30 de septiembre de 2006

secretos de familia

Fotografía de Patrick Schulze

Me llamo Nathaniel McNealy, tengo noventa y dos años y estoy muerto. Morí cuando sólo tenía doce, así que mi vida terrenal ha sido más bien corta. La otra, en cambio, ha sido larga y, por qué no decirlo, tremendamente aburrida.

Así, de primeras, puede que esta afirmación te extrañe, e incluso es probable que pienses que estoy loco de remate, pero como todas las historias, ésta tiene una razón de ser, que te detallaré gustosamente mientras te quito las esposas. Ante todo, no te asustes por lo que vas a escuchar, pero te aseguro que es cierto de la primera a la última palabra.

Vivo en Waterford, Irlanda, en un castillo que pertenece a mi familia desde hace siglos. En Oldcourt, que así se llama el castillo, también viven mis cuatro hermanos, mis padres, mis abuelos y varias generaciones de tíos, primos y parientes en general, aunque en realidad ninguno vive de verdad; ellos también están muertos.

Para aclarar un poco este aparente sinsentido, debo remontarme al año de nuestro señor de mil quinientos cuarenta y cuatro, durante el reinado de Enrique VIII. Mi antepasado William McNealy, duque de Cardiff, ejercía por aquel entonces como alguacil mayor del reino, lo que le otorgaba la potestad (y también la obligación) de perseguir y condenar a muerte a toda mujer sospechosa de practicar la brujería.

En aquella época, mi familia gozaba del respeto y la admiración de gran parte de la corte, pero también éramos blanco de las iras y maldiciones del pueblo llano, entre el que teníamos una merecida fama de crueles ejecutores. Con más de doscientos casos resueltos (al decir resueltos quiero decir consumidos en la hoguera), William McNealy se había convertido en el peor de los azotes para las aldeas irlandesas.

A estas alturas de mi vida, o de mi muerte, según se mire, debo reconocer que mis antepasados confundían con brujería cualquier caso de epilepsia, depresión, histeria o simple dolor crónico, por lo que imagino el terror con el que la población recibía la visita de los soldados de su majestad.

Si no fuera por el caso que te relato a continuación, nada me habría hecho creer en la irracional existencia de las brujas.

Todo ocurrió a comienzos del mes de febrero, cuando el frío aún era intenso y en los bosques de Cardiff la vida se hacía francamente dura. Una noche, mientras los Flanders, una humilde familia de campesinos, intentaban combatir el frio alrededor de una hoguera, la patrulla los confundió con adoradores del maligno y detuvieron a la anciana Molly, acusándola del mayor de los delitos: la brujería.

Cuando el caso llegó a manos de mi antepasado, la sentencia no se hizo esperar. Molly Flanders sería ajusticiada en la encrucijada de los cuervos, lugar en el que convergían los caminos de las cuatro aldeas vecinas y que habitualmente se utilizaba para montar las piras de ejecución.

La noche previa al ajusticiamiento, como era costumbre, el duque bajó a la mazmorra que ocupaba la abuela Flanders, para intentar que confesara su culpa; pretendía así quitarse el cargo de conciencia que suponía matar a una anciana inocente. Habitualmente nadie confesaba nada, ya que la condena era invariable, pero en este caso, Molly se acercó a mi antepasado y le juró que provenía de una antigua estirpe de hechiceras, poseedoras de poderes inimaginables, y que si la ejecutaban, haría caer una terrible maldición sobre él y sobre todos sus descendientes.

Acostumbrado como estaba a las más inverosímiles de las historias, William McNealy hizo caso omiso de esa amenaza y la ejecución pública se llevó a cabo en el lugar y la hora previstos. A su llegada al castillo, mientras los rescoldos aún humeaban en la encrucijada de los cuervos, el abuelo William descubrió con horror que su esposa, la joven y encantadora Ana, yacía muerta en el salón de baile.

La maldición había comenzado.

Más tarde supo que el fallecimiento se había producido por causas naturales; una gripe mal curada y el frío de ese invierno fueron realmente los causantes de la muerte. El verdadero susto llegó la mañana siguiente al día del entierro, cuando al entrar en su dormitorio, el duque encontró a su amada sentada en su sillón de costura, más sana que una manzana y dispuesta a contarle lo sucedido.

Según le relató a su esposo, después de alcanzar esa luz que anuncia el final del túnel, Ana se encontró con Molly y charlaron amistosamente, carentes ya de cualquier tipo de odio terrenal. La maldición de la abuela Flanders, quien de verdad resultó ser heredera de una milenaria familia de encantadoras de almas, obligaba a cualquier miembro de mi familia a volver con los vivos al día siguiente de haber fallecido, y a permanecer entre ellos por el resto de la eternidad.

Desde entonces, todos los McNealy, después de haber muerto, nos hemos quedado a vivir en Oldcourt, prisioneros de nuestro propio castillo y prácticamente imposibilitados para cualquier tipo de vida social.

En mi caso, la muerte me sorprendió en el avión que nos llevaba a España, donde teóricamente había de pasar las primeras vacaciones familiares de mi vida. Aquel día también murieron papá, mamá y mis cuatro hermanos: Ana, George, Carolina y el pequeño William, que tan solo tenía dos años.

Ya han pasado ocho décadas desde el accidente y, aparte de mis primos y hermanos, la lectura ha sido mi más fiel compañera y mi esperanza para salir de esta muerte en vida.

Después de leer detalladamente más de cinco mil volúmenes sobre brujería y ocultismo de todas las culturas y creencias, parece que he descubierto una remota posibilidad para deshacer el hechizo de la bruja Flanders.

Uno de mis antepasados más ilustres, el pirata Henry McNealy, conocido en África y sur de Europa como Enrique el ilustrado, se dedicó durante décadas a saquear palacios árabes y españoles, de los que robaba, además de oro y mujeres, bibliotecas completas que aún hoy permanecen en Oldcourt.

El más famoso y perseguido libro de brujería de todos los tiempos, —cuya existencia niegan muchos expertos en la materia— el Necronomicon, ha sido mi libro de cabecera durante los últimos quince años. Después de perfeccionar mis habilidades como traductor (el libro lo escribió un árabe con el título de “Al Azif”), he descubierto que la maldición existe desde la época de los primeros faraones egipcios, y que sólo puede deshacerse salvando la vida de un heredero directo de la bruja ajusticiada.

Y ese heredero eres tú.

Quizá ahora comprendas por qué un niño de doce años ha sido capaz de entrar en el corredor de la muerte de la prisión más segura de California, hipnotizar a todo los guardias que se ha encontrado a su paso (gracias de nuevo a ese magnífico libro) y sacar sin problemas a un condenado a muerte.

No pienso juzgar si eres o no culpable. No me importa en absoluto lo que hayas hecho o el motivo que te llevó a ello. Sólo he venido a saldar una deuda que nos permita a mí y a los míos descansar por fin en paz.

Cuando la muerte llame de nuevo a tu puerta yo ya no estaré allí para salvarte. Pero no te apures. Nos veremos al otro lado. Molly también estará allí y podrá contarte todo esto con más detalle.

Ahora corre y salva el pellejo.

Yo ya empiezo a sentirme muerto de verdad.

23 de septiembre de 2006

diario de una promesa


Lunes 4 de agosto
No soporto a ese imbécil de Luis. Se cree más guapo que nadie y con derecho a tratarme como si fuera mercancía colgada de los ganchos de un matadero. Ya sé que Lucía tiene las tetas más grandes que yo, cualquiera puede verlo, pero no hace falta que me lo restriegue por la cara delante de toda la pandi, y mucho menos cuando todos saben que estuvo enrollado con ella el año pasado. Es un cerdo. Yo no pienso cumplir la promesa.


Martes 5 de agosto
Ana dice que ya se ha acostado con Julián. Menuda zorra mentirosa. Como se entere su madre no pisa la calle hasta Navidad. Ella precisamente, que tardó más de un año en dejar que Arturo le metiera mano, y claro, Arturo se hartó de hacer el canelo y se lió con Lucía, que esa sí que es un pendón desorejado, sobre todo desde que se le hincharon tanto los melones. Ahora mismo llamo a Luis, que aunque es tonto del culo, siempre se entera de todos los chismes.
De todas formas, lo de la promesa se le ocurrió a Vanessa porque creía que ninguna íbamos a aceptar, pero eso no, a mí no me echa cojones una niñata de papá que se mete relleno en el suje. Si hay que hacerlo, lo hacemos, pero todas. A la que se raje la tiramos por los bloques.


Miércoles 6 de agosto
A mi madre se le ha ido la olla. Ahora resulta que tengo que estar en casa a las doce, cuando toda la peña se puede quedar por lo menos hasta las tres. Incluso hay quien no tiene hora, como la mosquita muerta de Vanessa. Mucho ponerse cuello alto y acompañar a su madre a misa los domingos, pero dice Ana que la vio la otra noche en la playa bañándose en bolas con el cabrón de Luis. Esa todavía me la tiene que pagar la puta de ella.
Mañana vamos al Factory a por algo mono para la fiesta. Seguro que estos idiotas se presentan en casa de Ana en bañador y chanclas, con lo maqueadísimas que vamos a ir nosotras. Yo no sé las demás, pero como Luis aparezca hecho un guiñapo no pienso tocarle ni un pelo, que aprenda a comportarse, joder, que ya tiene casi diecisiete.
No es que me dé miedo, ni mucho menos, pero tengo que hablar con la hermana de Vanessa para que me cuente bien cómo tengo que manejar el asunto, porque Luis, además de tonto, es más bruto que un arado, y no me fío un pelo de lo que me pueda hacer.
Dice Lucía que ella se va a poner lubricante y que se va a beber antes una botella entera de tequila. Menuda imbécil. Yo quiero enterarme bien de lo que pase; me daría mucha rabia levantarme al día siguiente con resacón y sin acordarme de nada.


Jueves 7 de agosto
Lo que faltaba. Ahora resulta que papá ha decidido traer a esa especie de novia que tiene y yo tengo que dejarles mi cuarto y dormir con la enana, que no me deja tranquila y ronca como un viejo. La amiga de papá es una de esas barbies sin cerebro y con tetas de silicona que vuelven locos a los viejos verdes como él.
Y encima mamá se quitará de en medio y me tocará soltarle a papá el mismo rollo. “Verás papi, me quedo en casa de Vanessa porque es muy peligroso volver de noche…”
Vaya paliza me está dando Ana con eso de que si tenemos que probarlo de alguna manera; que si la sangre, que si jurarlo sobre una tumba, que si llevar a los chicos a la máquina de la verdad… Dice Lucía que para eso es mejor que lo hagamos todos a la vez en la misma habitación. ¡Menudo zorrón con patas! Como no pudo tirarse a Luis en su momento quiere ponerle las tetas delante para que se vuelva loco y se vaya con ella. Está lista esa golfa si cree que me lo va a quitar. Es tonto, pero es mío.


Viernes 8 de agosto
Toda la noche lloviendo y yo sin poder pegar ojo. Al principio creía que era porque me asustaba la tormenta, que aquí en la costa sopla que no veas, pero creo que no duermo pensando en lo que va a pasar. No sé si me va a gustar o me va a horrorizar. Dice la hermana de Vanessa que lo mejor es relajarse mucho y pensar en cosas bonitas, pero yo sólo pienso en esa tranca tan gorda que tiene Luis, que ya se la toqué una vez y me pareció demasiado grande para metérmela ahí.
Al final me he comprado un top de Zara y una falda cortísima. Voy a decirle a las chicas que aleccionen a esos macarras y que les obliguen a vestirse con gracia, que si no van a parecer los limpiapiscinas.
Sólo falta un día para el gran acontecimiento. Si las demás quisieran, podríamos dejarlo estar, pero no voy a ser yo la mojigata que tire de la manta. Mejor me callo a ver qué pasa. Estoy un poco asustada.


Sábado 9 de agosto
Por lo menos ha amanecido un día precioso. Hemos pasado toda la mañana en la playa y ninguna de estas locas ha dicho una palabra sobre el tema. Bueno, Ana sí que ha hablado, pero para decir que ella ya lo ha hecho y que esta noche se va a emborrachar y a pasar de todo. ¡Encima de mentirosa nos quiere tomar por tontas! Si ella se raja yo paso, a ver si al final la más zorra voy a ser yo. Lucía dice que es mentira, que Ana es una estrecha y que se quiere quitar el marrón de encima. Ella tampoco está muy segura de lo que quiere, por mucho que lleve siempre la voz cantante.
Yo no voy a decir nada, pero me da en la nariz que estas tontas no tienen ni idea de lo que están hablando, ni de la que se les viene encima…

Domingo 10 de agosto
Vaya mierda de fiesta. Los tíos estaban tan nerviosos que se pasaron toda la noche bebiendo y diciendo gilipolleces; son unos putos niñatos y no se merecen que les hagamos ni caso. Ni siquiera Luis fue capaz de estar la altura, y mira que iba guapo el muy cabrón.
Al final ninguna ha cumplido esa estúpida promesa. Seguimos tan vírgenes como ayer, pero al menos ya sabemos qué es lo que no queremos.
Esta tarde vamos las cuatro al cine…
… y seguimos siendo tan amigas.

22 de septiembre de 2006

miedo

Fotografía de BlessingDragon

Por primera vez, entré a mi casa sintiendo miedo. El espejo del aparador me devolvió la imagen que tantas noches había perturbado mi sueño. Al final se había cumplido la profecía. Ya no tenía la posibilidad de redimirme luchando contra la bestia. Yo era la bestia.

18 de septiembre de 2006

tío Tomás

Fotografía de Haciendo clack

No logro quitarme de encima la costumbre de madrugar en domingo. Rara vez me siento a desayunar después del noticiario de las siete, ese en el que una locutora narra, sin el mínimo interés, una serie de noticias huérfanas de importancia informativa, casi como si por obligación o falta de actividades, después del sábado sólo existieran el fútbol y las misas radiadas. Hace más de treinta años que la cama me despide igual y a la misma hora, sobre todo los domingos.

Esta simpática costumbre se la debo a Tío Tomás, que además de ser mi padrino y el único hermano varón de mi padre, hizo un estúpido juramento el día en que enterramos a papá: él, personalmente, se encargaría de que yo me convirtiera en un hombre de provecho y de sacar adelante a mi madre y a mis hermanas, a las que prefirió dejar al cargo de las monjas clarisas para que las convirtieran en perfectas esposas y católicas madres de familia.

Mi madre, tu abuela, nunca tuvo fuerza ni coraje para enfrentarse a su cuñado, sumida como estaba en una profunda depresión, provocada por la larga enfermedad que llevó a papá a estar más de seis años postrado en su cama. Yo odiaba a tu abuelo por eso. Por no haber estado conmigo, por haber dejado a mamá como una zombi y por haberme condenado a sufrir la humillante tiranía de Tío Tomás, quien se convertiría desde entonces en mi tutor, mi jefe, mi conciencia y mi desgracia.

Cada día, al salir del colegio de los Salesianos, que no distaba más de dos manzanas de nuestra casa, mientras mis amigos tiraban las carteras al suelo y jugaban al fútbol hasta que la noche les impedía distinguir la pelota, yo me dirigía sin pausa alguna hasta la tienda de mi tío, un colmado en el que las amas de casa del barrio bajaban a diario más a cotillear que a comprar, y en el que debía vestir un ridículo delantal a rayas verdes y negras, como un uniforme de preso infantil. En la trastienda de ese húmedo local pasé cinco años sin hacer básicamente nada pero sin poder hacer otra cosa. Recuerdo con especial dolor los domingos, cuando Tío Tomás me recogía mucho antes de que saliera el sol y me obligaba a limpiar una por una todas las estanterías de la tienda, suficientemente deprisa como para llegar a tiempo a misa de doce.

Fuera lo que fuese, para él todo lo hacía mal. Si tenía que ordenar el almacén, siempre me equivocaba de estantería o dejaba mal colocada alguna lata de conservas; si se trataba de llevar un pedido a casa de alguna clienta, o bien tardaba demasiado o no me comportaba correctamente o me quedaba más dinero de la propina de lo que le decía a él, —algo que la mayor parte de las veces era cierto.

Su concepto de la disciplina consistía básicamente en una vara de madera con la que me golpeaba en distintas partes del cuerpo y con desigual violencia, pero siempre siguiendo una estricta relación entre el error y el castigo; un retraso en el envío de un pedido equivalía a un varazo en la palma de la mano; si llegaba tarde a la tienda después del colegio, dos golpes en las corvas que me dejaban dolorido toda la tarde; cualquier destrozo en material de la tienda (romper un vaso de nocilla, dejar caer el azúcar camino de la báscula o permitir que algún niño metiera la mano en el tarro de las golosinas) se traducía en un número de azotes en el culo proporcionales siempre al dinero que costara mi desaguisado.

Así transcurrió lo que debería haber sido mi paso de la infancia a la adolescencia, ese periodo en el que ahora estás tú y que tan extraño, por no vivido, me resulta.

Tú no llegaste a conocerle; ese que ahora babea en su silla de ruedas y que parece mirar a través de nuestros cuerpos no es Tío Tomás, es otro ser que habita su decrépito cuerpo y que no comparte con él más que una pequeña zona del cerebro donde, según su médico, conserva recuerdos que es incapaz de comunicar al resto del mundo.

Esta última Navidad, días antes de morir —maldita costumbre de esta familia la de los juramentos a tumba abierta— tu abuela me hizo prometer que me ocuparía de él, pasara lo que pasase, hasta que Dios quisiera llevárselo al limbo de los idiotas.

Hace cinco años, cuando tu hígado dejó de funcionar y tu vida corría grave peligro, me ofrecí a donarte parte del mío. Bien sabes que te lo habría dado entero, junto con el corazón y los pulmones, si hubiera sido posible, pero la genética nos jugó una de esas malas pasadas, que según el médico inhabilitan a los progenitores directos pero generan copias idénticas de abuelos a nietos. Es como si los padres fuéramos un estorbo intermedio en la evolución de la especie. Aunque el doctor Carretero intentó convencerle de que el ascendiente debía serlo en línea directa, Tío Tomás seguía empeñado en que su hígado te salvaría y que después de la operación ya hablaríamos despacio del asunto. No sé cómo pero lo logró.

Ahora sé que si su paso por el quirófano no se hubiera complicado hasta terminar en esta apoplejía vegetativa, él mismo podía habértelo explicado. Aunque seguimos llamándole tío, quien te salvó la vida después de haber machacado la mía fue en realidad tu abuelo. Su conciencia no pudo al final soportar el engaño infringido a su hermano, la depresión crónica en la que sumió a su único amor y el implacable trato al que sometió a su hijo, en el que veía reflejada a diario la desgracia que le ha perseguido hasta ahora.

Salvarte a ti sería el gesto que le redimiría de los pecados cometidos con los demás. Tú debías ser esa buena obra que borra nuestro expediente y nos abre las puertas del perdón.

Tú sabrás si le adoras o le ignoras, pero no caigas en la trampa de odiarle, como he hecho yo durante tantos años. Al brindarte a ti la vida me ha devuelto la mía, secuestrada hace tanto y que hoy, por fin, se ve libre de odios y rencores, que perdona y comprende, que agradece y respeta.

Luis: pasa a esa habitación, saluda a tu abuelo y dile, aunque creas que no te entiende, que yo ya le he perdonado, que mientras siga ingresado aquí, volveré cada domingo y me plantaré frente a él, como ahora, esperando a que despierte y me cuente…