7 de noviembre de 2007

El último vuelo

Fotografía de Hansbrinker

Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos. (¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente encima de un helado. Pero soy un gordo feliz.
No estoy loco ni atravieso crisis alguna de identidad, la grasa en la que nado bajo la piel aún no ha invadido la materia gris que sustenta mis emociones y mi razón. Simplemente estoy vivo, disfruto de mis sentidos con plenitud de facultades y, por encima del resto de placeres a los que me entrego sin mesura, soy capaz de volar.
El vuelo al que me refiero no es del tipo de los que se experimentan a lomos de un potro lisérgico —aunque con menos años, he cabalgado a galope tendido en todo tipo de animales y vehículos reales e imaginarios—, hablo de volar en el sentido más literal de la palabra, de elevar mi cuerpo a muchos metros del suelo y desplazarme en las tres dimensiones físicas del espacio, de emular a los pájaros en ascensos y picados vertiginosos, que harían palidecer de envidia a gaviotas y petreles.
Mi bautismo aéreo consistió en un recorrido breve y atropellado entre las mesas del restaurante chino de la esquina, después de ganar una apuesta estúpida a otros tres comedores compulsivos de rollitos primaverales. Cuando intenté correr hacia el baño para deshacerme de los siete últimos cilindros aceitosos, los pies se me despegaron del suelo y comencé a chocar con las mesas que se ponían a mi paso. Nadie se percató entonces de mi torpe vuelo y, salvo el propietario, que me invitó amablemente a no volver a pisar jamás su local, el resto de comensales se fijaron más en el destrozo producido al aterrizar contra el cuadro de la cascada móvil que en el hecho de que mi cuerpo —atlético entonces, quién lo diría viéndome en este estado— llegara hasta la puerta del baño sin rozar una sola de las baldosas rojas y brillantes como la bandera de Mao. A mí me sorprendió, es cierto, pero evité darle más importancia y lo atribuí también al empacho de vegetales enrollados.
Desde aquel día he ido perfeccionando la técnica al tiempo que mi peso aumentaba de forma exponencial. Un asado de vaca en casa del flaco Valladares, un par de semanas después del episodio asiático, me permitió asimilar con más calma esta extraña cualidad recién adquirida: podía dirigir sin demasiados errores el movimiento del cuerpo en vertical y en horizontal, podía acelerar o frenar —tarde lo de frenar, se quejó entonces el perro cuando caí sobre él— mediante ligeros movimientos de los brazos, me estaba convirtiendo en un giróscopo móvil con capacidad para volar. Pero también noté que las alas se me cortaban demasiado deprisa, a la misma velocidad con la que la digestión hacía su trabajo. Y eso me obliga desde entonces a comer sin apenas interrupción. La comida se ha convertido en mi principal entretenimiento, al menos cuando estoy en tierra.
Las grasas polisaturadas están resultando ser uno de los mejores querosenos, junto con la carne roja, que me proporciona más altura y autonomía que ningún otro alimento sólido —los líquidos carbonatados facilitan los despegues, pero su efecto desaparece segundos después—, aunque son las verduras y la fruta las que añaden suavidad a los giros y me permiten afrontar con precisión casi milimétrica los aterrizajes más complicados.
Hace meses que no puedo andar más de veinte pasos; según el médico que me visita cada semana estoy al borde de un colapso arterial por acumulación de grasas, dice que me muero, que no tengo más remedio que bajar las dosis de fritanga que tanta altura me proporcionan y conformarme con vuelos más domésticos, más frutales, pero sigo sin hacerle caso: quiero subir más y más, hasta el cielo si es que existe. Por ahora he tenido que mudarme a la azotea, porque ni puertas ni ventanas permiten ya el paso de esta mole grasienta de casi media tonelada, y además puedo despegar desde el pretil sin necesidad de atiborrarme de Coca-Cola.
Mañana lo voy a intentar. Llevo una semana sin probar frutas ni vegetales, acumulando grasa líquida y proteínas, sin levantarme un centímetro del suelo para no hacer más gasto del imprescindible. Sólo cargo los tanques para el viaje final. Aprovecharé alguna de las térmicas que se forman al caer el sol y comenzaré a subir en espiral como he visto hacer tantas veces a los buitres, seguiré ascendiendo durante la noche y el amanecer, despacio, ahorrando toda la energía que pueda, sin prisa, disfrutando del viaje, maravillándome con las vistas de madrugada, despidiéndome en silencio de esta desmesura en la que me había convertido. Volando por encima de las nubes, hasta que logre tocar el cielo.