11 de abril de 2007

narguile

fotografía de Joe in France

Juan se ha quedado solo en el salón de Casa Hassan, recostado en la esquina del fondo, junto a la chimenea, sobre los cojines azules y rojos con remates de hilo dorado. Frente a él, sobre la mesa de madera y latón en la que aún descansa la tetera, Abdul acaba de colocar su narguile favorito —una pipa de plata con inscripciones en caracteres árabes—, antes de salir de nuevo para despachar al último de los huéspedes, un suizo que no para de dar las gracias mientras dispara a discreción con su diminuta cámara digital.
Ya no queda nadie en el hotel, y son pocos los que aún deambulan por la medina. La lluvia torrencial de anoche y el aviso de tormentas fuertes que la radio y la televisión se encargaron de difundir, devolvieron a los turistas a sus autobuses, coches y autocaravanas, camino de Ceuta y de la protección del mundo occidental —más preparado para calamidades meteorológicas— que les llama desde el otro lado del Estrecho.
No es la primera vez que Juan pasa la noche en ese pequeño hotel de Chaouen —al que considera ya casi su petit palais marroquí—, sobre todo desde que descubrió por casualidad que el dueño, Abdul, cumplía años el mismo día que él. Hace tiempo que lo celebran juntos, desde que la curiosidad llevó a Juan a querer conocer su pueblo natal, en el que su padre había servido como sargento del ejército español. De todas formas, hoy todo le parece diferente, como si la soledad provocada por la tormenta imprimiera a la estancia un filtro color sepia, parecido a la fotografía que preside la recepción: Abdul, recién nacido, descansa en brazos de su madre —muerta pocos días después— bajo la mirada atenta de Hassan, su padre, que también falleció por aquella época. Rara vez hablan del tema, a pesar de que la madre de Juan también murió poco después del parto y ambos se han criado con los abuelos.
—¡il y a trois ans, Abdul! —grita Juan incorporándose, mientras su amigo cierra el portón azul añil, que les protegerá durante horas del mundo exterior. Cuando las celosías y contraventanas logren convertir la casa en un refugio a salvo de miradas curiosas, encenderán la pipa de agua y fumarán juntos hasta el amanecer. Esperándola.
La lluvia suena ya en la montera de cristal que corona la estancia, se cuela poco a poco por las juntas de los marcos y comienza a resbalar por los canalones que descienden hasta el desagüe central del patio. Abdul regresa con el cestillo de mimbre en el que guarda las piedras de carbón, los fósforos y el saquito de hashis, dispuesto a dar comienzo a ese ritual heredado de sus ancestros y que les une, desde hace tiempo, el día de su cumpleaños. Juan alimenta de nuevo la pequeña chimenea de hierro con dos raíces de olivo, aunque sabe que no logrará ahuyentar del todo ese frío húmedo que invade la casa desde hace días. Sobre las brasas incandescentes, coloca con cuidado una de las piedras negras, que no tarda ni dos minutos en adquirir la temperatura suficiente para encender la primera bola de hashis, de la que ambos comienzan a fumar, a base de caladas lentas y profundas que van inundando la habitación de un humo blanco, denso y cálido.
Tres años atrás, en ese mismo salón donde hoy charlan recostados junto a la chimenea, delante de la misma pipa de plata repujada en la que ahora fuman, Juan tuvo una visión. Abdul nunca le ha creído —al menos eso es lo que dice—, y achaca la fantasía a los efectos alucinógenos del cannabis, pero para él fue tan clara y tangible como las facciones marcadas de su amigo que ahora tiene frente a su cara. Según relata Juan, una mujer joven, de rasgos árabes y una belleza que es incapaz de definir con palabras —pero le sigue erizando el pelo cuando la recuerda—, apareció aquella noche de lluvia, tormentosa como la de hoy, cuando Abdul dormía ya mecido en brazos del hashis. Iba descalza, cubierta por una túnica de color café hasta los tobillos y tocada con un pañuelo del mismo tono, del que se desprendió para dejar caer sobre los hombros una cabellera larga y oscura como el azabache. No dijo nada; se limitó a depositar en la bandeja del narguile un pequeño corazón de plata, que se fundió en el acto y pasó a formar parte de la pieza —aunque Abdul, cuando lo vio al día siguiente, aseguró que siempre había estado allí.
Durante tres años, tal día como hoy, bajo una tormenta de características similares, la historia se ha repetido de forma casi idéntica, y ahora son tres los corazones —uno por cada aparición— que decoran la base de esa pipa de agua, de ese narguile de plata que Abdul guarda con devoción, mientras sigue negando a su amigo los supuestos hechos fantásticos, escudado siempre en la fascinación provocada por el cannabis. Hoy, ambos cumplen los cuarenta.
Juan está más nervioso que otros años. Sabe que sólo queda un hueco en la bandeja y que el cuarto corazón, cuando aparezca, será el último, por eso se empeña como nunca en que Abdul le traduzca la inscripción que rodea la base de la pipa. Sospecha que algo va a ocurrir, y que su amigo no le ha contado todo lo que sabe. Lo que cree que sabe.
La lluvia arrecia y la montera de cristal tiembla como si fuera a desplomarse, el desagüe casi no da abasto para evacuar toda el agua que desciende con violencia por los canalones, mientras la pipa sigue inundando de humo la habitación y el cerebro de ambos hombres. Asustado, igual que Juan, Abdul accede por fin a confesar el contenido del mensaje.


Cuatro tormentas, cuatro años antes de cumplir los cuarenta, traerán cuatro corazones a cuatro almas que los perdieron.

En el mismo instante en que Abdul termina de recitar la traducción, la mujer de túnica marrón y cabello azabache atraviesa la nube de humo con el corazón de plata sobre la mano extendida, lo deposita con cuidado en la bandeja y el proceso de fundición se repite por última vez.
Ahora Juan lo ha entendido todo. Se abraza a su hermano y ambos besan a su madre antes de que ésta desaparezca para siempre. Hassan, al fin, la ha perdonado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ladrón de esencias, colores y sabores, Yisus. Embriagador relato.

Besos orgiásticos.