27 de febrero de 2007

visiones

fotografía de Messidoro

A veces, sin proponérmelo, sin aviso previo ni permiso voluntario de mi parte, veo cosas. No soy adivino, ni brujo, ni practico extraños rituales esotéricos; simplemente veo cosas.
Hace un momento, sin ir más lejos, te he visto a ti.
Las imágenes acuden a mi cabeza en tropel, sin orden cronológico ni sonido de fondo, son sólo fotografías planas que se agolpan en secuencias desordenadas, difíciles de interpretar a primera vista pero cargadas, casi siempre, de un significado que no tardo demasiado en asimilar.
El primer fotograma suele aparecer de golpe, y su misión consiste en captar por completo mi atención, anulando cualquier otra idea que me ronde la cabeza. Esa primera imagen permanece inmóvil como fondo de mi escritorio, y sobre ella comienzan a solaparse cientos de instantáneas que debo ordenar con rapidez, hasta formar un collage en movimiento, un cuadro que, al cabo de unos minutos, se transforma en una secuencia animada, en una película de cine mudo.
En este último pase, la diapositiva inicial me muestra una panorámica de un puente, a primera hora de una mañana fría y soleada. Salvo las estatuas que lo flanquean y algunas palomas que desayunan junto al bordillo, nadie lo cruza; está vacío. Esa imagen permanece estática durante unos segundos, como señal inmóvil de aviso a neuronas que, perezosas, aún se resisten a incorporarse a su juego visual. Por fin, cuando toda mi atención está a su servicio, reconozco la escena como si formara parte de ella, como si fueran mis ojos los que hubieran disparado la fotografía. Sin lugar a dudas se trata del Ponte Sant’Angelo.
A partir de ahí comienza la lluvia de fotogramas y la imposibilidad momentánea de asimilarlos; un caos visual en el que voy, muy poco a poco, distinguiendo figuras y facciones, personajes anónimos que se plantan sobre el puente inmóvil y lo inundan de vida y movimiento.
Una de esas figuras es la tuya.
No me gusta verte así, tras la pantalla imaginaria de mi retina, sin que mis manos puedan acercarse a las tuyas, a tu cara y a tu piel, sin permiso ni posibilidad de interactuar, de colocarme en escena y ser, durante un segundo eterno, quien te abrace sobre el pretil que se asoma al Tíber.

19 de febrero de 2007

vuelo rasante

fotografía de Gìpics

Amanece en Madrid y una vez más llego tarde. Paso deprisa junto a la puerta de Alcalá y enfilo agachado hacia Velázquez, esquivando taxis y maldiciendo la pista de patinaje sobre la que me desplazo. El camión que limpia las calles ha pasado antes que yo. Detrás de una furgoneta mal aparcada, en plena curva de izquierdas, aparece una sombra que no voy a poder esquivar.
La visera del casco se convierte al instante en una pantalla panorámica en la que me sumerjo de golpe. En un salto vertiginoso sobrevuelo las azoteas de la ciudad, esquivando antenas y chimeneas, rozando las copas de los árboles hasta terminar, desnudo y aterrado, en el ascensor de la Clínica San Camilo. He imaginado esta escena miles de veces, y ahora la veo sin sorpresa: una pareja asustada, un niño con demasiadas ganas por nacer y un improvisado paritorio, del que salgo caminando sobre unas botas ortopédicas negras. Tengo ya cinco años.
La vespa se aplasta despacio contra la puerta izquierda del descapotable, mientras yo cabalgo, a toda velocidad, pilotando un triciclo de tubos cromados, asiento de fieltro a cuadros y enormes ruedas rojas, tan deprisa que me cuelo en un patio manchego, repleto de macetas con geranios rojos, blancos y rosas. Tengo aún dos vueltas antes de devolvérselo a mi hermano, que espera impaciente su turno sobre las rodillas de mamá.
El semáforo sigue naranja y mi cabeza se pasea despacio sobre el asiento trasero del volvo, en el que descansa una chaqueta rosa con bolsillos rematados en blanco, probablemente de Chanel. Don José me golpea la punta de los dedos con la regla de madera, una y otra vez, hasta que la primera gota de sangre se asoma entre el polvo blanco de la tiza. En la pizarra hay una frase escrita cien veces. Por la ventana abierta al patio se cuela de golpe un ruido monótono de botas y fusiles. Distingo por encima de todas la voz del sargento Peláez gritando mi nombre, acompañado de una blasfemia y una invitación al calabozo.
Un retrovisor pasa a mi lado tan despacio que puedo ver mi casco reflejado en el espejo, incluso mis ojos, abiertos de par en par, se plantan en mitad de la escena. Me asomo hasta el fondo de las pupilas y te veo en ellas, saliendo de la facultad, con la carpeta apretada contra el pecho camino del colegio mayor. Estás preciosa.
En la acera, delante del paso de peatones, una mujer mayor cae de espaldas con cara de terror, tan despacio que tengo tiempo para determinar sin problema el lugar exacto en el que aterrizará. Las gemelas ya han cumplido tres años y, aunque no entienden muy bien qué es un funeral, saben que su abuelo ya no está entre nosotros y lloran en silencio tumbadas sobre nuestra cama.
El suelo se acerca a mi cara despacio, mientras el pie derecho golpea la base de una farola. Un tapacubos brillante me devuelve la imagen distorsionada de una cala pequeña, escondida entre un mar de pinos que se asoman insolentes al Mediterráneo, a un lienzo añil en el que te meces, desnuda, sobre la cubierta del Blue Revenge. Ahora todo el velamen está desplegado y ceñimos, tú al timón, hasta fondear en el jardín trasero de casa, junto a la piscina, donde las chicas celebran entre amigos su mayoría de edad.
La tercera voltereta termina en el contenedor de basura, junto a la rueda trasera de un autocar de japoneses. Tú agitas el brazo desde la puerta y me lanzas un beso, como cada mañana, que se queda pegado en la pantalla del casco y que aún puedo ver, pese a la sangre y los arañazos, justo delante de mi nariz.
El tiempo ha recobrado, de golpe, su velocidad habitual. Todo el mundo corre, grita y se amontona a mi alrededor mientras comienzo un rápido reconocimiento de órganos y extremidades. No puedo verlo dentro de la bota, pero juraría que me he roto el pie.

14 de febrero de 2007

instrucciones para meter los pies en los charcos

fotografía de Vagamundos

(que me perdone Cortázar)

En primer lugar conviene elegir un día lluvioso, o en su defecto, el día siguiente a uno de los anteriormente citados, siempre que la lluvia del día precedente haya sido abundante y no nos encontremos en pleno verano, ante el evidente peligro de desaparición de los charcos por efecto de la evaporación. Una vez localizado uno suficientemente grande como para albergar ambos pies, nos colocaremos delante y, mediante el uso de un palo, rama o varilla metálica, comprobaremos la profundidad, así como la dureza del fondo, para evitar el más que probable enfangamiento de los zapatos y, cabe suponer, de los pantalones. Si la medición de profundidad y dureza nos ha resultado satisfactoria, comenzaremos introduciendo en el agua el pie derecho (salvo que seamos zurdos, en cuyo caso será el izquierdo el primer pie a introducir) de forma lenta y sin hacer demasiada presión, hasta que el tacto nos permita determinar que hemos alcanzado la superficie fangosa, a la que ya nos habíamos referido anteriormente con el nombre de fondo. Es importante recordar que, mientras se realiza esta primera tarea de introducción del pie derecho (o el izquierdo, caso de ser zurdos) el otro pie debe permanecer fuera del agua, lo más cerca posible del borde y tan quieto como la situación nos permita, con el fin de mantener el equilibrio hasta que el pie que ha avanzado esté razonablemente estable en su nueva ubicación. Concluida la primera fase, repetiremos la operación con el otro pie, hasta colocarlo junto al primero, pero manteniendo una distancia aproximada de una cuarta, que nos permita seguir en posición vertical aunque el fango provoque ligeros desplazamientos involuntarios. Ya está. Hemos metido los pies en un charco. En próximas entregas, resumiremos la forma más eficaz de sacarlos.

7 de febrero de 2007

un hombre que contaba cuentos

Fotografía de Colin Gregory Palmer

Salgo del colegio corriendo y bajo la cuesta del lavadero, giro frente a la esquina de los Feders y entro en la plaza, a toda velocidad, sin detenerme, hasta llegar a casa y subir a mi cuarto; dejo la cartera, saludo a papá, a mamá, a George y a Sussann, pero ella, como siempre, está en su mundo. Meriendo pan con chocolate, me cambio deprisa y me peino con gomina mientras bajo, de dos en dos, los peldaños que conducen hasta la puerta de entrada. Papá pasa revista y mamá nos besa, uno a uno, en un ritual que aún recuerdo con ternura. Ya está anocheciendo. No tardará en llegar.
Salimos ordenadamente por la puerta, papá delante, después George y yo, y por último Sussann, de la mano de mamá, cerrando la fila. En la calle, los Guildford nos aventajan por una cuadra —literalmente, están frente a la porquera de la viuda Carter—, los Feders están saliendo ahora, unos veinte metros detrás, y a lo lejos veo a las gemelas Angusson alcanzando ya la puerta de la taberna; otro viernes más, hemos perdido la primera fila. De hecho, nunca lo hemos logrado; es una tara más de los Roberts.
Hace seis meses, un viernes como hoy, el hombre apareció en la taberna de Gustav. Era alto, ni grueso ni enjuto, brazos fuertes, bien proporcionado; por mejor decir, era grande. Vestía abrigo negro, largo hasta los tobillos, cuello alto y mangas que, de largas y estrechas, apenas dejaban asomar la punta de unos dedos huesudos, extrañamente delicados para un hombre de su envergadura. Diría, incluso, que tenía falanges de pianista. Sobre la punta de la nariz, firmes e impolutos, unos anteojos como los de mi bisabuelo, unidos por una finísima cadena de oro al ojal de la solapa. Su atuendo era extraño pero elegante; nadie en el pueblo había visto jamás un traje parecido, con su chaleco bordado en hilo púrpura, los filos de la levita reforzados con terciopelo y un alfiler brillante manteniendo una curvatura perfecta en la corbata de seda estampada. De su bolsillo derecho asomaba la esquina de una libreta negra y gastada. Se adentró en el local, tomó asiento en uno de los taburetes del final de la barra, pidió una cerveza y, tras un corto trago, comenzó a hablar.
Nadie le vio nunca en ningún otro sitio, ni siquiera éramos capaces de determinar cuándo y por dónde entraba y salía de aquella pequeña taberna, de aquel recinto abarrotado en mitad de ningún sitio. Simplemente, aparecía, tomaba asiento, pedía su cerveza y le daba un sorbo antes de empezar.

—Voy a contaros un cuento.
A partir de ese instante, el silencio se extendía como la niebla y creaba una atmósfera densa, en la que no cabía más sonido que el de su voz grave y entonada. Todos los vecinos de Walnut Grove (salvo la anciana Angusson, abuela de las gemelas, que permanecía en cama hacía meses con una cadera rota) estábamos sentados alrededor de aquel hombre. Durante la narración nadie se atrevía a mover una silla, a toser, a comer ni beber, incluso los bebés permanecían despiertos y en silencio. Un estado de hipnosis colectiva nos mantenía aferrados a la historia como auténticos protagonistas, partícipes silenciosos de la trama, actores inmóviles que permanecíamos hasta el alba atrapados por una voz. Sussann seguía ausente.
Los gallos cantan mientras abandonamos la taberna. Falta poco para el amanecer pero el regreso se hace sin prisa, por el camino largo, rodeando la plaza bajo los soportales y deteniéndonos a cada paso, sonrisa en ristre, saboreando la velada, con la historia aún grabada en nuestras cabezas. Sussann viaja en brazos de papá, ajena por completo a los acontecimientos. Cuando cumplió los dos años, el médico le confirmó a mamá su sospecha: mi hermana era sorda y lo sería, por desgracia, toda su vida. Bueno, para ser correcto, debería decir mi hermanastra, porque mis padres la adoptaron cuando sólo tenía unos meses, pero esa palabra nunca me gustó. Sussann es, y siempre será, mi hermana.
Cuando llegamos a casa, inexplicablemente, nadie recuerda ni una sola palabra del cuento. Una vez más, desaparecen todos los recuerdos de la historia que nos ha entretenido durante horas. Sólo mi padre parece percatarse de un detalle: hoy es martes.
Nadie sabe con seguridad desde cuándo ocurre, pero ahora hay dos viernes cada semana, y dos sábados, por tanto. Las tareas del campo se desempeñan con mayor premura, para ganar ese día que se dedica ahora al descanso, después de cada visita nocturna del hombre. Nadie se queja y nadie pregunta. Aunque se dobla el número de cuentos, la ansiedad por escucharlos también aumenta, y antes de darnos cuenta, son ya tres las noches en vela que pasamos encerrados en la taberna de Gustav. La gente se esfuerza por intentar retener el cuento, por recordar siquiera un párrafo, una palabra que, combinada con las de los demás, aporte algún sentido a la historia. Nadie lo logra.
Los días pasan y el abandono comienza a adueñarse del pueblo y sus habitantes. Ya son pocos los que vuelven a casa, siquiera para comer o asearse. No hay pan —Lester, el panadero, ya no sale de la taberna ni para encender el horno— y las reservas de comida desparecen engullidas en los breves espacios de tiempo entre cuento y cuento. Las casas sin limpiar, los animales famélicos, sin nadie que los alimente, el colegio cerrado; un pueblo muerto, en resumen.
No sé en qué mes estamos, pero ahora son ya siete las visitas semanales del hombre. Los días van desapareciendo para convertirse en cortos periodos de inactividad, sueño y preparación para la noche siguiente. Muchos duermen en la taberna, sin fuerzas para salir, mal alimentados, sucios y con la mirada perdida. La señora Angusson ha muerto hace días de inanición. Dice papá que nadie ha pasado por su casa en semanas. Algunas bestias, moribundas, deambulan por las calles en busca de comida mientras sus dueños malduermen frente a la posada esperando al hombre.
Esta mañana, volviendo a casa, papá ha encontrado en el suelo una libreta, negra y gastada, que ahora lee en su despacho, con Sussann sobre sus rodillas, mientras casi todo el pueblo duerme. Yo también caigo rendido.
Cuando nos preparamos para salir, es mamá quien se encarga de pasar revista, pero sólo estamos George y yo; papá y Sussann han debido de adelantarse. Quizá hoy, por fin, haya algún Roberts en primera fila. En el callejón lateral de la taberna, detrás de unas cajas de cerveza, una conversación subida de tono llama mi atención y me acerco: papá y el hombre sujetan, cada uno por un brazo, a mi hermana. En la otra mano, papá sujeta con fuerza la libreta negra; el hombre, por su parte, empuña una daga antigua, brillante en la hoja y salpicada de pedrería. De pronto, Sussann se suelta y corre hacia mí, aterrada, mientras los dos adultos caen al suelo abrazados y luchando. Papá se incorpora; el hombre, no. Con la daga clavada en el pecho, emite un último susurro que se convierte en un humo denso, blanco y frío, que vuela hacia nosotros y se introduce con celeridad en la boca abierta de mi hermana. Sussann cae al suelo, de espaldas, mientras mi padre corre a abrazarla, a abrazarnos, y mi recuerdo de la escena desaparece como ese humo blanco.
La taberna ya está llena y el hombre no aparece. Ante el asombro de casi todos, mi hermana se sube al taburete de la esquina, el que siempre ocupa él, y comienza a leer, libreta en mano, el cuento más bonito que jamás haya escuchado nadie. Sussann recita la narración con una voz clara y una declamación perfecta.
Al día siguiente, todo el mundo vuelve al trabajo, a las tareas de limpieza y reconstrucción, a quemar los cadáveres de los animales que pueblan las calles y a dar cristiana sepultura a la abuela Angusson. Pero nadie comenta nada. Papá y Sussann hablan sin parar durante el desayuno, y tampoco eso parece extrañar a nadie. La vida, poco a poco, retorna a Walnut Grove como si nada hubiera pasado, como si jamás hubiera aparecido un extraño para secuestrar almas y voluntades, como si mi hermana nunca hubiera sido sorda.
Todos los años, desde hace más de veinte, celebramos el primer viernes de abril en la casa de mis padres, en Walnut Grove; después de cenar, sentados alrededor de la mesa, Sussann abre su libreta y lee, como el primer día, el cuento más bonito del mundo.
De aquel individuo nunca se ha vuelto a hablar. Si acaso, cuando le preguntan, papá siempre dice lo mismo: sólo era un hombre que contaba cuentos.

5 de febrero de 2007

tenemos que hablar

fotografía de Ohack

De entre los miles de mensajes que se amontonan a diario en mi buzón electrónico, rescato hoy uno que me invita, con la promesa de una mínima recompensa monetaria, a contestar una encuesta sobre lengua hablada. Me deshago como siempre de viagras milagrosas, loterías multimillonarias, jovencitas despampanantes que mueren por citarse conmigo y la habitual promesa de un alargamiento que dejará mi pene como el de Nacho Vidal. Sola, en el buzón, la encuesta me reclama y la abro. Tras contestar algunas preguntas sobre edad, estudios, gustos y preferencias, paso página y comienzan las cuestiones remuneradas. Leo la primera y ya no puedo seguir.


Pregunta número 1 : ¿Cuál es la frase que más temes o has temido nunca?

Conecto el buscador cerebral de recuerdos, lo envío hacia la zona de frases célebres y enciendo un pitillo para ralentizar la búsqueda, pero antes de la segunda calada, suena el timbre en recepción avisando de que la búsqueda ha concluido.


1 item found: …tenemos que hablar…

Esa es la frase; no aparece ninguna otra y el sistema devuelve una verificación confirmando que no hay error, tenemos que hablar es la frase que más he temido siempre. Son sólo tres palabras, pero consiguen congelarme el corazón. El paso siguiente es comprobar el número de veces que la he escuchado, las fechas y la procedencia de ese aviso envenenado. Afortunadamente, la celeridad de la búsqueda es aún mayor que antes, y tan sólo aparecen tres citas: las fechas abarcan un periodo de diez años; la procedencia es única.
Apago el ordenador y salgo a la calle, empujado por un resorte invisible. Aspiro una bocanada interminable de aire viciado y ordeno un inmediato reinicio de todo el sistema. Estoy limpio.
Jamás volveré a contestar preguntas estúpidas.