23 de mayo de 2007

campanas

fotografía de Darco TT

Tocan a muerto mientras Martín, casi sin resuello, sube de tres en tres las escaleras que llevan al campanario. Seis largas de la grande, seis de la pequeña (la de maitines y duelos), un compás de espera y vuelta a empezar: seis largas, igual de graves pero más sonoras, mucho más fuertes.
—Si vuelves a llegar tarde, no tendrás que preocuparte más por madrugar: le daré tu puesto a Fabián; hace años que lo merece mucho más que tú —el párroco amenaza con la mano en alto y lleva en el rostro esa expresión tan suya de no-vuelvas-a-repetirlo.
—No se repetirá, Padre, se lo juro. La vaca se puso de parto anoche y no hemos salido del establo hasta ahora mismo. Pregúntele a mi madre si no me cree.
Martín sabe que doña Asun no es su madre. Aunque sea un poco lento o, como dicen las viejas, un inocente, tuvo la suerte de que lo adoptaran; no como Fabián, que vive aún con el párroco y no tiene quien le limpie los mocos. Ninguno de los dos muchachos sabe leer ni escribir, pero ambos conocen de memoria el funcionamiento del campanario, los distintos toques, las frecuencias y repeticiones que corresponden a cada acontecimiento. Es casi lo único que saben hacer.
Faltan cuatro días para la Ascensión, patrona del municipio y fiesta mayor con verbena y concurso de pasodobles en la plaza. Será el domingo y habrá que triplicar el trabajo: maitines a las seis —doce toques cortos de la pequeña—, misa a las once y las doce, con un último aviso para rezagados a las doce menos cuarto, y repique a fiesta cada dos horas desde la salida de misa hasta las seis.
Martín se hace la composición de lugar mientras toca de nuevo a muerto. Ya son seis en este mes, los dos últimos, ayer y hoy. Nadie se atreve a decirlo, pero la gente está preocupada. Don Blas, el practicante, le ha confesado al alcalde que no sabe casi nada sobre el motivo de fallecimientos tan repentinos, casi súbitos, y nadie habla abiertamente del tema; la fiesta mayor ha de celebrarse, pase lo que pase.
Amanece un nuevo día y de momento las campanas descansan, igual que Martín, a la espera de acontecimientos. Los operarios que llegaron ayer desde la capital aprovechan los primeros rayos de sol para terminar de desayunar en el bar y montar el escenario con la pista de baile, colocar farolillos y cargar las cámaras con vinos, cervezas y refrescos. Uno de los electricistas se acaba de desplomar desde lo alto de una escalera. Está muerto. Antes de que el juez de paz llegue a levantar el cadáver, Fabián está ya en la plataforma y sujeta con ambas manos la soga de la campana mayor.
La primera tanda de seis largas saca a Martín de la cama y lo lanza, casi a medio vestir, a una carrera frenética camino de la iglesia. Antes de que alcance la base del campanario, la última serie de las pequeñas ha terminado. Cuando se cruzan por la estrecha escalera de caracol, Fabián intenta esconder bajo su camisa una caja de raticida, mientras anuncia orgulloso que el puesto de campanero ya es suyo.
La imagen de la virgen abandona el templo a hombros de los quintos, mientras el resto de vecinos, con el párroco y el alcalde a la cabeza, conforman una hilera humana que serpentea en silencio tras el paso procesional. Martín no forma parte de ese grupo. Lleva dos días sin salir de la cama, maldiciendo la pérdida de su puesto de campanero y sin parar de preguntarse cómo logró Fabián una anticipación tan exacta, tan calculada, tan perfecta.
Sólo hay una forma de adelantarse a Fabián. Martín se sabe incapaz de matar a nadie —y ni siquiera relaciona el raticida con la posibilidad de que su rival sí lo sea—, pero no concibe la vida sin la única misión para la que se siente preparado. Hoy ha madrugado más que nunca, y tras los maitines, con el eco agudo de las últimas campanadas todavía rebotando en los muros de la capilla, espera a que Fabián descienda de la plataforma, escondido detrás del confesionario. Ha subido despacio, no se vaya a despertar el párroco, y en cada escalón repite mentalmente la serie con la que reivindicará, para siempre, su carrera de campanero.
Seis largas de la grande, seis de la pequeña (la de maitines y duelos), un compás de espera y vuelta a empezar: seis largas, igual de graves pero más sonoras, mucho más fuertes.
Desde el pretil, Martín sonríe mientras se deja caer de espaldas al vacío.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un placer ver mi imagen acompañando a tu texto.

Sigo explorando tu blog.

Anónimo dijo...

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