20 de febrero de 2008

Manuel y María

Fotografía de Redsnap

Manuel enciende un cigarrillo con la mano derecha mientras guarda la izquierda en el bolsillo del abrigo y sumerge la cabeza en la bufanda de lana gris hasta casi pegar las orejas, ateridas, a la base de los hombros. No ha dejado de nevar en todo el día, y la acera en la que permanece inmóvil, apenas protegido bajo la balconada del primer piso, acumula ya más de una cuarta de nieve que se ha ido congelando con la llegada de la noche. Antes de conocer a María, se habría reído de una situación como esta, por inverosímil y ridícula casi la habría considerado como uno de esos sueños pesados, fruto de digestiones a medio terminar, como los que le acompañaban después de cualquiera de las fiestas que montaba en el apartamento, pero desde que ella se vino a vivir con él las costumbres de Manuel son muy distintas. Y él también.
Por la acera de enfrente caminan a paso ligero dos individuos de estatura mediana y complexión fuerte, casi gordos comparados con la extrema delgadez que observa Manuel a diario en el espejo del baño. Hace meses que se acabaron en su dieta los fritos y los platos precocinados —María ni siquiera le permite una cerveza con las comidas—; el mismo día en que ella llegó desaparecieron de la puerta de la nevera los imanes con teléfonos de pizzas, hamburguesas y comida china a domicilio.
Manuel se desplaza despacio, arrastra la espalda contra la pared del edificio, hasta abandonar el halo de luz que proyecta la farola sobre la nieve; esconde el cigarrillo tras la palma de la mano y adopta una pose inmóvil y tensa, mientras los dos extraños, que no parecen haberse percatado de su presencia, continúan examinando con más prisa que disimulo el interior de los coches aparcados a lo largo de la calle. En una mecánica casi ensayada, el primero de ellos, algo más corpulento y embutido casi a presión en una cazadora de cuero negro, se planta junto a la puerta del copiloto y simula encender un cigarrillo mientras el otro, con una pequeña linterna de luz azul apenas apreciable desde la otra acera, busca ese monedero olvidado que logre arreglarles la noche.
Manuel jamás fue capaz de robar ni una mísera chocolatina en la tienda de chuches de doña Catalina, mientras sus amigos salían con los bolsillos a rebosar de bolsas de pipas, emanems y palos de regaliz embadurnados en azúcar. Tan solo lo intentó una vez, forzado por los demás bajo la amenaza de excluirle de la pandilla, y el sudor le empapó entonces la camiseta de tirantes igual que ahora le corre a chorros por la mano helada que aún oculta el cigarrillo. Ese mismo sudor, acompañado de temblores propios de un anciano y de un tartamudeo rayano en el ridículo, es el que aparece con cada bronca de María. Y como cada vez que lo intenta con ella, tampoco ahora puede contenerse ante la proximidad de los extraños, que están ya frente a él, parados —paradojas de la vida— en la puerta de su coche, del de María en realidad porque él ya nunca conduce cuando van juntos, decidiendo si merece o no la pena desvalijarlo.
Haz algo, Manuel, por amor de Dios, haz algo —se repite en silencio, como siempre le dice ella. Tiene que pensar deprisa pero las ideas se amontonan y el tiempo parece detenido. Y como tantas veces antes — en el patio del colegio, en el barracón ocho del campamento militar de Cerro Muriano, en el burdel Paraíso, al que le llevó su padre tras la jura de bandera—, el miedo que le agarrota las piernas y apenas le permite respirar bloquea cualquier atisbo de reacción. Mientras aprieta el puño dentro del abrigo tratando de contener el temblor, se percata de que lleva en el bolsillo el teléfono móvil, y por primera vez agradece que María le obligue a llevarlo siempre encima, aunque sea para bajar a fumar. Ahora tiene que valorar si merece la pena actuar, y piensa que si saca el teléfono para avisar a la policía llamará la atención de los ladrones, y que por muy deprisa que quisieran llegar no lograrían evitar el enfrentamiento, y de nuevo las imágenes se agolpan en su cabeza impidiéndole razonar, porque la inseguridad ciudadana llena los titulares de los telediarios, y las sirenas de las ambulancias le aturden los oídos y la sangre tiñe la nieve bajo sus pies, y María llora sin ganas mientras atiende a los primeros periodistas, aunque en realidad el silencio es abrumador y el color que ensucia el hielo de la acera es amarillo, y el calor que le desciende por las piernas le devuelve a la misma escena de la que no se ha movido nadie. Tan solo la nieve, que cae ahora con más fuerza, parece ajena a tanta inmovilidad.
Ante el espejo del ascensor, Manuel intenta recuperar el aliento, se seca las lágrimas con la manga helada del abrigo y trata de ocultar la mancha humillante del pantalón. Y se da prisa en subir, no sea que las acelgas se le queden frías.

7 de febrero de 2008

Manuel y los insectos

Fotografía de Walsh

Es lunes, y Manuel acaba de terminar su desayuno, consistente como cada día en un gran tazón le leche chocolateada, galletas maría untadas con mantequilla y media tostada de pan integral bañada en aceite de oliva virgen, aunque prefiere no plantearse qué significan la integridad del pan o la virginidad de las olivas. Después de la visita obligada al cuarto de baño, sale al jardín trasero, periódico en mano, y se regala cuarenta minutos de lectura a la sombra del sauce americano, el primero que plantó, cuando la casa aún era poco más que un plano a medio dibujar.
Aprovechando la apertura de la puerta, una escolopendra de casi medio metro —quizá no medía más de quince centímetros, la verdad— se adueña de la pared de la cocina ante la mirada aterrada de Manuel.
Si se puede vivir sin un huevo —y da fe de que así es—, se puede prescindir de comer caliente, y si deja la ventana abierta, tarde o temprano el ciempiés gigante terminará por desaparecer. Luego solo queda lo de contárselo a María, claro, pero por suerte para los tres, la joven esposa no regresará de su viaje hasta el jueves a media tarde.
Manuel asume su nueva condición de realojado sin derecho a cocina con la misma frialdad con la que adoptó su papel de eunuco funcional: sin alterarse. Modifica su patrón alimentario y sustituye con poco ruido los pucheros y caldos variados por ensaladas de bolsa aliñadas con queso de sobre; fritos y rebozados se convierten, vía Carrefour, en litros de bífidus activo con sabor a fresas silvestres, piña o melocotón. Por suerte para Manuel, tanto la cubertería de plata como la vajilla de sargadelos permanecen en el salón desde el día de la boda, y en la pila del cuarto de baño se puede improvisar, al menos temporalmente, un fregadero convencional.
El martes transcurre sin sobresaltos para los dos habitantes de la casa, y salvo las cuatro incursiones visuales que —cada hora— realiza Manuel desde el quicio de la puerta, su comunicación es prácticamente nula. Con los espacios y derechos bien delimitados, la convivencia se desarrolla en un ambiente de mutuo respeto. Pero la anécdota se hace costumbre, y tras un pacífico aunque tenso miércoles, cuando el bípedo y el ciempiés disfrutan de sendos desayunos en habitaciones contiguas, Manuel considera que la relación ha prosperado y, con tal ánimo, determina que su nuevo inquilino le permitirá sin alterarse una incursión de medio minuto al servicio común de microondas. El colacao se disuelve fatal en la leche fría.
Rompiendo el pacto mutuo de no invasión, la escolopendra aprovecha el hueco abierto en la defensa de Manuel para adueñarse, en un movimiento digno de cinturón negro de judo, del sofá de cuero blanco con esquina de cheslón —regalo de boda de su suegra—, el sancta santorum de huevosolo y la que sería, bien lo sabe el tapicero, su última morada como insecto terrenal.
Horas después, mientras abre la puerta del taxi que le llevará al aeropuerto, Manuel repite —en silencio esta vez— el discurso con el que justificará ante María la enorme mancha de sangre en el sofá, la evidente fragilidad de la cerámica de sargadelos y, sobre todo, antes de que sea demasiado tarde, la inminente necesidad de mudarse a un pisito en el centro; algo mono, en un cuarto piso, aunque sea sin ascensor.

6 de febrero de 2008

Manuel

Fotografía de Mat

Manuel García nunca ha sabido decir que no, ni siquiera cuando le va en ello la herencia. Por eso asiente, con mirada tierna y dubitativa, cuando la enfermera pronuncia su nombre desde la puerta blanca que cierra la sala de espera. El documental del lunes a mediodía dejaba poco lugar a la duda: cuarenta años recién cumplidos obligan, como poco, a una visita rutinaria al urólogo, a pesar de la casi segura promesa de un imprescindible tacto rectal —guante de goma por medio—, capaz de detectar el estado previsiblemente deteriorado de la próstata cuarentona.
Manuel no tiene demasiada idea de lo que es la próstata, ni falta que le hace, piensa él. Tampoco entiende la parafernalia de mascarillas verdes y gorros multicolor que le rodean en el quirófano cuatro, aunque no se plantea ni por asomo discutir con el doctor Vaquero el motivo de un despliegue similar. Los tres pinchazos hipodérmicos en la zona baja de los testículos ni siquiera le hacen reaccionar —ni sospechar— ante el modus operandi de una supuesta revisión rutinaria. El documental no hablaba en ningún momento de una práctica tan radical. Cuando el bisturí hace su aparición en el sobre el tapete verde, Manuel asume que ya es tarde para reaccionar.
Mientras sale de la clínica, Manuel no es capaz de calcular —aunque lo intenta— la probabilidad de que, en una ciudad de provincias como la suya, apenas sesenta mil almas niños incluidos, dos individuos se llamen exactamente igual, acudan el mismo día a la consulta del urólogo, y sea él, curiosamente, quien abandone el lugar con un testículo de menos.
Puede que María no lo note, piensa él, entretenida como está con los preparativos de la boda.