29 de marzo de 2007

la reencarnación

fotografía de Kelly Bressan

Mariano cree que algún día se reencarnará en un avestruz. Es una creencia sólida, sin fisuras, forjada durante los últimos treinta años, desde aquella visita escolar al zoológico que le desveló su futura identidad. Fue una visión rápida y esclarecedora, una comunicación breve con un macho joven, fuerte y de plumaje brillante, que se identificó como su bisabuelo materno. Ahora ya nada puede hacerle cambiar de opinión. A veces, cuando desentierra la cabeza y corre desnudo por la playa agitando los brazos y trazando círculos en la arena, yo también creo en la reencarnación.

17 de marzo de 2007

más sabia es el hambre

fotografía de Jesús Fabregat

En el pueblo del abuelo hay trece vacas, pero sólo Belinda puede hablar. Me refiero a que además de comunicarse con el resto de sus congéneres —esas comedoras compulsivas de pasto— también se entiende con las personas utilizando el lenguaje humano, en su caso, una mezcla de castellano y bable.

Bable: m. Dialecto asturiano derivado del leonés.

A ella no le molesta poder hablar con la gente, de hecho le encanta hacerlo porque le permite, por ejemplo, expresar su desagrado —y el de sus compañeras— ante la bajísima calidad del heno que se ha sembrado este año, evitar que les vuelvan a colocar los succionadores baratos de caucho que tanto irritan sus pezones o comentar con el veterinario las últimas novedades en investigación sobre la inseminación artificial.

Inseminación artificial: f. Procedimiento artificial para hacer llegar el semen al óvulo; fecundación artificial.

Pero eso no es todo: también sabe leer. Aunque es cierto que lo hace con dificultad y que su vocabulario es bastante reducido, en el pueblo nadie tira un periódico sin ofrecérselo antes a Belinda. Esta navidad, por sugerencia de la maestra, han hecho una colecta para regalarle un diccionario.

Diccionario: m. Libro en el que, por orden generalmente alfabético, se contienen y definen todas las palabras de uno o más idiomas o las de una materia o disciplina determinada.

Según se mire, ese don es bueno y es malo; cabe pensar que a cualquier vaca del mundo le parecería bien disponer de esa capacidad de comunicación, pero como todo en esta vida, también hablar tiene para un cuadrúpedo problemas e inconvenientes, y en el caso de mi amiga no son precisamente pequeños: quizá le cuesten la vida.

Vida: f. Capacidad de los seres vivos para desarrollarse, reproducirse y mantenerse en un ambiente. Espacio de tiempo que transcurre desde el nacimiento de un ser vivo hasta su muerte.

Me cuenta Belinda que desde que le regalaron el diccionario no duerme bien. Al principio sólo se planteó aprender una palabra al día, memorizar sus distintas acepciones e inventar frases en las que poder utilizarla durante sus conversaciones con el veterinario.

Veterinario: adj. De la veterinaria o relativo a esta ciencia. m. y f. Persona que se halla legalmente autorizada para profesar y ejercer la veterinaria. f. Ciencia que estudia, previene y cura las enfermedades de los animales.

Las primeras semanas el experimento resultó sencillo y divertido, un juego sutil con el que romper la rutina vacuna —comer, dejarse ordeñar, seguir comiendo, cada día igual que el anterior. Pero hace un par de meses que las cosas se han complicado bastante: Belinda dedica casi toda la noche al diccionario, las ubres se le secan y apenas tiene tiempo por el día para comer.

Comer: intr. Masticar el alimento en la boca y pasarlo al estómago. En algunos juegos, ganar una pieza al contrario. prnl. Cuando se habla o escribe, omitir alguna cosa. Avejentar, estropear una cosa, sobre todo referido al color o a su intensidad.

El abuelo es hombre de poco hablar, pero en su cara se puede adivinar lo que piensa. Se crió a base de cupones de racionamiento y trabajó duro desde los doce años, con la escuela justa para contar la paga y estampar cruces a modo de firma en los papeles del sindicato. Y ahora, la mejor de sus vacas se muere —literalmente— por aprenderse otra palabra.

Palabra: f. Sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea. Representación gráfica de estos sonidos. Capacidad o aptitud para hablar o expresarse. Promesa o compromiso de hacer algo.

Hace frío en el establo; desde la puerta veo mezclarse las nubecillas de vaho que exhalan Belinda y el abuelo, casi al unísono, hasta dibujar una conversación que no llego a escuchar pero puedo calibrar por su densidad; al principio es ligera, casi transparente, con brillos intensos y pequeños; después más blanca y pesada, casi algodón, mucho más cercana a la discusión que a la charla.

Charla: f. Conversación amistosa e intrascendente. Conferencia breve y poco solemne. dar o echar la charla o una charla. loc. Reprender o adoctrinar.

Hoy Belinda no ha querido contarme nada. Tiene la mirada fija en el montón de ceniza que aún humea en cubo de latón. Imagino que, después de quedarme dormido, el abuelo encendió el brasero para combatir la humedad de la cuadra.
Nadie ha vuelto a hablar con Belinda desde aquella noche.
Hoy acaban mis vacaciones, el verano frío de Asturias y las conversaciones con mi amiga de cuatro patas. De camino al coche de línea, el abuelo no ha parado de canturrear, y cuando le he preguntado por qué estaba tan alegre, sólo me ha dicho que la naturaleza es sabia, pero que más sabia es el hambre.

Hambre: f. Sensación que indica la necesidad de alimentos. Escasez de alimentos básicos. Deseo ardiente de algo. más listo que el hambre loc. adj. Agudo, inteligente y mañoso.






7 de marzo de 2007

Penélope

fotografía de Last Ruby Petal


El nombre verdadero de Penélope no lo sabe nadie, aunque dudo que al resto de internos les importe lo más mínimo. Desde que ingresó en el módulo de estancia prolongada, todos los intentos por sacar una palabra de sus labios han sido inútiles, diría que hasta contraproducentes. Penélope vive encerrada en una concha áspera e impenetrable, un pozo cuyo fondo se difumina en sus pupilas ausentes y se hace invisible.


—¿Cómo está hoy mi chica favorita? Vamos, tenemos que ponernos en marcha ahora mismo. Tu admirador prometió que estaría aquí a las diez, y son ya más de las ocho.


Natalia se ha ocupado de Penélope casi desde que llegó a la clínica. La asistenta social que la trajo contó que llevaba años sentada en el mismo banco de la estación de ferrocarril de Torralba, un pequeño pueblo de La Mancha, y que jamás había consentido en moverse de allí más que para ir a dormir a casa de su hermana, quien se ocupaba de alimentarla, vestirla y procurarle algo de higiene personal. Tras la muerte de la hermana, hace ahora dos años, Penélope no tuvo más ayuda y las autoridades provinciales decidieron internarla aquí de por vida.


—Tenemos que ponernos guapas para impresionarle, pero antes tienes que decirme quién es —Natalia se levantó y adoptó una postura casi inquisitoria—, de qué lo conoces y por qué insiste tanto en verte. No, a mí no puedes hacerme el número de la pobre autista, ya lo hemos hablado muchas veces y no vas a lograr que me lo crea. Sí, claro, ya sé que siempre soy yo la única que habla, pero ambas sabemos que entiendes perfectamente lo que te digo.


Penélope estaba más alterada que de costumbre, como si algo dentro de esa coraza en la que vive estuviera a punto de estallar, un grito callado durante años que buscara escapar por su boca para inundar de palabras el silencio a su alrededor. Natalia ya lo había notado ayer, cuando le comunicó la llamada de aquel hombre, y ha visto cómo la excitación iba en aumento mientras se acercaba la hora de la visita.



—El negro ni hablar —dijo Natalia, mientras lanzaba el vestido sobre la cama—, que es muy triste. Hoy nos vestimos de celeste y no se hable más, salvo que tú prefieras otra cosa, claro. ¿Cómo dices, verde? —acompañó la pregunta con una torsión de cuello exagerada, como si de verdad Penélope hubiera dicho algo y se estuviera esforzando por aguzar el oído—, el color de la esperanza, pues me parece bien, pero no sé si tenemos zapatos que hagan juego con el verde. O quizá a él no le guste ese color. Por cierto, señorita —ahora con brazos en jarras y un toque a medias entre broma y sarcasmo—, es bastante guapo ese tal Juan Villegas, aunque si te soy sincera, yo creo que no se llama así; tiene mucha más pinta de llamarse Alberto.


La muralla de Penélope se resquebrajó al oír ese nombre. Después de tantos años sin escucharlo, un pequeño resorte se activó en esa cabeza dormida y provocó la aparición casi inmediata de una lágrima, la primera que Natalia había visto resbalar por las arrugas prematuras de aquel rostro tan querido.


—Perdóname, por favor, he sido un poco cruel, pero tú tampoco me lo pones fácil. Ayer te mentí respecto al nombre porque la doctora insistió en que lo hiciéramos despacio, sin sobresaltos que pudieran empeorar tu situación, aunque yo le respondí que tu situación ya era bastante mala. Tienes que contármelo si quieres que te ayude; haznos ese favor a las dos.


—Le-quie-ro —dijo arrancando cada sílaba desde el fondo de ese pozo en el que vivía sumida.


Natalia rompió a llorar antes incluso de que terminara de decirlo. Las dos se abrazaron con fuerza y permanecieron así, empapándose en lágrimas de alegría, hasta que la megafonía les avisó de la apertura del comedor y el olor a café de puchero inundó de familiaridad el dormitorio.


—No digas nada más —el dedo índice de Natalia cubrió con delicadeza los labios de Penélope—, cuando terminemos el desayuno, nos vestimos y me lo cuentas todo. Tenemos más de una hora para ponernos al día. No sabes lo feliz que me hace escuchar al fin tu voz.


Penélope apenas probó las galletas de canela que hacían las monjas, bebió menos de media taza de café y salió hacia su cuarto con tanta prisa que a Natalia le costó seguirle el paso. Sentada a los pies de la cama, con las manos apoyadas sobre las rodillas, Penélope comenzó a hablar despacio y extrayendo, casi con dolor, una a una las sílabas de su boca. Natalia le acariciaba el pelo y le secaba las lágrimas que dejaban, poco a poco, paso a palabras cortas y mal enlazadas, a ideas desbordantes que se solapaban y atropellaban sin orden aparente.


—Alberto… para mí… esperar… esperar… volveré… te quiero… Alberto.


—No tengas prisa, cariño —ahora sentada también en la cama, Natalia le cepillaba el cabello—, tómate todo el tiempo que quieras, y sigue llorando si eso te ayuda. Yo no pienso moverme de tu lado.


Contó y lloró, contestó a cuanto le fue preguntado y siguió llorando, contagió su llanto y ambas hablaron, ya con más naturalidad y fluidez, de aquel amor perdido hacía casi medio siglo. Un viajante joven y atractivo, un amor furtivo y apasionado, una despedida corta y la promesa de un reencuentro a la que vive aferrada.


Casi una hora y cinco pruebas de vestidos y zapatos más tarde, entre carcajadas de alegría, las dos salieron hacia el salón de las visitas. El reloj del pasillo marcaba las diez menos cuarto.


—Si no dejas de reírte de esa manera, Alberto va a pensar que estás como un cencerro.


—Esto es un manicomio, tú lo sabes, sí que estoy loca, o estaba loca, pero ahora todo va a cambiar, te lo prometo.


Un minuto antes de las diez, las puertas del salón se abrieron casi tanto como los ojos de Penélope. Después de discutir un buen rato, habían decidido que se colocara de espaldas a la entrada, sentada frente a la enfermera, para que ésta le contase con detalle todo lo que fuera ocurriendo.


—No te pongas nerviosa, cariño, pero acaba de entrar en este momento —Natalia sujetó con fuerza las manos de Penélope. Lleva un abrigo negro muy elegante. Se lo está quitando. Traje azul marino y camisa a rayas blancas y naranjas.


—Es él, seguro. Siempre fue tan elegante —dijo con la sonrisa a punto de salirse de su cara.


—Se ha sentado en uno de los sillones de orejas y está mirando hacia aquí ¿Quieres que le invite a acercarse o necesitas más tiempo para prepararte?


Penélope no contestó. Decidió no esperar más y se levantó despacio, segura de sí misma y convencida de lograr recuperar con su amante el tiempo perdido durante su ausencia; pero no tenía ni idea de cuánto había durado esa espera. Se acercó hacia la entrada con aire juvenil y un movimiento alegre de caderas, escudriñando a cada paso los rostros de quienes, a esa hora, empezaban a abarrotar la sala de visitas. Se detuvo, uno por uno, en los que ocupaban los cinco sillones de cuero, pero ninguno se parecía al joven que ella recordaba.


—Vámonos —le dijo a Natalia mientras trataba de arrastrarla por el brazo—. Aquí sólo hay viejos. Alberto es joven y guapo. No ha venido.


Fueron sus últimas palabras. Antes de llegar a su cuarto, la coraza ya había envuelto a Penélope, su boca estaba seca y sus ojos perdidos para siempre en el pozo del recuerdo.