31 de enero de 2008

terminal cuatro

Fotografía de Alex Pérez

Minerva34 se ha levantado hoy una hora antes de lo habitual, lo que en general no parecería gran cosa si no fuera porque para ella, de lunes a sábado, el hábito implica dejar la cama a las cuatro y media de la madrugada, para acudir puntual a su trabajo en la cafetería de la nueva terminal. De camino a Barajas, repasará una vez más el poema que anoche no logró asimilar, y cuando llegue aprovechará el tiempo robado al sueño para tratar de contestarle —el cibercafé, como la mayoría de las tiendas libres, no cierra en toda la noche—, aunque aún no está segura de si él acudirá. El suelo de la cocina está frío, como cada noche al levantarse, y mientras la ducha le devuelve parte de la realidad perdida entre las sábanas, el café ya ha llenado con su aroma los escasos veinte metros de la buhardilla.
Cuatro horas después, Valiente106 unta sin prisa las tostadas integrales con una margarina rica en oleonosequé —el médico le ha prohibido acercarse siquiera a las grasas animales—, les añade la mermelada baja en calorías y, aprovechando que María se distrae atusando el uniforme a las gemelas, deja caer una cucharada de azúcar en el descafeinado, lo revuelve sin ruido y se acerca distraído hasta la mesa del ordenador. Si ha contestado, mentirá diciendo que hoy vienen los americanos y que tendrá que acercarse a por ellos. El vuelo —ayer tuvo la precaución de comprobarlo— llegará a la terminal cuatro según lo previsto, y como a esas horas el tráfico suele estar fatal, prefiere invitarles a comer en el mismo aeropuerto. A fuerza de repetirlas, las excusas suenan en su voz más naturales que la verdad.
En el autobús nocturno, durante cerca de media hora, se mezclan sin confundirse los viajeros madrugadores y los trabajadores de la terminal. Los primeros repasan con nervios ilusionados una multitud de papeles, documentos y guías de viaje, billetes y pasaportes perfectamente ordenados en riñoneras de piel que se ciñen como lapas a sus barrigas orondas. Los segundos —todos salvo Minerva34— aprovechan para recuperar minutos a un sueño rácano, desubicado, del que no lograrán deshacerse, con suerte, hasta bien pasado el mediodía. Ella también sueña, despierta, con una relación ficticia que sólo conoce por las telenovelas, con unas manos fuertes y cariñosas que la acaricien despacio desde el amanecer, con esa verja blanca de madera que cierra el pequeño jardín en el que crecerán, junto a sus hijos, rosales enanos y trepadores. A punto de cumplir los cuarenta, se imagina en ese mismo autobús ojeando una guía ilustrada de las ruinas precolombinas, mientras Valiente106 le rodea con suavidad la cintura y la besa en el cuello, camino de una larga luna de miel.
La rosa, roja, la ha cogido del ramo que adorna la recepción del hotel, igual que ha hecho otras veces, y seguro como está de lograrlo, reserva ya la habitación a nombre del doctor Vilafont, recién llegado en el puente aéreo y sin tiempo para pernoctar en la capital. Fue ella quien sugirió el detalle de la flor, aunque la suya será blanca y lucirá firme —como un faro guía que le atraiga hacia su luz— en la solapa del traje negro que Marina, la dependienta mulata que regenta una pequeña boutique en la dutifrí, le ha prestado para la ocasión. Ha sido la caribeña la que le ha recomendado el poema de Martí, que tampoco entiende muy bien, como el de anoche, pero que su amiga le asegura cargado de entrega y sensualidad; ella también se ha tomado la tarde libre y andará por ahí, rondando el restaurante, actuando una vez más como carabina en la sombra, por si la cita cibernética resulta mal —por si no resulta.
A las dos y media, ante a un espejo gigantesco, recién duchada y con el Armani negro a medio abrochar, Minerva34 dibuja con precisión de delineante el contorno granate de sus labios, igual que ha visto hacer docenas de veces a sus heroínas de culebrón, mientras la mujer que se maquilla frente a ella la mira y esboza una sonrisa tímida, nerviosa. La mesa del restaurante no estará lista hasta las tres, pero desde la puerta se puede ver casi toda la barra. Nadie lleva encima una flor. En la puerta de embarque diecisiete se anuncia la salida inminente del vuelo con destino a Cancún. Entre la multitud de parejas que arrastran maletas hacia la entrada, Valiente106 permanece inmóvil con el teléfono pegado a la oreja. Un hilo de sudor fino y caudaloso le atraviesa la frente y desciende brillante hasta la punta de la nariz. A sus pies, una rosa roja se deshace bajo las ruedas de los carros de equipaje y al otro lado del hilo, con la PDA sobre la mesa, María le recita, entre lágrimas, un poema de Martí.