28 de mayo de 2007

la mar salada

Fotografía de Evinsky

A Yolanda le encanta bañarse desnuda y dejarse mecer por las olas del Atlántico. La espuma, salada y densa, se le cuela por la nariz y le provoca estornudos cálidos y rebosantes de plancton, que atraen a pequeños peces, moluscos y bivalvos, de los que suelen alimentarse las doradas. Si algo le gusta a un tiburón, además de asustar a los bañistas, es una dorada bien alimentada, rolliza y con el vientre repleto de cangrejos, ostras y calamares.
Yo soy de secano —manchego, para más datos—, pero desde hace años nado entre los escualos del Estrecho y mordisqueo, igual que ellos, los muñones más sabrosos de la mar oceana.

23 de mayo de 2007

para siempre

fotografía de Wylie Maercklein

Todos se han ido ya. Todos menos ella. Ni siquiera la vergüenza pasada ha logrado desdibujar de su rostro el gesto de felicidad con el que, hace dos horas, cruzó el umbral de la capilla camino del altar. Sólo ella sabe que no la ha abandonado, que su madre se equivoca cuando dice que jamás debió comprometerse con un cómico, un vividor que acabaría por arruinarle la vida. Tampoco su padre lleva razón al afirmar que su pasado mujeriego, tarde o temprano, saldría de nuevo a la superficie. Ninguno de los invitados ha tenido la paciencia de investigar, radio en mano, las consecuencias que la explosión de gas ha podido dejar en su edificio. A pesar de que la televisión no deja de repetir su nombre, encabezando la lista de víctimas, nadie se ha parado a pensar en ese final trágico. Los crápulas nunca son inocentes.
Sólo ella le esperará. Para siempre.

campanas

fotografía de Darco TT

Tocan a muerto mientras Martín, casi sin resuello, sube de tres en tres las escaleras que llevan al campanario. Seis largas de la grande, seis de la pequeña (la de maitines y duelos), un compás de espera y vuelta a empezar: seis largas, igual de graves pero más sonoras, mucho más fuertes.
—Si vuelves a llegar tarde, no tendrás que preocuparte más por madrugar: le daré tu puesto a Fabián; hace años que lo merece mucho más que tú —el párroco amenaza con la mano en alto y lleva en el rostro esa expresión tan suya de no-vuelvas-a-repetirlo.
—No se repetirá, Padre, se lo juro. La vaca se puso de parto anoche y no hemos salido del establo hasta ahora mismo. Pregúntele a mi madre si no me cree.
Martín sabe que doña Asun no es su madre. Aunque sea un poco lento o, como dicen las viejas, un inocente, tuvo la suerte de que lo adoptaran; no como Fabián, que vive aún con el párroco y no tiene quien le limpie los mocos. Ninguno de los dos muchachos sabe leer ni escribir, pero ambos conocen de memoria el funcionamiento del campanario, los distintos toques, las frecuencias y repeticiones que corresponden a cada acontecimiento. Es casi lo único que saben hacer.
Faltan cuatro días para la Ascensión, patrona del municipio y fiesta mayor con verbena y concurso de pasodobles en la plaza. Será el domingo y habrá que triplicar el trabajo: maitines a las seis —doce toques cortos de la pequeña—, misa a las once y las doce, con un último aviso para rezagados a las doce menos cuarto, y repique a fiesta cada dos horas desde la salida de misa hasta las seis.
Martín se hace la composición de lugar mientras toca de nuevo a muerto. Ya son seis en este mes, los dos últimos, ayer y hoy. Nadie se atreve a decirlo, pero la gente está preocupada. Don Blas, el practicante, le ha confesado al alcalde que no sabe casi nada sobre el motivo de fallecimientos tan repentinos, casi súbitos, y nadie habla abiertamente del tema; la fiesta mayor ha de celebrarse, pase lo que pase.
Amanece un nuevo día y de momento las campanas descansan, igual que Martín, a la espera de acontecimientos. Los operarios que llegaron ayer desde la capital aprovechan los primeros rayos de sol para terminar de desayunar en el bar y montar el escenario con la pista de baile, colocar farolillos y cargar las cámaras con vinos, cervezas y refrescos. Uno de los electricistas se acaba de desplomar desde lo alto de una escalera. Está muerto. Antes de que el juez de paz llegue a levantar el cadáver, Fabián está ya en la plataforma y sujeta con ambas manos la soga de la campana mayor.
La primera tanda de seis largas saca a Martín de la cama y lo lanza, casi a medio vestir, a una carrera frenética camino de la iglesia. Antes de que alcance la base del campanario, la última serie de las pequeñas ha terminado. Cuando se cruzan por la estrecha escalera de caracol, Fabián intenta esconder bajo su camisa una caja de raticida, mientras anuncia orgulloso que el puesto de campanero ya es suyo.
La imagen de la virgen abandona el templo a hombros de los quintos, mientras el resto de vecinos, con el párroco y el alcalde a la cabeza, conforman una hilera humana que serpentea en silencio tras el paso procesional. Martín no forma parte de ese grupo. Lleva dos días sin salir de la cama, maldiciendo la pérdida de su puesto de campanero y sin parar de preguntarse cómo logró Fabián una anticipación tan exacta, tan calculada, tan perfecta.
Sólo hay una forma de adelantarse a Fabián. Martín se sabe incapaz de matar a nadie —y ni siquiera relaciona el raticida con la posibilidad de que su rival sí lo sea—, pero no concibe la vida sin la única misión para la que se siente preparado. Hoy ha madrugado más que nunca, y tras los maitines, con el eco agudo de las últimas campanadas todavía rebotando en los muros de la capilla, espera a que Fabián descienda de la plataforma, escondido detrás del confesionario. Ha subido despacio, no se vaya a despertar el párroco, y en cada escalón repite mentalmente la serie con la que reivindicará, para siempre, su carrera de campanero.
Seis largas de la grande, seis de la pequeña (la de maitines y duelos), un compás de espera y vuelta a empezar: seis largas, igual de graves pero más sonoras, mucho más fuertes.
Desde el pretil, Martín sonríe mientras se deja caer de espaldas al vacío.

15 de mayo de 2007

bueno para nada

fotografía de C.A.R.F.

La madre de Julián no ha dejado de llorar en toda la noche. Yo, de momento, no me he atrevido a entrar ─llevo horas inmóvil bajo el alféizar de la ventana, encogido y con los músculos adormecidos─, porque soy también de lágrima fácil, y terminaría abrazado a ella en un llanto constante, caudaloso, capaz de llenar en instantes un balde de los grandes. Ella no sabe que fui yo quien lo mató; jamás imaginaría que el mejor amigo de su hijo ─ese botarate bueno para nada─ ha sido quien la ha librado de esa carga, esa rémora que estaba terminando con su vida y con su hacienda. Ya estamos solos. Ella y yo.
Quizá ahora me permita llamarla mamá.

Microcuento finalista en el concurso "Apadrina una palabra" de la Escuela de Escritores

9 de mayo de 2007

¿dónde estás?

Fotografía de Kevin White



Hoy tampoco te he visto. He comenzado buscando en la carpeta de personas olvidadas, dentro del disco de errores superados, aunque antes de empezar ya sabía de sobra que no estarías allí. Después he saltado de unidad y me he dirigido directamente al bloque de casos imposibles; he entrado con miedo, como siempre, y tras el obligado ordenamiento alfabético, filtrado de intentos multi-repetidos y eliminación automática de errores de género y número, tan frecuentes desde hace tiempo, he comprobado —mientras una sonrisa estúpida me estiraba las mejillas— que allí tampoco estabas. Menos mal. Mientras escribo estas líneas, el buscador automático recorre el resto de unidades tratando de dar contigo. Yo seguiré aquí un poco más, no sea que aparezcas de nuevo en archivos temporales y no pueda copiarte a tiempo. Si lees este mensaje, te rogaría que dejaras unas palabras en el bloc de notas, aunque sólo sea para saber que no te has cambiado de servidor. El dominio compartido, si no te importa, prefiero conservarlo, aunque esté vacío.

la rosaleda

fotografía de SnowRiderGuy

Martín empuja con fuerza el portón de hierro de La Rosaleda, muchos años después de haber cruzado ese mismo umbral en sentido contrario. El óxido acumulado en las bisagras se encarga de emitir un chirrido agudo y monótono, una queja sonora que se suma a la resistencia física a ser abierta, como si una simple puerta, por pesada y grande que fuera, se creyera capaz por sí sola de proteger a los fantasmas de aquella finca abandonada.
El sudor comienza a traspasarle la chaqueta, las manos le tiemblan y apenas se ve capaz devolver la puerta a su posición inicial, aterrado como está ante la idea de que le hayan descubierto. Quizá nadie le ha visto extraer del cajón del abuelo las llaves, tal vez sólo son imaginaciones suyas provocadas por un miedo irracional, es posible que aquella furgoneta azul que se ha clavado en el retrovisor de su coche durante kilómetros no tenga nada que ver con la familia Solís, ni tampoco con esta finca en la que está entrando con sigilo, como si fuera un ladrón. Aún así no puede evitar una sensación de prudencia exagerada, una cautela desmedida que le agarrota los miembros y las ideas.
La parra virgen que cubre la pérgola de la entrada ha adquirido ya el tono encarnado, casi carmín, que avisa de la inminente llegada del otoño. Las hojas acumuladas durante décadas en el suelo se encargan de ocultar el escudo familiar, esa losa de mármol tallado que colgó durante años —en forma de escudo de terciopelo— de la pechera de su blazier, motivo de numerosas burlas y algún que otro cachete por parte de los demás colegiales, que le apodaban cruelmente Capitán Solís.
Durante unos segundos duda si destaparlo o no; comienza hurgando suavemente con sus zapatos italianos recién estrenados, pero al final desiste, no vayan a despertarse antepasados frente a los que se sentiría como un extraño, como un ladrón trajeado invadiendo la propiedad ajena.
Los pasos de Martín, más tranquilo ya, casi diría hipnotizado por el entorno familiar que le arropa, se dirigen ahora por el camino de albero que serpentea entre los cipreses centenarios —esos guardianes gigantescos que tanto le asustaban en su infancia— sin prisa por llegar ante la puerta principal de la casa; de su casa.
El camino desemboca en una pequeña plazuela circular con una fuente en el centro, sobre la que descansa una estatua de querubín alado que sostiene en su mano, a modo de espada, una rosa plagada de espinas afiladas. El ángel mantiene la cabeza gacha y apunta con la otra mano hacia la puerta principal del palacete, un edificio de piedra y madera, construido —según contaba la abuela Pura— con los bloques sobrantes del Monasterio del Escorial.
Decide seguir adelante. Sólo se detiene frente a la fachada sur, en cuyas escaleras de granito solía pasar horas —incluso días enteros— leyendo alguno de los miles de volúmenes que poblaban la biblioteca del ático. Se ha sentado un momento en la mecedora de mimbre y enea que utilizaba su abuelo, ha cerrado los ojos y ha aspirado con fuerza por la nariz hasta inundar sus pulmones con el aroma cercano de las Blue Bourbon —sus rosas favoritas—, y cree escuchar cómo cantan los jilgueros de pechera encarnada, que su tío Julián trajo desde Madagascar, el sonido de los cascos de los caballos entrando al paso en la cuadra, las pisadas de las botas de mamá, el olor a cuero empapado en sudor, el brillo de los herrajes que frotaba su madre, cada tarde, hasta dejarlos como nuevos.
Ese recuerdo materno le despierta sentimientos olvidados y le obliga a abrir los ojos, a volver a este siglo y a retomar su misión, aunque realmente no sabe muy bien por qué ha vuelto. Abandona la mecedora y rodea la casa en sentido oeste hasta plantarse frente a la rosaleda, el único lugar cuya puerta no se atrevió a traspasar.
Mientras vivió en la finca, jamás se le permitió discutir con los adultos; las normas estaban para cumplirlas, nunca para discutir si eran o no razonables; no se buscaban porqués ni se pedían explicaciones: las órdenes del abuelo se cumplían y punto.
Al cruzar la cancela de madera que permite el acceso al jardín privado de Don Miguel, el camino cambia el albero por una estrecha lengua de grava blanca, miles de piedras pequeñas y redondas, que resaltaban en su día el abanico multicolor de los cientos de rosales plantados, uno a uno, por el bisabuelo Solís. Ahora, esas piedras semienterradas entre hierbas altas y hojas caídas, apenas mantienen una pizca de aquel color brillante que deslumbró a Martín años atrás, que le hacía pensar en minúsculas canicas brillantes que se encendían durante la noche y protegían el rincón secreto de su abuelo: la rosaleda.
Por primera y última vez, se atreve a pisar aquel camino y lo hace con respeto, casi con miedo, adentrándose entre macizos asilvestrados de Baccará rojo geranio, que apenas le permiten avanzar, se le enganchan en la americana y sus espinas le arañan la cara y los brazos hasta hacerle sangrar. Se ha quitado la chaqueta negra que lució esta mañana en el funeral, ha envuelto con ella su brazo derecho y la utiliza como improvisado machete, abriéndose paso por lo que antaño fue un pasillo de pequeños arbustos de Gallica amarilla, convertido ahora en una masa informe y multicolor, de la que emana un perfume espeso y entremezclado, un aroma penetrante de efecto casi somnífero.
Al cabo de unos minutos de lucha desigual, la gran densidad que el abandono ha concedido a rosas, ramas y hojas, logra formar una cúpula casi opaca, que convierte el camino en algo similar a un túnel oscuro forrado con alambre de espinos, una especie de pesadilla que habría hecho desistir del paseo al aventurero más aguerrido. Pero Martín no se plantea siquiera detenerse.
Han pasado más de veinte años desde la última vez que alguien atravesó este camino empedrado. Fue el día en que murió la abuela Pura, y Don Miguel, tras cerrar con llave la cancela de madera, juró ante Dios que nadie más entraría en la rosaleda mientras él viviera. Y parece que lo ha cumplido.
Empapado en sudor y con el cuerpo repleto de arañazos, Martín comienza a sucumbir al empeño, se mueve despacio, agachado bajo las ramas de Cabbage que le hacen jirones la camisa y con los ojos medio cerrados por la somnolencia que le produce ese perfume casi sólido. Ya de rodillas, sin voluntad de rendirse pero exhausto y dolorido, decide descansar un rato antes de seguir adelante, consciente de que quizá tampoco tiene fuerzas para retroceder.
Frente a la puerta de la finca, dos individuos esperan de pie junto a una furgoneta azul. Uno de ellos, el más alto, habla por su teléfono móvil mientras el otro, enfundado en un mono azul de trabajo, examina con la vista la altura de la verja —una estructura formada por barrotes de hierro de unos tres metros, coronados por remates con forma de punta de lanza. Tras acercarse hasta la valla, intenta sin éxito zarandearla y decide volver hasta la furgoneta, cabizbajo y resignado.
Cuando despierta, Martín comprueba que se ha hecho de noche. El frío serrano del otoño se le agarra a los huesos y le hace temblar como a un bebé, pero no tiene fuerzas para moverse y se abandona de nuevo al sueño, arropado por el aroma familiar de la Dammask de otoño. Se ha cubierto con lo que queda de la chaqueta y se adentra soñando en un paseo —con medio siglo de retraso— por ese mismo jardín que es ahora su cárcel vegetal.
Sigue dormido, con los ojos cerrados, pero puede ver con claridad el camino de grava limpia bajo sus alpargatas blancas de esparto. Los rosales almizcleños que bordean el empedrado están en plena floración y le envuelven en una nube perfumada que identifica de inmediato. Se dirige entonces hacia un parterre repleto de Garnette color magenta, tras el que escucha risas y conversaciones que le resultan cercanas y familiares. Atraviesa un arco de Kordess Perfecta y entra en un rectángulo de hierba recién cortada, cubierto por una carpa de lona. En el centro, un poste de madera sujeta la tela, que permanece atada por sus cuatro esquinas a otros tantos rosales viejos. Junto al poste, alrededor de una pequeña mesa de mármol, su madre y su tío Julián toman el té y escuchan a una cría de jilguero que lanza sus primeros trinos dentro de una jaula de bambú; los abuelos, mientras, recortan con cuidado unos tallos de Baccará rojo geranio.
La enfermera que le ha traído la sopa reconoce no saber nada sobre rosas, pero se afana por colocar las tres docenas de flores rojas en un jarrón de plástico, que ha apoyado junto a la ventana de su habitación. Es ella la que le ha contado que fueron los jardineros quienes le encontraron desmayado, cerca de la cancela, mientras comenzaban a desbrozar el antiguo jardín de los Solís.
Cuando despertó esta mañana, escuchó al médico decir que llegó al hospital sin conocimiento, en la trasera de una furgoneta azul, pero abrazado con fuerza a un ramo enorme de rosas. Según sus palabras, presentaba un cuadro de hipotermia severa, un principio de intoxicación aún por determinar y casi se había desangrado por culpa de los arañazos que le cubrían el rostro, la espalda y los brazos.
Al terminar de comer, Martín ha inhalado con fuerza el aroma de las Baccará, se ha recostado en la cama articulada y se ha quedado profundamente dormido; esta vez, con una amplia sonrisa en los labios.