29 de noviembre de 2006

mi amiga

Fotografía de 3rd Foundation

Laura me está ayudando a preparar la merienda y a decorar el salón. Tenemos que terminar antes de las cinco, no sea que llegue algún invitado y nos pille sin arreglar. Nos estamos dando toda la prisa que podemos, cortando las rebanadas, untando fuagrás y sobrasada, colocando los vasos y platos de papel, las servilletas, los cuencos con pistachos y cacahuetes, sin olvidar las serpentinas y sobre todo la cucaña que ha traído tía Marisa. Estamos las dos solas, pero nos apañamos muy bien.
Aunque mis padres no puedan verla, Laura es la mejor amiga que tengo. Marisa y las demás tampoco la ven, pero a nosotras nos da igual. Lo hacemos todo juntas y no nos importa que algunos idiotas se rían y digan que estoy loca. Mamá le ha dicho a la abuela que es normal, que muchos niños tienen amigos imaginarios, que es una fase del crecimiento, o algo así. Pero la abuela está muy triste y dice que hay que ser canalla para comerciar con la salud de tu hija. Yo no lo entiendo muy bien, pero me da pena que discutan por mi culpa, por mi amiga imaginaria.
Pero Laura no es imaginaria. Cuando desperté después de la operación ella ya estaba allí. Ocupaba la cama de al lado, en esa habitación tan blanca en la que pasamos casi dos semanas. Desde entonces siempre ha estado conmigo y no nos separamos ni un minuto. Ni siquiera cuando vamos a la clínica para la revisión semanal. Mientras me conectan todos esos cables en la cabeza, ella se sienta enfrente y me cuenta cosas para entretenerme.
Papá ya no tiene que ir a trabajar al taller, ni se le quedan las uñas negras de grasa. Con el dinero que le dieron los médicos, se ha jubilado y pasa todo el día con nosotras en el chalé. Laura dice que han sido muchos millones, pero que no debo culparle por ello, porque gracias a ese contrato nos hemos conicido. Mamá ha dejado de limpiar en casa de doña Dolores. Desde que nos mudamos aquí, todos los días viene una chica mulata y lo limpia todo, nos hace la comida y plancha la ropa nueva. A mí no me gusta mucho ir de tiendas, pero mamá dice que debemos estar siempre muy bien arregladas, como esas amigas nuevas con las que merienda cada tarde en el club.
La doctora Villanueva es la única puede ver a Laura. Cuando se pone ese casco tan raro y lo conecta con mis cables, las tres charlamos y jugamos a un montón de cosas: nos movemos a la vez, decimos las mismas frases sin equivocarnos, incluso podemos adivinar lo que ha escrito la otra sin necesidad de verlo. Por eso no me importa ir cada semana a la clínica. Hoy va a venir a casa con su marido, que también es médico y fue quien me operó en la cabeza. Dicen que si todo va bien, en unos meses podré volver al colegio y sacaré mejores notas que antes.
Ahora ya no necesito estudiar, porque Laura sabe cualquier cosa que le pregunte: los nombres de los ríos, las capitales de todos los países, las divisiones con cinco cifras… y sabe hablar un montón de idiomas.
A veces, cuando cree que estamos dormidas, mamá se acerca a mi cama, me da un beso junto al implante y me dice, muy bajito, que la perdone.

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