20 de febrero de 2008

Manuel y María

Fotografía de Redsnap

Manuel enciende un cigarrillo con la mano derecha mientras guarda la izquierda en el bolsillo del abrigo y sumerge la cabeza en la bufanda de lana gris hasta casi pegar las orejas, ateridas, a la base de los hombros. No ha dejado de nevar en todo el día, y la acera en la que permanece inmóvil, apenas protegido bajo la balconada del primer piso, acumula ya más de una cuarta de nieve que se ha ido congelando con la llegada de la noche. Antes de conocer a María, se habría reído de una situación como esta, por inverosímil y ridícula casi la habría considerado como uno de esos sueños pesados, fruto de digestiones a medio terminar, como los que le acompañaban después de cualquiera de las fiestas que montaba en el apartamento, pero desde que ella se vino a vivir con él las costumbres de Manuel son muy distintas. Y él también.
Por la acera de enfrente caminan a paso ligero dos individuos de estatura mediana y complexión fuerte, casi gordos comparados con la extrema delgadez que observa Manuel a diario en el espejo del baño. Hace meses que se acabaron en su dieta los fritos y los platos precocinados —María ni siquiera le permite una cerveza con las comidas—; el mismo día en que ella llegó desaparecieron de la puerta de la nevera los imanes con teléfonos de pizzas, hamburguesas y comida china a domicilio.
Manuel se desplaza despacio, arrastra la espalda contra la pared del edificio, hasta abandonar el halo de luz que proyecta la farola sobre la nieve; esconde el cigarrillo tras la palma de la mano y adopta una pose inmóvil y tensa, mientras los dos extraños, que no parecen haberse percatado de su presencia, continúan examinando con más prisa que disimulo el interior de los coches aparcados a lo largo de la calle. En una mecánica casi ensayada, el primero de ellos, algo más corpulento y embutido casi a presión en una cazadora de cuero negro, se planta junto a la puerta del copiloto y simula encender un cigarrillo mientras el otro, con una pequeña linterna de luz azul apenas apreciable desde la otra acera, busca ese monedero olvidado que logre arreglarles la noche.
Manuel jamás fue capaz de robar ni una mísera chocolatina en la tienda de chuches de doña Catalina, mientras sus amigos salían con los bolsillos a rebosar de bolsas de pipas, emanems y palos de regaliz embadurnados en azúcar. Tan solo lo intentó una vez, forzado por los demás bajo la amenaza de excluirle de la pandilla, y el sudor le empapó entonces la camiseta de tirantes igual que ahora le corre a chorros por la mano helada que aún oculta el cigarrillo. Ese mismo sudor, acompañado de temblores propios de un anciano y de un tartamudeo rayano en el ridículo, es el que aparece con cada bronca de María. Y como cada vez que lo intenta con ella, tampoco ahora puede contenerse ante la proximidad de los extraños, que están ya frente a él, parados —paradojas de la vida— en la puerta de su coche, del de María en realidad porque él ya nunca conduce cuando van juntos, decidiendo si merece o no la pena desvalijarlo.
Haz algo, Manuel, por amor de Dios, haz algo —se repite en silencio, como siempre le dice ella. Tiene que pensar deprisa pero las ideas se amontonan y el tiempo parece detenido. Y como tantas veces antes — en el patio del colegio, en el barracón ocho del campamento militar de Cerro Muriano, en el burdel Paraíso, al que le llevó su padre tras la jura de bandera—, el miedo que le agarrota las piernas y apenas le permite respirar bloquea cualquier atisbo de reacción. Mientras aprieta el puño dentro del abrigo tratando de contener el temblor, se percata de que lleva en el bolsillo el teléfono móvil, y por primera vez agradece que María le obligue a llevarlo siempre encima, aunque sea para bajar a fumar. Ahora tiene que valorar si merece la pena actuar, y piensa que si saca el teléfono para avisar a la policía llamará la atención de los ladrones, y que por muy deprisa que quisieran llegar no lograrían evitar el enfrentamiento, y de nuevo las imágenes se agolpan en su cabeza impidiéndole razonar, porque la inseguridad ciudadana llena los titulares de los telediarios, y las sirenas de las ambulancias le aturden los oídos y la sangre tiñe la nieve bajo sus pies, y María llora sin ganas mientras atiende a los primeros periodistas, aunque en realidad el silencio es abrumador y el color que ensucia el hielo de la acera es amarillo, y el calor que le desciende por las piernas le devuelve a la misma escena de la que no se ha movido nadie. Tan solo la nieve, que cae ahora con más fuerza, parece ajena a tanta inmovilidad.
Ante el espejo del ascensor, Manuel intenta recuperar el aliento, se seca las lágrimas con la manga helada del abrigo y trata de ocultar la mancha humillante del pantalón. Y se da prisa en subir, no sea que las acelgas se le queden frías.

7 de febrero de 2008

Manuel y los insectos

Fotografía de Walsh

Es lunes, y Manuel acaba de terminar su desayuno, consistente como cada día en un gran tazón le leche chocolateada, galletas maría untadas con mantequilla y media tostada de pan integral bañada en aceite de oliva virgen, aunque prefiere no plantearse qué significan la integridad del pan o la virginidad de las olivas. Después de la visita obligada al cuarto de baño, sale al jardín trasero, periódico en mano, y se regala cuarenta minutos de lectura a la sombra del sauce americano, el primero que plantó, cuando la casa aún era poco más que un plano a medio dibujar.
Aprovechando la apertura de la puerta, una escolopendra de casi medio metro —quizá no medía más de quince centímetros, la verdad— se adueña de la pared de la cocina ante la mirada aterrada de Manuel.
Si se puede vivir sin un huevo —y da fe de que así es—, se puede prescindir de comer caliente, y si deja la ventana abierta, tarde o temprano el ciempiés gigante terminará por desaparecer. Luego solo queda lo de contárselo a María, claro, pero por suerte para los tres, la joven esposa no regresará de su viaje hasta el jueves a media tarde.
Manuel asume su nueva condición de realojado sin derecho a cocina con la misma frialdad con la que adoptó su papel de eunuco funcional: sin alterarse. Modifica su patrón alimentario y sustituye con poco ruido los pucheros y caldos variados por ensaladas de bolsa aliñadas con queso de sobre; fritos y rebozados se convierten, vía Carrefour, en litros de bífidus activo con sabor a fresas silvestres, piña o melocotón. Por suerte para Manuel, tanto la cubertería de plata como la vajilla de sargadelos permanecen en el salón desde el día de la boda, y en la pila del cuarto de baño se puede improvisar, al menos temporalmente, un fregadero convencional.
El martes transcurre sin sobresaltos para los dos habitantes de la casa, y salvo las cuatro incursiones visuales que —cada hora— realiza Manuel desde el quicio de la puerta, su comunicación es prácticamente nula. Con los espacios y derechos bien delimitados, la convivencia se desarrolla en un ambiente de mutuo respeto. Pero la anécdota se hace costumbre, y tras un pacífico aunque tenso miércoles, cuando el bípedo y el ciempiés disfrutan de sendos desayunos en habitaciones contiguas, Manuel considera que la relación ha prosperado y, con tal ánimo, determina que su nuevo inquilino le permitirá sin alterarse una incursión de medio minuto al servicio común de microondas. El colacao se disuelve fatal en la leche fría.
Rompiendo el pacto mutuo de no invasión, la escolopendra aprovecha el hueco abierto en la defensa de Manuel para adueñarse, en un movimiento digno de cinturón negro de judo, del sofá de cuero blanco con esquina de cheslón —regalo de boda de su suegra—, el sancta santorum de huevosolo y la que sería, bien lo sabe el tapicero, su última morada como insecto terrenal.
Horas después, mientras abre la puerta del taxi que le llevará al aeropuerto, Manuel repite —en silencio esta vez— el discurso con el que justificará ante María la enorme mancha de sangre en el sofá, la evidente fragilidad de la cerámica de sargadelos y, sobre todo, antes de que sea demasiado tarde, la inminente necesidad de mudarse a un pisito en el centro; algo mono, en un cuarto piso, aunque sea sin ascensor.

6 de febrero de 2008

Manuel

Fotografía de Mat

Manuel García nunca ha sabido decir que no, ni siquiera cuando le va en ello la herencia. Por eso asiente, con mirada tierna y dubitativa, cuando la enfermera pronuncia su nombre desde la puerta blanca que cierra la sala de espera. El documental del lunes a mediodía dejaba poco lugar a la duda: cuarenta años recién cumplidos obligan, como poco, a una visita rutinaria al urólogo, a pesar de la casi segura promesa de un imprescindible tacto rectal —guante de goma por medio—, capaz de detectar el estado previsiblemente deteriorado de la próstata cuarentona.
Manuel no tiene demasiada idea de lo que es la próstata, ni falta que le hace, piensa él. Tampoco entiende la parafernalia de mascarillas verdes y gorros multicolor que le rodean en el quirófano cuatro, aunque no se plantea ni por asomo discutir con el doctor Vaquero el motivo de un despliegue similar. Los tres pinchazos hipodérmicos en la zona baja de los testículos ni siquiera le hacen reaccionar —ni sospechar— ante el modus operandi de una supuesta revisión rutinaria. El documental no hablaba en ningún momento de una práctica tan radical. Cuando el bisturí hace su aparición en el sobre el tapete verde, Manuel asume que ya es tarde para reaccionar.
Mientras sale de la clínica, Manuel no es capaz de calcular —aunque lo intenta— la probabilidad de que, en una ciudad de provincias como la suya, apenas sesenta mil almas niños incluidos, dos individuos se llamen exactamente igual, acudan el mismo día a la consulta del urólogo, y sea él, curiosamente, quien abandone el lugar con un testículo de menos.
Puede que María no lo note, piensa él, entretenida como está con los preparativos de la boda.

31 de enero de 2008

terminal cuatro

Fotografía de Alex Pérez

Minerva34 se ha levantado hoy una hora antes de lo habitual, lo que en general no parecería gran cosa si no fuera porque para ella, de lunes a sábado, el hábito implica dejar la cama a las cuatro y media de la madrugada, para acudir puntual a su trabajo en la cafetería de la nueva terminal. De camino a Barajas, repasará una vez más el poema que anoche no logró asimilar, y cuando llegue aprovechará el tiempo robado al sueño para tratar de contestarle —el cibercafé, como la mayoría de las tiendas libres, no cierra en toda la noche—, aunque aún no está segura de si él acudirá. El suelo de la cocina está frío, como cada noche al levantarse, y mientras la ducha le devuelve parte de la realidad perdida entre las sábanas, el café ya ha llenado con su aroma los escasos veinte metros de la buhardilla.
Cuatro horas después, Valiente106 unta sin prisa las tostadas integrales con una margarina rica en oleonosequé —el médico le ha prohibido acercarse siquiera a las grasas animales—, les añade la mermelada baja en calorías y, aprovechando que María se distrae atusando el uniforme a las gemelas, deja caer una cucharada de azúcar en el descafeinado, lo revuelve sin ruido y se acerca distraído hasta la mesa del ordenador. Si ha contestado, mentirá diciendo que hoy vienen los americanos y que tendrá que acercarse a por ellos. El vuelo —ayer tuvo la precaución de comprobarlo— llegará a la terminal cuatro según lo previsto, y como a esas horas el tráfico suele estar fatal, prefiere invitarles a comer en el mismo aeropuerto. A fuerza de repetirlas, las excusas suenan en su voz más naturales que la verdad.
En el autobús nocturno, durante cerca de media hora, se mezclan sin confundirse los viajeros madrugadores y los trabajadores de la terminal. Los primeros repasan con nervios ilusionados una multitud de papeles, documentos y guías de viaje, billetes y pasaportes perfectamente ordenados en riñoneras de piel que se ciñen como lapas a sus barrigas orondas. Los segundos —todos salvo Minerva34— aprovechan para recuperar minutos a un sueño rácano, desubicado, del que no lograrán deshacerse, con suerte, hasta bien pasado el mediodía. Ella también sueña, despierta, con una relación ficticia que sólo conoce por las telenovelas, con unas manos fuertes y cariñosas que la acaricien despacio desde el amanecer, con esa verja blanca de madera que cierra el pequeño jardín en el que crecerán, junto a sus hijos, rosales enanos y trepadores. A punto de cumplir los cuarenta, se imagina en ese mismo autobús ojeando una guía ilustrada de las ruinas precolombinas, mientras Valiente106 le rodea con suavidad la cintura y la besa en el cuello, camino de una larga luna de miel.
La rosa, roja, la ha cogido del ramo que adorna la recepción del hotel, igual que ha hecho otras veces, y seguro como está de lograrlo, reserva ya la habitación a nombre del doctor Vilafont, recién llegado en el puente aéreo y sin tiempo para pernoctar en la capital. Fue ella quien sugirió el detalle de la flor, aunque la suya será blanca y lucirá firme —como un faro guía que le atraiga hacia su luz— en la solapa del traje negro que Marina, la dependienta mulata que regenta una pequeña boutique en la dutifrí, le ha prestado para la ocasión. Ha sido la caribeña la que le ha recomendado el poema de Martí, que tampoco entiende muy bien, como el de anoche, pero que su amiga le asegura cargado de entrega y sensualidad; ella también se ha tomado la tarde libre y andará por ahí, rondando el restaurante, actuando una vez más como carabina en la sombra, por si la cita cibernética resulta mal —por si no resulta.
A las dos y media, ante a un espejo gigantesco, recién duchada y con el Armani negro a medio abrochar, Minerva34 dibuja con precisión de delineante el contorno granate de sus labios, igual que ha visto hacer docenas de veces a sus heroínas de culebrón, mientras la mujer que se maquilla frente a ella la mira y esboza una sonrisa tímida, nerviosa. La mesa del restaurante no estará lista hasta las tres, pero desde la puerta se puede ver casi toda la barra. Nadie lleva encima una flor. En la puerta de embarque diecisiete se anuncia la salida inminente del vuelo con destino a Cancún. Entre la multitud de parejas que arrastran maletas hacia la entrada, Valiente106 permanece inmóvil con el teléfono pegado a la oreja. Un hilo de sudor fino y caudaloso le atraviesa la frente y desciende brillante hasta la punta de la nariz. A sus pies, una rosa roja se deshace bajo las ruedas de los carros de equipaje y al otro lado del hilo, con la PDA sobre la mesa, María le recita, entre lágrimas, un poema de Martí.

27 de diciembre de 2007

amor carnal

Fotografía de Zoëtrix

Una mañana de mayo, al entrar en el vagón del metro camino de mi oficina, me sorprendió la imagen de una libélula enorme que leía el periódico. Estaba sentada en el asiento central de una fila de tres, con las alas extendidas hasta ocupar las dos plazas colindantes, mientras los demás, apretujados, nos esforzábamos por no perder el equilibrio asidos a la barra del techo. No se trataba de una libélula más, de las que revolotean por encima de charcas y estanques, de las que aparecen retratadas en libros infantiles o tatuadas en la espalda de alguna que otra adolescente díscola, ésta era especial: sabía leer.
Lo segundo que llamó mi atención fue que no se trataba de un periódico gratuito, de esos que reparten en la puerta de la estación, era uno de tirada nacional y venta en los quioscos, de los que cuestan un euro. Y me pregunté, ¿dónde guardará el dinero este bicho? ¿Habrá robado el diario? ¿Desde cuándo saben leer las libélulas?
Entre pregunta absurda y respuesta vacía, había llegado a mi destino sin darme cuenta. Un par de codazos y dos porfavores me permitieron acercarme despacio hasta la puerta, desde donde me giré para echar un último vistazo a aquel insecto descomunal, pero ya no estaba. Había dejado el periódico perfectamente doblado sobre el asiento y se había colocado a mi espalda —gracias al hueco dejado por un grupo de quinceañeras uniformadas—, batiendo con suavidad unas alas de casi medio metro de envergadura, que hacían un ruido monótono y punzante, parecido al de los helicópteros que sobrevuelan Madrid.
Ese zumbido me acompañó hasta la puerta principal del edificio de oficinas en el que trabajo, franqueó sin problemas el torniquete de control de acceso y se dirigió hacia los ascensores esperando —entonces yo aún no lo sabía— mi llegada.
Carmen —así como dijo llamarse más tarde— salió conmigo del ascensor en la planta diecisiete, siguió mis pasos hasta la puerta de mi despacho y al fin, cuando la curiosidad venció al miedo y me atreví a mirarla fijamente, comprobé encantado que me sonreía. Igual que me ha sonreído esta mañana mientras sobrevolaba nuestra cama.

Mis padres, al principio, disimularon con torpeza su malestar ante esta extraña relación amorosa, pero no pudieron —no supieron, tal vez— reprimir el asco ante la visión de su primer nieto alado. Tampoco en la maternidad se esforzaron por fingir aprecio hacia mi primogénito; incluso una de las enfermeras se atrevió a calificarlo de engendro. Carmen la oyó desde su habitación, seis plantas más abajo, y aunque ya habíamos discutido antes sobre sus costumbres antropófagas, no pudo evitar matarla. Ni comérsela.
Debería haberle puesto remedio antes, lo sé, y oportunidades tuve para hacerlo, pero al principio, como entre enamorados se perdonan con placer casi todos los mordiscos, pues te dejas hacer. Y los pájaros, los ratones y hasta los insectos, bien mirados, llegan a parecerte apetecibles cuando te los ofrece tu amada.
Quizá cuando la encontré en el patio trasero devorando al gato persa de la vecina, podría haber adoptado una actitud más contrariada, como si de verdad me estuviera molestando. Y sobre todo, flaqueé aquella vez en la que arrancó de cuajo el brazo izquierdo de un urbano que pretendía multarla y se lo empezó a comer en plena calle. Sé que ahora ya es tarde para lamentos.
Cada mañana, cuando la veo salir con los tres pequeños por encima de la valla, en perfecta formación de caza, alzando después el vuelo en círculos concéntricos perfectos —mamá en el más exterior, controlando la evolución de los cachorros que juegan a hacer espirales cuando creen que ella no les ve—, solo espero que mis alas terminen de desarrollarse cuanto antes.

7 de noviembre de 2007

El último vuelo

Fotografía de Hansbrinker

Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos. (¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente encima de un helado. Pero soy un gordo feliz.
No estoy loco ni atravieso crisis alguna de identidad, la grasa en la que nado bajo la piel aún no ha invadido la materia gris que sustenta mis emociones y mi razón. Simplemente estoy vivo, disfruto de mis sentidos con plenitud de facultades y, por encima del resto de placeres a los que me entrego sin mesura, soy capaz de volar.
El vuelo al que me refiero no es del tipo de los que se experimentan a lomos de un potro lisérgico —aunque con menos años, he cabalgado a galope tendido en todo tipo de animales y vehículos reales e imaginarios—, hablo de volar en el sentido más literal de la palabra, de elevar mi cuerpo a muchos metros del suelo y desplazarme en las tres dimensiones físicas del espacio, de emular a los pájaros en ascensos y picados vertiginosos, que harían palidecer de envidia a gaviotas y petreles.
Mi bautismo aéreo consistió en un recorrido breve y atropellado entre las mesas del restaurante chino de la esquina, después de ganar una apuesta estúpida a otros tres comedores compulsivos de rollitos primaverales. Cuando intenté correr hacia el baño para deshacerme de los siete últimos cilindros aceitosos, los pies se me despegaron del suelo y comencé a chocar con las mesas que se ponían a mi paso. Nadie se percató entonces de mi torpe vuelo y, salvo el propietario, que me invitó amablemente a no volver a pisar jamás su local, el resto de comensales se fijaron más en el destrozo producido al aterrizar contra el cuadro de la cascada móvil que en el hecho de que mi cuerpo —atlético entonces, quién lo diría viéndome en este estado— llegara hasta la puerta del baño sin rozar una sola de las baldosas rojas y brillantes como la bandera de Mao. A mí me sorprendió, es cierto, pero evité darle más importancia y lo atribuí también al empacho de vegetales enrollados.
Desde aquel día he ido perfeccionando la técnica al tiempo que mi peso aumentaba de forma exponencial. Un asado de vaca en casa del flaco Valladares, un par de semanas después del episodio asiático, me permitió asimilar con más calma esta extraña cualidad recién adquirida: podía dirigir sin demasiados errores el movimiento del cuerpo en vertical y en horizontal, podía acelerar o frenar —tarde lo de frenar, se quejó entonces el perro cuando caí sobre él— mediante ligeros movimientos de los brazos, me estaba convirtiendo en un giróscopo móvil con capacidad para volar. Pero también noté que las alas se me cortaban demasiado deprisa, a la misma velocidad con la que la digestión hacía su trabajo. Y eso me obliga desde entonces a comer sin apenas interrupción. La comida se ha convertido en mi principal entretenimiento, al menos cuando estoy en tierra.
Las grasas polisaturadas están resultando ser uno de los mejores querosenos, junto con la carne roja, que me proporciona más altura y autonomía que ningún otro alimento sólido —los líquidos carbonatados facilitan los despegues, pero su efecto desaparece segundos después—, aunque son las verduras y la fruta las que añaden suavidad a los giros y me permiten afrontar con precisión casi milimétrica los aterrizajes más complicados.
Hace meses que no puedo andar más de veinte pasos; según el médico que me visita cada semana estoy al borde de un colapso arterial por acumulación de grasas, dice que me muero, que no tengo más remedio que bajar las dosis de fritanga que tanta altura me proporcionan y conformarme con vuelos más domésticos, más frutales, pero sigo sin hacerle caso: quiero subir más y más, hasta el cielo si es que existe. Por ahora he tenido que mudarme a la azotea, porque ni puertas ni ventanas permiten ya el paso de esta mole grasienta de casi media tonelada, y además puedo despegar desde el pretil sin necesidad de atiborrarme de Coca-Cola.
Mañana lo voy a intentar. Llevo una semana sin probar frutas ni vegetales, acumulando grasa líquida y proteínas, sin levantarme un centímetro del suelo para no hacer más gasto del imprescindible. Sólo cargo los tanques para el viaje final. Aprovecharé alguna de las térmicas que se forman al caer el sol y comenzaré a subir en espiral como he visto hacer tantas veces a los buitres, seguiré ascendiendo durante la noche y el amanecer, despacio, ahorrando toda la energía que pueda, sin prisa, disfrutando del viaje, maravillándome con las vistas de madrugada, despidiéndome en silencio de esta desmesura en la que me había convertido. Volando por encima de las nubes, hasta que logre tocar el cielo.

24 de octubre de 2007

las calles escondidas

Fotografía de JuanHM

Hace horas que pateo Madrid acompañado tan solo por una lluvia otoñal ligera, casi envolvente. Camino sin rumbo, a la deriva, dejándome guiar por decisiones aleatorias: aquí me cruzo a la derecha, ahora sigo recto hasta el segundo semáforo, en esa otra bocacalle, seguramente, giraré a la izquierda. Cargo con una urna de cenizas debajo del brazo, tratando de encontrar un lugar adecuado donde dejar a Martín. Él siempre dijo que quería descansar en una calle. En una calle escondida.
Martín era rápido y preciso en sus localizaciones, rara vez necesitaba más de una hora para aparecer en el lugar que buscaba, ni embarcarse en paseos interminables por barrios desconocidos, como hago yo en este momento, ni se permitía volver sin haber dado con su presa. Sencillamente, se dejaba encontrar.
Papá jamás creyó una sola palabra que hubiera salido de su boca. Decía que Martín era un parásito social, una rémora con la que se vio obligado a cargar desde el día en que conoció a mamá, y que esa fantasía de las calles escondidas no era más que otra locura de las suyas. Tu tío necesita ayuda —se quejaba—, viviría mejor en una de esas instituciones especiales para tontos, al cargo de profesionales, y no metido el día entero aquí, en mi casa. Pero mamá, por suerte, no pensaba igual. En realidad, apenas coincidían en casi nada.
Una calle escondida —según Martín— no sigue la numeración habitual en sus portales: pares a la derecha, impares a la izquierda, comenzando desde el extremo más cercano a la Puerta del Sol, no se somete a la simetría alterna que va saltando portal a portal, sino que cada finca decide qué guarismo quiere asignarse; algunos prefieren las letras a los números, otros combinan series alfanuméricas, a veces se permiten nombres más complejos, combinaciones que parecieran formadas por las iniciales de los inquilinos, incluso frases cortas aparentemente sin sentido, decididas quizá por votación popular.
Yo al principio pensaba igual que mi padre, que por algo decía él no sé qué sobre la sangre y la semilla, y consideraba un castigo divino el retraso de Martín, o lamentaba en público estupideces como la de tener que cargar en casa con un parásito social —cuando ni siquiera sabía el significado de esa palabra—, pero un buen día, del mismo modo que descubrí la farsa de la navidad, el engaño de la cigüeña parisina y la verdadera identidad del ratón Pérez, comprendí que mi tío no era tonto, sino un ser realmente especial.
Las calles escondidas son humildes y esquivas, y sus aceras estrechas apenas permiten el paso; sus portales, carentes por completo de ornamentos, parecen querer esconderse a los ojos de los transeúntes, pero si de verdad quieres encontrarlas, si consigues el equilibrio justo entre fe, paciencia y dedicación, ellas sabrán aparecerse ante ti.
Crecí escuchando a Martín describir ese universo urbano y paralelo en el que se sumergía cuando no estaba en casa, aprendí a ignorar sin rabia las descalificaciones de papá sobre su locura y ante todo, con el paso de los años, deseé con todas mis fuerzas convertirme, como decía él, en cazador de calles escondidas.
Las calles escondidas tienen siempre nombre de mujer, son estrechas, oscuras y silenciosas, pues el sol apenas se pasea unos minutos por sus aceras, a eso del mediodía, y de forma inequívoca se identifican porque siempre están desiertas. Cuando entres en una calle escondida —insistía siempre el tío Martín—, no busques gárgolas de piedra vigilando en cada esquina, no busques tampoco cuadrigas romanas asomándose desde el borde de las azoteas, ni espejos color de rosa adornando las fachadas; no busques nada superfluo ni ornamental, sobrino, porque en esas calles no lo encontrarás.
La última vez que le vi, hace hoy más de diez años, Martín andaba nervioso, más excitado que de costumbre diría yo, deambulando por la casa como un ratón que no encuentra el final de su laberinto. Pensé que habría olvidado su dosis diaria de medicación o que había discutido una vez más con papá. Antes de poder siquiera preguntarle cómo estaba o adonde se dirigía, cerró con un portazo sonoro y dejó caer ante mí una nota de papel arrugada.
«Tengo la sensación de que hay una calle ahí afuera esperando a que la encuentre. No es una más, Jesús, ni siquiera se parece a ninguna de las que hayamos visto antes. Esta vez, me va a costar trabajo encontrarla. Puede que tarde una semana o dos, quizá me lleve más de un mes localizarla o puede incluso que le dedique a esta búsqueda el resto de mi vida, pero te aseguro que la voy a encontrar. Si no volvemos a vernos, cuida de mi hermana y trata de perdonar a tu padre. Pase lo que pase, no intentes seguirme porque te perderías como yo».
Recorrí una tras otra todas las calles en las que estuvimos juntos, tratando de encontrar alguna pista de Martín. Visité callejones que apenas recordaba de cuando niño, atravesé las puertas ocultas que dan acceso al universo escondido, me dejé guiar por los pasillos invisibles que tantas veces me había mostrado mi mentor y que aún utilizo para localizar calles escondidas, pero fui incapaz de dar con él. Simplemente no estaba preparado. Aún no era como él.
Una semana después, en el coche que nos devolvía a casa desde el cementerio, le prometí a mamá que me haría cargo de sus cenizas y del último deseo de mi tío Martín. Desde entonces he conservado esta urna y he esperado el momento de devolver su contenido a donde pertenece. Hoy sé que lo puedo hacer. Ya estoy preparado.

Ahora soy yo el cazador de calles escondidas.

10 de septiembre de 2007

moscas

Fotografía de Sara.musico

Jamás he matado a una mosca que no lo mereciera.
Sí, ya sé que Dios, en su inmensa sabiduría, decidió no dotar a esas aladas tocapelotas de la inteligencia suficiente para evitarnos —para evitarme—, para retirar voluntariamente de su dieta la piel muerta que tanto les agrada mordisquear de mis brazos, de mis tobillos y de mi cara, sobre todo la de mi cara. Pero antes de aplicar sobre esos cuerpecitos asquerosos el golpe definitivo, suelo avisar tres o cuatro veces; al principio con manotazos airados pero incruentos, después con golpes de trapo o calcetín que llegan a desviar el rumbo de vuelo de la mosca pero no pretenden lastimarla, tan solo son avisos de que se está equivocando de restaurante. Pero al final siempre la joden. Vuelven una y otra vez, con los cubiertos en las patas y una pequeñísima servilleta colgando de las alas, reclaman en pasadas rasantes una ración epitelial que yo no les he ofrecido, me obligan a levantarme, me joden la siesta y entonces la máquina de matar se pone en marcha. Ahora ya es una cuestión personal. Procuro no matarlas del primer golpe; me detengo a observar cómo agonizan en movimientos concéntricos y malgasto saliva repitiéndoles que se lo había advertido, que les di tres oportunidades antes de empuñar la fusta amarilla con forma de mano, antes de esparcir sus miserias por la alfombra del salón.
No soy un tipo violento, lo juro, jamás he matado a un hombre que no lo mereciera.

7 de septiembre de 2007

nada

Fotografía de Puckyireth

A las musas ya no les gusta mi blog. Quizá no les haya gustado nunca, o al menos no tanto como yo pensaba. Tal vez por eso han terminado haciendo huelga de apariciones por mi azotea, en la que no ha se ha recibido este verano más influencia de las alturas que una implacable radiación de Helios, acompañada como siempre por los latigazos a destiempo de su primo el dios Eolo, ese que abarrota loquerías a golpe de soplido abrasador.
Este epistolario capitalino anda, al igual que mi fértil imaginación —algún día lo fue, os lo juro—, huérfano de ideas que me permitan retomar la soltura narrativa de antaño. Parece que fue ayer cuando ideas y palabras competían en pugna incruenta por saltar de mi cabeza a las entrañas de este ordenador, primer trampolín portátil antes del salto final a la blogosfera.
Y ahora, nada.
Pero nada de nada.
Allí donde hace unos meses las metáforas emergían como géiseres entre bosques de párrafos fértiles, por aquellos valles alfombrados de anécdotas inventadas entre las que crecían enormes arbustos narrativos, hoy solo deambulan algunas solitarias bolas de pelusa, decoradas tan solo con la retórica que aún me acompaña, tan vacías de ideas que hasta la más suave brisa las desplaza sobre el desierto polvoriento en que se ha convertido mi imaginación. Ya no hay nada.
Y lo peor es que no sé cómo regresar a mi paraíso perdido. Lo intento, bien lo sabe dios, aplicando todas las técnicas aprendidas y las genéticamente heredadas, siguiendo al pie de la letra apuntes y recomendaciones, teorías de libros, blogs y publicaciones varias, golpeando con saña tecla tras tecla para terminar borrando de un plumazo párrafos completos antes de haberlos terminado de escribir. Y nada.
Espero al menos que el frío de invierno venidero logre reducir esta inflamación de meninges, esta dilatación cerebral que aprisiona las ideas contra los parietales y las convierte en proyectos inconexos, estériles, en poco más que frases cortas incapaces de unirse para hilar, tan siquiera, un mediocre microcuento medio decente.
Ya os digo.
Nada.

22 de junio de 2007

jet lag

Fotografía de Dbrekke

Voy a dejar este trabajo antes de que me vuelva loco. Lunes, amanezco en Caracas compartiendo sábanas con otra azafata, noruega, creo. Ni siquiera soy capaz de recordar su nombre. Vuelo hacia Europa rodeado de japoneses empeñados en fotografiarse conmigo, contra mí, que sólo quiero dormir. No he dormido ocho horas seguidas desde hace años, dos años y seis meses, exactamente; desde que te fuiste. Londres, es martes, tampoco a ésta la conozco, y tampoco la recordaré. Me cansan las habitaciones de hotel, iguales en los cinco continentes. Las mujeres con las que despierto, iguales también, también me cansan. Siempre iguales, tan parecidas entre sí, tan distintas a ti. Londres-Río, Río-Cancún, Cancún-Habana. Turistas americanas acodadas en la barra del bar, mojito en mano, mirada carroñera de última hora planeando sobre mi mesa; la que cree ganar es la que ha perdido, la que despierta conmigo. No sé quién es, ni me importa. No quiero salir, me aburre esta monotonía de espacios distintos y tan iguales, cuerpos sin rostro que no dejan huella ni recuerdo alguno. Madrugo. Habana-Madrid, Madrid-Paris. Me parece descubrirte antes de cruzar los Pirineos, junto al pasillo. No me atrevo a mirarte, por si no eres tú, pero te susurro igual que hacía antes, junto al oído, respetando una distancia mínima entre mis labios y ese lóbulo, precioso, mío. Paris, otro hotel, otro día, otra mujer. Tampoco eres tú.