11 de noviembre de 2006

instinto cazador

Fotografía de archivo

Faltaban nueve días para mi decimoquinto cumpleaños cuando llegamos a Torrenueva. Mientras mis padres comenzaban a deshacer el equipaje y mis hermanas se peleaban por hacerse con la litera de arriba, yo me escapé hasta la casa de Julián para dar comienzo a nuestra primera aventura veraniega.
El sueldo de oficinista de mi padre sólo nos alcanzaba para un pequeño apartamento en una urbanización antigua y lejos de casi todo, mientras que el chalet que habían alquilado los padres de Julián era una enorme construcción de dos plantas, rodeada por un jardín que terminaba en la misma arena de la playa. La casa era grande y lujosa, pero lo que a mí me fascinó desde el principio fue la piscina.
Se parecía bastante a las que había visto en algunas revistas de las que suele leer mi madre, en reportajes sobre grandes estrellas de Holliwood o millonarios árabes forrados de petrodólares. Tenía forma de riñón gigante y en uno de sus extremos contaba con una pequeña isla a la que se accedía por un puente de madera sin barandilla. En mitad de ese islote, tumbada sobre una hamaca blanca del tamaño de mi cuarto, la señora Salvatierra tomaba el sol desnuda.
Julián Salvatierra había llegado ese año al liceo de los Agustinos, después de llevar casi toda su vida saltando de colegio en colegio a medida que a su padre, militar de carrera, le iban destinando en distintas ciudades españolas y del norte de África. Al principio se sentaba solo en la última fila de pupitres, reservada habitualmente para los alumnos nuevos y para aquellos a los que nuestros directores espirituales consideraban una especie de almas descarriadas. El padre Tomás, nuestro tutor y profesor de matemáticas, decidió que Julián debía sentarse junto al alumno más popular de la clase, que por aquel entonces era yo, con el fin de integrarse rápidamente en el grupo y evitarle más retrasos escolares de los que ya acumulaba. Desde entonces nos hicimos casi inseparables.
Los planes para ese verano podían resumirse en dos palabras: ligar y ligar. La explosión de hormonas que había invadido nuestros cuerpos a medio hacer nos impedía pensar en cualquier otra cosa que no fueran chicas, chicas y chicas. Julián, que ya llevaba dos años veraneando en Torrenueva, se había encargado de preparar una lista de las discotecas a las que nos dejarían entrar, de las zonas de la playa en las que se tumbaban las amigas de su hermana y de los horarios en los que la mayoría de las veraneantes quinceañeras acudían al club náutico a perfeccionar su tenis. Todo estaba planeado casi al minuto, incluyendo direcciones de los lugares a los que debíamos acudir, nombres de los porteros de las discotecas y claves para entrar gratis en la mayoría de sitios de moda.
El día siguiente a nuestra llegada, la madre de Julián me invitó a cenar con ellos en su casa. A mis padres les pareció bien y, aunque nosotros queríamos echarnos a la calle lo antes posible, supuse que no debía rechazar la invitación. Con suerte, antes de medianoche estaríamos en la puerta de alguna discoteca.
La cena resultó mucho más incómoda de lo que había imaginado. Cada vez que la señora Salvatierra —Teresa, como ella insistía en que la llamara— me miraba, yo sólo lograba ver a esa mujer desnuda que me había recibido el día anterior desde su hamaca blanca. Acto seguido me ruborizaba y tenía que apartar la vista para tratar de aplacar al bulto rebelde que me estallaba en el pantalón. Después de cenar, mientras Julián negociaba con su padre la hora de llegada, Teresa me abordó en la cocina y me preguntó si lo había pasado bien. Mentí y ella propuso que nos diéramos todos un baño en la piscina antes de salir. Julián apareció de repente y logramos escapar de allí a tiempo para evitar esa inmersión familiar. No sabía muy bien por qué pero me sentía al mismo tiempo liberado y estafado.
Los primeros días nos limitamos a marcar el terreno, igual que había visto hacer tantas veces a los leones de esos documentales que nos ponía el padre Tomás los viernes por la tarde. Nos acerábamos con descaro a los grupos de chicas mientras reíamos torpe y escandalosamente para llamar su atención. Jugábamos a las palas tan cerca de ellas como podíamos, dejando caer la pelota con demasiada frecuencia sobre sus toallas y manteniendo una sonrisa forzada que terminaba por marcarnos las mejillas. Todo esfuerzo era poco para lograr nuestro objetivo. Éramos un tándem torpe pero perfectamente sincronizado.
El padre de Julián tuvo que volver a Madrid por asuntos de trabajo, pero insistió en que se mantuvieran los planes de la fiesta tal como se habían decidido la primera noche que cené en su casa. Podíamos invitar a tanta gente como quisiéramos y quedarnos en la piscina toda la noche, siempre que nos abstuviéramos del alcohol y de cualquier tipo de drogas. Teresa se ofreció a prepararlo todo y nosotros sólo nos dedicamos a reclutar invitados.
Faltaban tres días para el gran evento y la pareja de cazadores cerraba el círculo sobre sus presas, utilizando con descaro todas las técnicas de que disponían. Julián era más lanzado y lograba con facilidad que las chicas le rieran las gracias y aceptaran gustosas las copas a las que invitaba sin parar. En la jungla playera, el dinero y la ropa de marca eran las zarpas más afiladas con las que se podía atacar. Yo me mantenía casi siempre en la retaguardia, aprovechando la debilidad de las presas menos dotadas y recogiendo los trozos que se le caían a Julián de la boca. Mi cabeza pasaba más tiempo en la isla de Teresa que en la sabana de Julián.
Todas las mañanas me dejaba caer por el chalet antes incluso de que mi amigo despertara, ansioso por compartir con su madre un desayuno a base de huevos, beicon, zumo y tostadas. Después retrasaba todo lo posible nuestra salida hacia la playa; mientras Teresa doraba su cuerpo desnudo sobre la hamaca, yo nadaba sin parar en círculos concéntricos alrededor de la isla que tanto perturbaba mi cabeza. Julián se enfadaba siempre y terminaba por largarse, acusándome de descuidar mis obligaciones de cazador. Aquello me hacía sentir mal, pero no podía evitar el deseo de que se fuera y nos dejara solos.
La lista ya estaba casi terminada: doce chicas y siete chicos nos acompañarían en la noche más importante de mi vida. Teresa supervisó personalmente los apellidos de cada uno de los invitados, a cuyos padres conocía del club náutico y de cuya reputación no tenía ninguna duda. Julián no terminaba de decidirse entre Verónica Sánchez Andrade, un pibón rubio de dieciséis años y un metro setenta, y Mónica Gómez de la Rápita, una morena espectacular con la que se había revolcado un par de veces en la discoteca. A mí me había reservado a Jimena Gómez de Carrizosa, una andaluza muy simpática a la que yo no terminaba de verle la gracia. A Teresa tampoco le gustaba para mí. Ni esa ni ninguna.
Después del desayuno abrí los regalos de mis padres y de mis hermanas; una camiseta espantosa, unos vaqueros sin marca que jamás me pondré y el habitual poema ilustrado que las enanas llevaban días preparando. Con el último beso salí pitando para el chalet. Julián ya se había levantado y me esperaba junto a la piscina con mi segundo desayuno, el que de verdad disfrutaba cada día, aunque hoy habría de compartirlo con él, igual que a Teresa.
Los cazadores siempre madrugan para pillar a sus presas medio dormidas, para que no se percaten de su llegada e intenten huir, para que caigan dócilmente en sus garras y se entreguen a ellos sin rechistar. Pero las técnicas de caza sólo funcionan bien cuando todo el equipo hace su trabajo, y yo ese día salía a cazar en solitario.
Llegamos los primeros al club, a pesar de mi insistencia por quedarnos en la piscina toda la mañana. Poco después aparecieron las chicas, más comunicativas y cariñosas que de costumbre, como queriendo dar las gracias por adelantado, como gacelas que se acercan a los leones dando saltos de alegría, ansiosas por ser devoradas.
Julián llevaba raro todo el día, ausente y enfadado a la vez. Creo que no le sentó bien que Teresa hubiera insistido en colocarse a mi lado durante el desayuno, que riera tanto mis gracias y que me llevara de la mano hasta la piscina. Él no decía nada pero su cara lo contaba todo; parecía haber perdido la ilusión por la fiesta, por las chicas y sobre todo por mí, su amigo del alma y compañero de cacería.
En los documentales había escuchado que el peor enemigo de un león es siempre otro león de su manada, normalmente un hermano suyo. Cuando se producía una pelea entre jóvenes leones, el perdedor debía abandonar el grupo para siempre y aprender a cazar por su cuenta. Si no andaba listo, probablemente acabaría siendo presa de las hienas.
Inventé una excusa para largarme del club y Julián ni siquiera se molestó en preguntarme a dónde iba; lo sabía perfectamente. Cuando llegué al Chalet, Teresa se levantó de la hamaca, desnuda, y se acercó lentamente hasta la casa, sin apartar la vista de mí en ningún momento. Entró y dejó la puerta entornada, como las trampas para conejos que solía poner mi abuelo alrededor de su huerto; si el animal entraba, la puerta se cerraba de golpe y ya no podía escapar. Un golpe seco en la nuca era toda la recompensa que recibía la pobre bestia incauta.
En los últimos treinta años he ido siempre de vacaciones con Julián, hemos estudiado la misma carrera, soy padrino de su hija y él lo es de mi boda. Formamos parte de una manada feliz, la alimentamos y la defendemos, pero siempre juntos.
Jamás hemos hablado de aquel día. Los leones somos así.

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