirtiendo, con el paso de los siglos, en tropiezos mucho más sutiles.
Ahora, por ejemplo, las piedras se han convertido en columnas de garaje contra las que, una y otra vez, decidimos golpear nuestro flamante vehículo, en programas de Windows que se niegan a ser desinstalados de nuestro portátil y nos obligan a formatearlo por completo, en votos entregados a políticos que nos juraron cumplir un programa imposible, a relatos que escribimos y repiten, una y otra vez, los mismos errores de bulto, y por supuesto, antes, durante y después del resto de coscorrones, nos empeñamos en recuperar las parejas que quedaron rotas en el camino.

Quizá sea esta última la piedra contra la que más violentamente chocamos, pero en contra de lo que dicta la lógica, tenemos una facilidad tremenda para olvidar disgustos, llantos y reproches, nos negamos con la mano sobre la biblia lo que nos han dicho a la cara, en un perfecto castellano, sólo cinco minutos antes.
Recurrimos con una frecuencia casi cómica a mentiras del tipo de yonolorecuerdoasí, noquisodecireso, tejuroquevoyacambiar, y lindezas similares que nos sonrojarían por vergüenza ajena si se las escucháramos a una tercera persona. Pero en nuestros labios suenan con naturalidad, cargadas de razón y, las más de las veces, justificando una actitud de perdonavidas: ella (él) se equivocó, pero haciendo gala de mi magnánima benevolencia, voy a darle una segunda (tercera, enésima) oportunidad para rectificar su error. Y volvemos a darnos el batacazo.

Qué le vamos a hacer: sólo somos humanos.

25 de abril de 2007

terminal

fotografía de Saltwater Taffy

La habitación trescientos siete no tiene ventanas a la calle, o por mejor decirlo, al pasillo sobre el que se asoman el resto de cuartos del Big Horn Inn. En el baño, húmedo y pequeño, alguna vez funcionó un sencillo extractor de olores —un ventilador minúsculo incrustado en un agujero de la pared—, que ahora ha sustituido sus aspas por bolas compactas fabricadas con papel higiénico. Ni siquiera tiene uno de esos aparatos de aire acondicionado antiguos y ruidosos, que jamás faltan en los moteles más humildes del Medio Oeste, casi tan omnipresentes como la máquina de los hielos, que en este tugurio dejó su lugar a una pila de aluminio sobre la que gotea un grifo oxidado.
La puerta de la habitación que ocupa el señor Richard H. Weissman, a diferencia de las demás, está al final de un pasillo sin salida, un hueco estrecho y oscuro que separa los bloques tres y cuatro, tapizado con una moqueta despeluchada que algún día fue de un solo color —verde quizá, o azul, no podría asegurarlo.
Cuando decidió retirarse a morir en paz, el señor Weissman no soñó ni por asomo con encontrar un alojamiento tan apropiado como aquel. Tuvo que sobornar a Mike, el recepcionista, y a la camarera de habitaciones, una chicana pequeña y preciosa que respondía al nombre de Trinidad, para que no asomaran la nariz por allí, —no quiero que me limpien el baño, que me cambien las sábanas o que oreen la habitación, algo que, por otra parte, supongo físicamente imposible —había dicho con su sonrisa sarcástica mientras dejaba doscientos dólares para cada uno sobre el libro de firmas.
La noche en la que llegó —hace ahora quince días— Richard dejó pagados dos meses por adelantado, a pesar de que el doctor Mainer, el oncólogo más optimista de cuantos había conocido en su periplo de casi dos años, de clínica en clínica, no le auguró más que tres semanas de vida, cuatro a lo sumo. No era la primera vez que Robert Mainer enviaba a alguien a dar, como él decía, el último paseo, y por eso sabía muy bien lo que un enfermo terminal necesitaba cargar en su mochila.
Le preparó seis cajas de morfina con veinticuatro dosis cada una, suficientes para evitar el más mínimo sufrimiento en la etapa final, tres más de Tramadol para los primeros dolores agudos —los que acompañarían a la descomposición lenta del hígado—, otras tres de Metoclopramida, con dosis individuales que podría disolver en una taza de té cuando aparecieran las náuseas, y por último, en un pastillero de plata que él mismo le había comprado en un puesto del Soho, una única dosis letal de algo que no quiso confesar, pero que le aseguró sería indoloro y fulminante.
Todas las habitaciones del Big Horn Inn disponen, cómo no, de aparato receptor de televisión, Biblia en el cajón de la mesilla y una guía telefónica con la mitad de las páginas arrancadas. Todas menos la trescientos siete, de la que el señor Weissman, por sugerencia de su médico, solicitó —otros doscientos dólares a cambio— que se retiraran. Este último viaje debía hacerse en completo aislamiento exterior, salvo por las tres comidas diarias que Trinidad se encargaba de dejar junto a la puerta.
Lo único que Robert Mainer le pidió a cambio —igual que al resto de sus paseantes— fue un permiso por escrito para realizar la autopsia del cadáver, que junto a uno de sus ayudantes, se encargaría de recoger personalmente cuando llegara el momento. Eso y un compromiso verbal de no revelar a nadie el lugar al que le habían llevado, ni el motivo por el que estaría allí.
En el paquete que preparó el doctor, además de los medicamentos y el papeleo legal, se incluía un teléfono móvil un tanto peculiar, en el que las teclas de los números habían sido sustituidas por un único botón, un círculo rojo que debería pulsar justo después de ingerir la pastilla final. Esa sería la señal.
Richard H. Weissman, al que llamábamos cariñosamente Rick, había regentado durante cuarenta años un pequeño restaurante judío en el West Side, a dos manzanas de la comisaría diecisiete, desde la que estoy redactando el informe policial.
Cuando le diagnosticaron el cáncer hepático —el día de Halloween de hace dos años—, Rick ya había cumplido los setenta. A partir de ahora —decía con voz seria —no voy a tener más remedio que cobraros al contado, por si palmo antes de que saldéis vuestras cuentas. Supongo que de tanto verlo a la hora de comer, le considerábamos casi uno de los nuestros. Y quizá también por eso se ofreció a colaborar con nosotros en la detención.


Ayer, miércoles diecisiete de junio de mil novecientos noventa y siete, a las diecinueve horas y quince minutos, Richard H. Weissman, de setenta y tres años de edad y residente en Nueva York, falleció en el Big Horn Inn, un hotel de la carretera sesenta y seis, en el estado de Alabama, por la ingesta de un veneno mortal que le suministró su médico, el doctor Robert L. Mainer. Cuando el acusado, acompañado por uno de sus ayudantes, se personó en el citado hotel con intención de llevarse el cadáver del señor Weissman, fue detenido por los agentes Harper y Medina, adscritos a la comisaría diecisiete de Nueva York, desplazados hasta Alabama para tal fin, junto a dos agentes de uniforme del mismo distrito y una patrulla de carretera. Los cargos que se han presentado contra el doctor Mainer son, entre otros, los de inducción al suicidio, prescripción indebida de medicamentos, transporte ilegal de cadáveres y, si la investigación lo corrobora, tráfico ilegal de órganos humanos.


Después de leer en voz alta el informe, Rick ha descorchado una botella de su mejor vino kosher para los compañeros y una de agua Perrier —la quimioterapia no le permite otra cosa— para él. Antes de brindar con nosotros, mientras jugaba entre los dedos con un pequeño pastillero de plata, ha dicho:
—Si de verdad estuviera muerto, esta situación no me resultaría tan tremendamente graciosa.

11 de abril de 2007

narguile

fotografía de Joe in France

Juan se ha quedado solo en el salón de Casa Hassan, recostado en la esquina del fondo, junto a la chimenea, sobre los cojines azules y rojos con remates de hilo dorado. Frente a él, sobre la mesa de madera y latón en la que aún descansa la tetera, Abdul acaba de colocar su narguile favorito —una pipa de plata con inscripciones en caracteres árabes—, antes de salir de nuevo para despachar al último de los huéspedes, un suizo que no para de dar las gracias mientras dispara a discreción con su diminuta cámara digital.
Ya no queda nadie en el hotel, y son pocos los que aún deambulan por la medina. La lluvia torrencial de anoche y el aviso de tormentas fuertes que la radio y la televisión se encargaron de difundir, devolvieron a los turistas a sus autobuses, coches y autocaravanas, camino de Ceuta y de la protección del mundo occidental —más preparado para calamidades meteorológicas— que les llama desde el otro lado del Estrecho.
No es la primera vez que Juan pasa la noche en ese pequeño hotel de Chaouen —al que considera ya casi su petit palais marroquí—, sobre todo desde que descubrió por casualidad que el dueño, Abdul, cumplía años el mismo día que él. Hace tiempo que lo celebran juntos, desde que la curiosidad llevó a Juan a querer conocer su pueblo natal, en el que su padre había servido como sargento del ejército español. De todas formas, hoy todo le parece diferente, como si la soledad provocada por la tormenta imprimiera a la estancia un filtro color sepia, parecido a la fotografía que preside la recepción: Abdul, recién nacido, descansa en brazos de su madre —muerta pocos días después— bajo la mirada atenta de Hassan, su padre, que también falleció por aquella época. Rara vez hablan del tema, a pesar de que la madre de Juan también murió poco después del parto y ambos se han criado con los abuelos.
—¡il y a trois ans, Abdul! —grita Juan incorporándose, mientras su amigo cierra el portón azul añil, que les protegerá durante horas del mundo exterior. Cuando las celosías y contraventanas logren convertir la casa en un refugio a salvo de miradas curiosas, encenderán la pipa de agua y fumarán juntos hasta el amanecer. Esperándola.
La lluvia suena ya en la montera de cristal que corona la estancia, se cuela poco a poco por las juntas de los marcos y comienza a resbalar por los canalones que descienden hasta el desagüe central del patio. Abdul regresa con el cestillo de mimbre en el que guarda las piedras de carbón, los fósforos y el saquito de hashis, dispuesto a dar comienzo a ese ritual heredado de sus ancestros y que les une, desde hace tiempo, el día de su cumpleaños. Juan alimenta de nuevo la pequeña chimenea de hierro con dos raíces de olivo, aunque sabe que no logrará ahuyentar del todo ese frío húmedo que invade la casa desde hace días. Sobre las brasas incandescentes, coloca con cuidado una de las piedras negras, que no tarda ni dos minutos en adquirir la temperatura suficiente para encender la primera bola de hashis, de la que ambos comienzan a fumar, a base de caladas lentas y profundas que van inundando la habitación de un humo blanco, denso y cálido.
Tres años atrás, en ese mismo salón donde hoy charlan recostados junto a la chimenea, delante de la misma pipa de plata repujada en la que ahora fuman, Juan tuvo una visión. Abdul nunca le ha creído —al menos eso es lo que dice—, y achaca la fantasía a los efectos alucinógenos del cannabis, pero para él fue tan clara y tangible como las facciones marcadas de su amigo que ahora tiene frente a su cara. Según relata Juan, una mujer joven, de rasgos árabes y una belleza que es incapaz de definir con palabras —pero le sigue erizando el pelo cuando la recuerda—, apareció aquella noche de lluvia, tormentosa como la de hoy, cuando Abdul dormía ya mecido en brazos del hashis. Iba descalza, cubierta por una túnica de color café hasta los tobillos y tocada con un pañuelo del mismo tono, del que se desprendió para dejar caer sobre los hombros una cabellera larga y oscura como el azabache. No dijo nada; se limitó a depositar en la bandeja del narguile un pequeño corazón de plata, que se fundió en el acto y pasó a formar parte de la pieza —aunque Abdul, cuando lo vio al día siguiente, aseguró que siempre había estado allí.
Durante tres años, tal día como hoy, bajo una tormenta de características similares, la historia se ha repetido de forma casi idéntica, y ahora son tres los corazones —uno por cada aparición— que decoran la base de esa pipa de agua, de ese narguile de plata que Abdul guarda con devoción, mientras sigue negando a su amigo los supuestos hechos fantásticos, escudado siempre en la fascinación provocada por el cannabis. Hoy, ambos cumplen los cuarenta.
Juan está más nervioso que otros años. Sabe que sólo queda un hueco en la bandeja y que el cuarto corazón, cuando aparezca, será el último, por eso se empeña como nunca en que Abdul le traduzca la inscripción que rodea la base de la pipa. Sospecha que algo va a ocurrir, y que su amigo no le ha contado todo lo que sabe. Lo que cree que sabe.
La lluvia arrecia y la montera de cristal tiembla como si fuera a desplomarse, el desagüe casi no da abasto para evacuar toda el agua que desciende con violencia por los canalones, mientras la pipa sigue inundando de humo la habitación y el cerebro de ambos hombres. Asustado, igual que Juan, Abdul accede por fin a confesar el contenido del mensaje.


Cuatro tormentas, cuatro años antes de cumplir los cuarenta, traerán cuatro corazones a cuatro almas que los perdieron.

En el mismo instante en que Abdul termina de recitar la traducción, la mujer de túnica marrón y cabello azabache atraviesa la nube de humo con el corazón de plata sobre la mano extendida, lo deposita con cuidado en la bandeja y el proceso de fundición se repite por última vez.
Ahora Juan lo ha entendido todo. Se abraza a su hermano y ambos besan a su madre antes de que ésta desaparezca para siempre. Hassan, al fin, la ha perdonado.