29 de noviembre de 2006

mi amiga

Fotografía de 3rd Foundation

Laura me está ayudando a preparar la merienda y a decorar el salón. Tenemos que terminar antes de las cinco, no sea que llegue algún invitado y nos pille sin arreglar. Nos estamos dando toda la prisa que podemos, cortando las rebanadas, untando fuagrás y sobrasada, colocando los vasos y platos de papel, las servilletas, los cuencos con pistachos y cacahuetes, sin olvidar las serpentinas y sobre todo la cucaña que ha traído tía Marisa. Estamos las dos solas, pero nos apañamos muy bien.
Aunque mis padres no puedan verla, Laura es la mejor amiga que tengo. Marisa y las demás tampoco la ven, pero a nosotras nos da igual. Lo hacemos todo juntas y no nos importa que algunos idiotas se rían y digan que estoy loca. Mamá le ha dicho a la abuela que es normal, que muchos niños tienen amigos imaginarios, que es una fase del crecimiento, o algo así. Pero la abuela está muy triste y dice que hay que ser canalla para comerciar con la salud de tu hija. Yo no lo entiendo muy bien, pero me da pena que discutan por mi culpa, por mi amiga imaginaria.
Pero Laura no es imaginaria. Cuando desperté después de la operación ella ya estaba allí. Ocupaba la cama de al lado, en esa habitación tan blanca en la que pasamos casi dos semanas. Desde entonces siempre ha estado conmigo y no nos separamos ni un minuto. Ni siquiera cuando vamos a la clínica para la revisión semanal. Mientras me conectan todos esos cables en la cabeza, ella se sienta enfrente y me cuenta cosas para entretenerme.
Papá ya no tiene que ir a trabajar al taller, ni se le quedan las uñas negras de grasa. Con el dinero que le dieron los médicos, se ha jubilado y pasa todo el día con nosotras en el chalé. Laura dice que han sido muchos millones, pero que no debo culparle por ello, porque gracias a ese contrato nos hemos conicido. Mamá ha dejado de limpiar en casa de doña Dolores. Desde que nos mudamos aquí, todos los días viene una chica mulata y lo limpia todo, nos hace la comida y plancha la ropa nueva. A mí no me gusta mucho ir de tiendas, pero mamá dice que debemos estar siempre muy bien arregladas, como esas amigas nuevas con las que merienda cada tarde en el club.
La doctora Villanueva es la única puede ver a Laura. Cuando se pone ese casco tan raro y lo conecta con mis cables, las tres charlamos y jugamos a un montón de cosas: nos movemos a la vez, decimos las mismas frases sin equivocarnos, incluso podemos adivinar lo que ha escrito la otra sin necesidad de verlo. Por eso no me importa ir cada semana a la clínica. Hoy va a venir a casa con su marido, que también es médico y fue quien me operó en la cabeza. Dicen que si todo va bien, en unos meses podré volver al colegio y sacaré mejores notas que antes.
Ahora ya no necesito estudiar, porque Laura sabe cualquier cosa que le pregunte: los nombres de los ríos, las capitales de todos los países, las divisiones con cinco cifras… y sabe hablar un montón de idiomas.
A veces, cuando cree que estamos dormidas, mamá se acerca a mi cama, me da un beso junto al implante y me dice, muy bajito, que la perdone.

24 de noviembre de 2006

la bruja

Fotografía de Ira Bordo

Supo entonces que la casa no estaba vacía, pero tampoco así tuvo valor para llamar a la puerta. Dio media vuelta con su cesta de caramelos, sin perder de vista la ventana del segundo piso. Había visto una luz y supo que la historia era real.
Desde muy pequeña, siempre la habían asustado con el cuento de la bruja de la casa grande, pero no quedaban más sitios donde pedir, y su cesta seguía vacía. Se armó de valor, volvió sobre sus pasos y llamó suavemente con los nudillos. Cuando la puerta se abrió, su madrastra le acarició cariñosamente la cara y le dijo: vamos, Lucía, no querrás llegar tarde el primer día de colegio.

21 de noviembre de 2006

la presa (capítulo 1)

Fotografía de Jiaen

El Ministerio de Fomento es un edificio de granito escurialense, recio, sobrio y frío, idéntico a los otros cinco bloques ministeriales que lo rodean, formando un recinto administrativo de columnas y soportales que enclaustran un patio desproporcionado, digno del mayor desfile militar de la época franquista en la que se construyó. Por aquel entonces se denominó Ministerio de Obras Públicas, y su misión inicial consistió en sembrar este país de carreteras y pantanos, cuyas inauguraciones quedaron plasmadas en blanco y negro, para gloria de algunos y vergüenza de bastantes más, principalmente los familiares de los presos que trabajaron en esas construcciones, muchos de los cuales perdieron la vida en nombre de la prosperidad nacional.
En una de esas obras comenzó su andadura profesional Mariano Peláez Cantalapiedra, oficial administrativo con categoría veinticuatro, seis sexenios, un trienio y treinta y ocho años de antigüedad laboral, que le facultan para ocupar uno de los pequeños despachos individuales de la sección octava, la encargada de administrar los planos de las primeras presas que se construyeron en España.
El despacho donde se oculta Peláez no tiene más de cinco metros cuadrados, pero a él no parece importarle; tampoco parece que le preocupe carecer de ventana, de secretaria e incluso de ordenador. Nada de eso le hace falta para desempeñar una misión que quedó obsoleta hace décadas, pero que él desempeña con la misma dedicación y entrega del primer día: ninguna.
Su trabajo consistía inicialmente en revisar, centímetro a centímetro, todos y cada uno de los miles de planos utilizados en las distintas presas que se construían, con el fin de detectar posibles errores cometidos por los ingenieros, tanto en el cálculo de las estructuras como en la correcta ortografía de topónimos y demarcaciones.
No hace falta decir que Peláez no sabía, ni sabe, una palabra de ingeniería, de cálculos, de estructuras o de hidrodinámica, lo cual le facultaba perfectamente para ocupar un puesto que jamás hizo falta, pero que nadie se atreve a eliminar, quizá porque Mariano es sobrino del primer ministro que ocupó esa cartera, allá por mil novecientos cincuenta y tantos. Desde entonces es como si nadie se hubiera planteado ni por asomo la posibilidad de asignar a Peláez a otro puesto, en el que no sabría qué hacer y para el que no está, de ninguna manera, preparado.
Mariano pasa sus ocho horas reglamentarias en el pequeño despacho de la planta semisótano, donde lee tres periódicos distintos, además de completar sus correspondientes crucigramas y sudokus; revisa exactamente doce planos cada día, siguiendo un orden alfabético que comienza a primeros de enero con la presa de El Atazar y finaliza poco antes de Navidad, con la revisión exhaustiva de los noventa y seis correspondientes a la pequeña presa de Zorita. Conoce perfectamente cada uno de los canales, conductos, aliviaderos y escaleras de todas las presas españolas construidas antes de la llegada de la democracia. Si su fobia social se lo permitiera, podría presumir ante compañeros y amigos de sus detallados conocimientos, e incluso ganaría cualquier concurso televisivo de carácter cultural en el que el tema fuera la ingeniería civil.
Pero Mariano jamás habla voluntariamente con nadie. Cualquier estudiante de primer curso de sicología podría diagnosticarle con sólo observar su comportamiento diario en el ministerio. Nunca saluda a sus compañeros de pasillo, aunque tenga que apartarse a su paso por culpa de la estrechez del mismo. Lleva cerca de treinta años en ese edificio y nadie ha escuchado su voz, o al menos nadie lo recuerda, por lo que corre el rumor de que es sordo, mudo e incluso algo retrasado. Él lo sabe y no hace nada por desmentirlo. Le gusta ser un tullido social.
El primer lunes del mes de mayo, a las ocho y cincuenta minutos de la mañana, una furgoneta oficial, con cristales tintados, conducida por un individuo de traje negro al que acompañaban otros dos, idénticamente vestidos, entró en el enorme patio de la sede ministerial y se detuvo delante de la puerta de la sección octava, la que conduce al estrecho pasillo en el que Peláez pasa sus ocho horas reglamentarias.
No todos los días se ve a tres armarios trajeados pasearse por ese subterráneo, por lo que la novedad alteró a media docena de funcionarios que salieron de sus despachos como conejos que abandonan las madrigueras.
Cuando entraron sin llamar en el cubil de Mariano, el corro de curiosos —la fila india, en realidad— había aumentado y cuchicheaba sin pudor sobre historias inverosímiles recién inventadas; se oyó decir que podía ser un terrorista encargado de colocar una bomba en el ministerio, que quizá había matado a su esposa y la había descuartizado antes de echársela a los cerdos, que podía tratarse de un espía que filtraba información a las embajadas cercanas, y no sé cuántas fantasías más, en el escaso cuarto de hora que tardaron en salir.
Cuando la expectación empezaba a desbordar el reducido espacio que separaba el despacho dieciséis de la puerta de salida, uno de los tipos de negro abrió de golpe la puerta y solicitó, en un perfecto castellano, que se fueran todos a tomar por culo y despejaran el pasillo. Peláez, con un gorila delante y otro detrás, recorrió el camino a ritmo de legionario y se vio, casi sin enterarse, dentro de la furgoneta de cristales ahumados camino de la primera aventura de su vida, aunque fuera muy a su pesar.

15 de noviembre de 2006

claro que te quiero

Fotografía de Glav

Hoy me he levantado de muy buen humor; no me duele nada, el café no se ha atrevido a hervir, las tostadas han saltado en el momento justo y en la calle luce un sol de los que invitan a comerse el mundo.
Hoy voy a verla.
Hace casi un año que discutimos por última vez; más de trescientos días sin decirle que la quiero, sin escuchar sus reproches, sus críticas a media voz y sin sentir en la nuca esa mirada que me erizaba el pelo del cogote. Hoy por fin me atrevo a plantarme frente a ella sin que las lágrimas arruinen la frase que he estado semanas preparando: ¿qué tal estás?
El trayecto emocional de estos últimos meses se ha parecido bastante a una montaña rusa, pero sin arneses ni barandillas a las que agarrarse. Al principio todo era una cuesta abajo a la que no se veía el final, una caída en picado por la ladera de un barranco infinito. Después empezaron a aparecer pequeños repechos que aliviaban temporalmente la brusquedad del descenso, pero no eran más que breves descansos en un largo periodo de fatiga física y mental. Con el paso de los meses, esas etapas de recuperación se fueron prolongando y de vez en cuando se solapaban, dando lugar a los primeros momentos de paz interior después de una etapa tan tormentosa.
Hoy ya se ha invertido el sentido de la marcha y la vía pica hacia arriba de forma suave y continua, en un ascenso leve que me hace despertarme cada día con ganas de vivir y de decirle al mundo que ya estoy bien, que vuelvo a tener las riendas de mi vida, que ya no me atormenta su ausencia.
Hemos quedado a comer en un restaurante nuevo que han abierto cerca de su apartamento. Es una de esas concesiones que se pueden hacer a estas alturas, cuando la seguridad en uno mismo te permite acercarte hasta la que fue tu casa, sin que los recuerdos te hagan dar un rodeo kilométrico para evitar sensaciones, olores y visiones que, hace unos meses, me habrían sumido en una tristeza tan honda como sin sentido.
Espero que los nervios me permitan expresarme con claridad, contar lo que siento y cómo lo siento, sin dejarme llevar por la emoción de volver a verla, de sentir su presencia y quizá, por qué no, su olor o su tacto.
Aquella última discusión, en la que negó tantas veces que yo la quería, en la que logró sacarme de quicio con sus juegos dialécticos y su no querer entender, o querer no entender, o ni querer ni entender, fue la última vez que la tuve a mi lado, aunque en realidad estábamos ya a miles de kilómetros de distancia.
Ahora, por fin, puedo enfrentarme a su presencia y salir airoso del envite, tranquilo y sereno, vivo. Pero si me interroga, si por casualidad se le ocurre sacar de su chistera esa duda que nos separó, esa pregunta que me persigue cada noche, no voy a poder mentirle: sí, claro que te sigo queriendo, como el primer día.

14 de noviembre de 2006

oberón

Fotografía de royalty-free collection

Dejamos atrás Titania y nos acercamos a su satélite gemelo: Oberón. La misión ha sufrido algunos contratiempos y retrasos diversos, provocados por una breve pero intensa tormenta de meteoritos que nos sorprendió en la órbita de Saturno, aunque las reparaciones se han llevado a cabo sin demasiados problemas y afortunadamente todo ha vuelto a la normalidad. La temperatura exterior ronda los doscientos grados bajo cero, por lo que mi idea de una excursión por la superficie de Oberón queda descartada. Enviaré a uno de los XP-600 para recoger muestras y grabar en el interior de alguno de los cráteres gigantes, aunque no creo que a nadie le interese demasiado lo que estamos haciendo aquí.
Hace más de doce años que despegamos de Cabo Cañaveral y casi siete que no recibimos ningún tipo de comunicación desde la Tierra. La idea de que somos los únicos seres vivos del sistema solar cobra fuerza a medida que nuestra excursión va tocando a su fin. Disponemos de energía y alimentos para otros siete años, tiempo más que suficiente para regresar directamente a casa, o a lo que quede de ella. Si lo que dice la teniente Johnson es cierto, la nube radiactiva habrá desaparecido cuando lleguemos, aunque dudo que alguna especie animal haya podido sobrevivir. Quizá nos enfrentemos al reto de repoblar un planeta devastado y sin vida, pero la nave puede servirnos perfectamente de refugio durante varias generaciones.
Desde primeros de noviembre, una vez aprobada por mayoría en la reunión extraordinaria, la nueva norma sobre relaciones sexuales está causando el efecto deseado. Ya se han confirmado seis embarazos y es posible que la cifra aumente hasta doce, porque todas, salvo la cabo Stevenson, lo están intentando con verdadera devoción. Las normas para evitar la endogamia nos obligan a una fidelidad absoluta e inquebrantable, de la que depende por completo la futura supervivencia de esta nueva humanidad que repoblará la Tierra.
El test de compatibilidad genética me ha emparejado de por vida con la cabo Pérez, una atractiva y joven mejicana con la que comparto camarote desde hace dos meses, y en cuyas entrañas se desarrolla, con una salud excelente, el hijo que nunca pude tener contigo.
Si a nuestro regreso todo ha sido una falsa alarma y la Tierra sigue como la dejamos, espero que hayas rehecho tu vida y que puedas perdonarme por esto.
Sinceramente tuyo, tu esposo, Jake.

11 de noviembre de 2006

instinto cazador

Fotografía de archivo

Faltaban nueve días para mi decimoquinto cumpleaños cuando llegamos a Torrenueva. Mientras mis padres comenzaban a deshacer el equipaje y mis hermanas se peleaban por hacerse con la litera de arriba, yo me escapé hasta la casa de Julián para dar comienzo a nuestra primera aventura veraniega.
El sueldo de oficinista de mi padre sólo nos alcanzaba para un pequeño apartamento en una urbanización antigua y lejos de casi todo, mientras que el chalet que habían alquilado los padres de Julián era una enorme construcción de dos plantas, rodeada por un jardín que terminaba en la misma arena de la playa. La casa era grande y lujosa, pero lo que a mí me fascinó desde el principio fue la piscina.
Se parecía bastante a las que había visto en algunas revistas de las que suele leer mi madre, en reportajes sobre grandes estrellas de Holliwood o millonarios árabes forrados de petrodólares. Tenía forma de riñón gigante y en uno de sus extremos contaba con una pequeña isla a la que se accedía por un puente de madera sin barandilla. En mitad de ese islote, tumbada sobre una hamaca blanca del tamaño de mi cuarto, la señora Salvatierra tomaba el sol desnuda.
Julián Salvatierra había llegado ese año al liceo de los Agustinos, después de llevar casi toda su vida saltando de colegio en colegio a medida que a su padre, militar de carrera, le iban destinando en distintas ciudades españolas y del norte de África. Al principio se sentaba solo en la última fila de pupitres, reservada habitualmente para los alumnos nuevos y para aquellos a los que nuestros directores espirituales consideraban una especie de almas descarriadas. El padre Tomás, nuestro tutor y profesor de matemáticas, decidió que Julián debía sentarse junto al alumno más popular de la clase, que por aquel entonces era yo, con el fin de integrarse rápidamente en el grupo y evitarle más retrasos escolares de los que ya acumulaba. Desde entonces nos hicimos casi inseparables.
Los planes para ese verano podían resumirse en dos palabras: ligar y ligar. La explosión de hormonas que había invadido nuestros cuerpos a medio hacer nos impedía pensar en cualquier otra cosa que no fueran chicas, chicas y chicas. Julián, que ya llevaba dos años veraneando en Torrenueva, se había encargado de preparar una lista de las discotecas a las que nos dejarían entrar, de las zonas de la playa en las que se tumbaban las amigas de su hermana y de los horarios en los que la mayoría de las veraneantes quinceañeras acudían al club náutico a perfeccionar su tenis. Todo estaba planeado casi al minuto, incluyendo direcciones de los lugares a los que debíamos acudir, nombres de los porteros de las discotecas y claves para entrar gratis en la mayoría de sitios de moda.
El día siguiente a nuestra llegada, la madre de Julián me invitó a cenar con ellos en su casa. A mis padres les pareció bien y, aunque nosotros queríamos echarnos a la calle lo antes posible, supuse que no debía rechazar la invitación. Con suerte, antes de medianoche estaríamos en la puerta de alguna discoteca.
La cena resultó mucho más incómoda de lo que había imaginado. Cada vez que la señora Salvatierra —Teresa, como ella insistía en que la llamara— me miraba, yo sólo lograba ver a esa mujer desnuda que me había recibido el día anterior desde su hamaca blanca. Acto seguido me ruborizaba y tenía que apartar la vista para tratar de aplacar al bulto rebelde que me estallaba en el pantalón. Después de cenar, mientras Julián negociaba con su padre la hora de llegada, Teresa me abordó en la cocina y me preguntó si lo había pasado bien. Mentí y ella propuso que nos diéramos todos un baño en la piscina antes de salir. Julián apareció de repente y logramos escapar de allí a tiempo para evitar esa inmersión familiar. No sabía muy bien por qué pero me sentía al mismo tiempo liberado y estafado.
Los primeros días nos limitamos a marcar el terreno, igual que había visto hacer tantas veces a los leones de esos documentales que nos ponía el padre Tomás los viernes por la tarde. Nos acerábamos con descaro a los grupos de chicas mientras reíamos torpe y escandalosamente para llamar su atención. Jugábamos a las palas tan cerca de ellas como podíamos, dejando caer la pelota con demasiada frecuencia sobre sus toallas y manteniendo una sonrisa forzada que terminaba por marcarnos las mejillas. Todo esfuerzo era poco para lograr nuestro objetivo. Éramos un tándem torpe pero perfectamente sincronizado.
El padre de Julián tuvo que volver a Madrid por asuntos de trabajo, pero insistió en que se mantuvieran los planes de la fiesta tal como se habían decidido la primera noche que cené en su casa. Podíamos invitar a tanta gente como quisiéramos y quedarnos en la piscina toda la noche, siempre que nos abstuviéramos del alcohol y de cualquier tipo de drogas. Teresa se ofreció a prepararlo todo y nosotros sólo nos dedicamos a reclutar invitados.
Faltaban tres días para el gran evento y la pareja de cazadores cerraba el círculo sobre sus presas, utilizando con descaro todas las técnicas de que disponían. Julián era más lanzado y lograba con facilidad que las chicas le rieran las gracias y aceptaran gustosas las copas a las que invitaba sin parar. En la jungla playera, el dinero y la ropa de marca eran las zarpas más afiladas con las que se podía atacar. Yo me mantenía casi siempre en la retaguardia, aprovechando la debilidad de las presas menos dotadas y recogiendo los trozos que se le caían a Julián de la boca. Mi cabeza pasaba más tiempo en la isla de Teresa que en la sabana de Julián.
Todas las mañanas me dejaba caer por el chalet antes incluso de que mi amigo despertara, ansioso por compartir con su madre un desayuno a base de huevos, beicon, zumo y tostadas. Después retrasaba todo lo posible nuestra salida hacia la playa; mientras Teresa doraba su cuerpo desnudo sobre la hamaca, yo nadaba sin parar en círculos concéntricos alrededor de la isla que tanto perturbaba mi cabeza. Julián se enfadaba siempre y terminaba por largarse, acusándome de descuidar mis obligaciones de cazador. Aquello me hacía sentir mal, pero no podía evitar el deseo de que se fuera y nos dejara solos.
La lista ya estaba casi terminada: doce chicas y siete chicos nos acompañarían en la noche más importante de mi vida. Teresa supervisó personalmente los apellidos de cada uno de los invitados, a cuyos padres conocía del club náutico y de cuya reputación no tenía ninguna duda. Julián no terminaba de decidirse entre Verónica Sánchez Andrade, un pibón rubio de dieciséis años y un metro setenta, y Mónica Gómez de la Rápita, una morena espectacular con la que se había revolcado un par de veces en la discoteca. A mí me había reservado a Jimena Gómez de Carrizosa, una andaluza muy simpática a la que yo no terminaba de verle la gracia. A Teresa tampoco le gustaba para mí. Ni esa ni ninguna.
Después del desayuno abrí los regalos de mis padres y de mis hermanas; una camiseta espantosa, unos vaqueros sin marca que jamás me pondré y el habitual poema ilustrado que las enanas llevaban días preparando. Con el último beso salí pitando para el chalet. Julián ya se había levantado y me esperaba junto a la piscina con mi segundo desayuno, el que de verdad disfrutaba cada día, aunque hoy habría de compartirlo con él, igual que a Teresa.
Los cazadores siempre madrugan para pillar a sus presas medio dormidas, para que no se percaten de su llegada e intenten huir, para que caigan dócilmente en sus garras y se entreguen a ellos sin rechistar. Pero las técnicas de caza sólo funcionan bien cuando todo el equipo hace su trabajo, y yo ese día salía a cazar en solitario.
Llegamos los primeros al club, a pesar de mi insistencia por quedarnos en la piscina toda la mañana. Poco después aparecieron las chicas, más comunicativas y cariñosas que de costumbre, como queriendo dar las gracias por adelantado, como gacelas que se acercan a los leones dando saltos de alegría, ansiosas por ser devoradas.
Julián llevaba raro todo el día, ausente y enfadado a la vez. Creo que no le sentó bien que Teresa hubiera insistido en colocarse a mi lado durante el desayuno, que riera tanto mis gracias y que me llevara de la mano hasta la piscina. Él no decía nada pero su cara lo contaba todo; parecía haber perdido la ilusión por la fiesta, por las chicas y sobre todo por mí, su amigo del alma y compañero de cacería.
En los documentales había escuchado que el peor enemigo de un león es siempre otro león de su manada, normalmente un hermano suyo. Cuando se producía una pelea entre jóvenes leones, el perdedor debía abandonar el grupo para siempre y aprender a cazar por su cuenta. Si no andaba listo, probablemente acabaría siendo presa de las hienas.
Inventé una excusa para largarme del club y Julián ni siquiera se molestó en preguntarme a dónde iba; lo sabía perfectamente. Cuando llegué al Chalet, Teresa se levantó de la hamaca, desnuda, y se acercó lentamente hasta la casa, sin apartar la vista de mí en ningún momento. Entró y dejó la puerta entornada, como las trampas para conejos que solía poner mi abuelo alrededor de su huerto; si el animal entraba, la puerta se cerraba de golpe y ya no podía escapar. Un golpe seco en la nuca era toda la recompensa que recibía la pobre bestia incauta.
En los últimos treinta años he ido siempre de vacaciones con Julián, hemos estudiado la misma carrera, soy padrino de su hija y él lo es de mi boda. Formamos parte de una manada feliz, la alimentamos y la defendemos, pero siempre juntos.
Jamás hemos hablado de aquel día. Los leones somos así.

10 de noviembre de 2006

lo siento tanto

Fotografía de Finnegar

El zapato izquierdo me venía pequeño, pero el derecho grande, tan grande que en él podría haber metido los dos pies y parte de una mano, tan grande que podría haber servido como cuna para ese niño al que acababa de atropellar. Toda la pierna derecha se encogió al no haber sido capaz de soltar el acelerador y pisar con fuerza el freno que habría evitado este accidente. Ahora ya ni siquiera la siento. Sólo un pequeño muñón cuelga inerte de mi cadera derecha. Tan inerte como el cuerpecito que descansa debajo de esa manta brillante. Tan absurdo como mi puta dependencia de la botella.

3 de noviembre de 2006

colores

fotografía de EvaSofia


Como todos los días, desperté en mi casa sin saber dónde estaba. A mi lado, desnuda como yo, yacía la mujer más bella que jamás había visto. Sus labios pequeños y redondeados dibujaban una sonrisa que fue iluminando, poco a poco, aquella estancia pequeña y desordenada. En menos de cinco minutos, una explosión cromática se había adueñado de mi cuarto y había despegado suavemente la catarata gris que cubría mis ojos. Volví la vista hacia ella y te encontré a ti. Desde entonces duermo atado a tu tobillo con una cadena arcoíris.