21 de noviembre de 2006

la presa (capítulo 1)

Fotografía de Jiaen

El Ministerio de Fomento es un edificio de granito escurialense, recio, sobrio y frío, idéntico a los otros cinco bloques ministeriales que lo rodean, formando un recinto administrativo de columnas y soportales que enclaustran un patio desproporcionado, digno del mayor desfile militar de la época franquista en la que se construyó. Por aquel entonces se denominó Ministerio de Obras Públicas, y su misión inicial consistió en sembrar este país de carreteras y pantanos, cuyas inauguraciones quedaron plasmadas en blanco y negro, para gloria de algunos y vergüenza de bastantes más, principalmente los familiares de los presos que trabajaron en esas construcciones, muchos de los cuales perdieron la vida en nombre de la prosperidad nacional.
En una de esas obras comenzó su andadura profesional Mariano Peláez Cantalapiedra, oficial administrativo con categoría veinticuatro, seis sexenios, un trienio y treinta y ocho años de antigüedad laboral, que le facultan para ocupar uno de los pequeños despachos individuales de la sección octava, la encargada de administrar los planos de las primeras presas que se construyeron en España.
El despacho donde se oculta Peláez no tiene más de cinco metros cuadrados, pero a él no parece importarle; tampoco parece que le preocupe carecer de ventana, de secretaria e incluso de ordenador. Nada de eso le hace falta para desempeñar una misión que quedó obsoleta hace décadas, pero que él desempeña con la misma dedicación y entrega del primer día: ninguna.
Su trabajo consistía inicialmente en revisar, centímetro a centímetro, todos y cada uno de los miles de planos utilizados en las distintas presas que se construían, con el fin de detectar posibles errores cometidos por los ingenieros, tanto en el cálculo de las estructuras como en la correcta ortografía de topónimos y demarcaciones.
No hace falta decir que Peláez no sabía, ni sabe, una palabra de ingeniería, de cálculos, de estructuras o de hidrodinámica, lo cual le facultaba perfectamente para ocupar un puesto que jamás hizo falta, pero que nadie se atreve a eliminar, quizá porque Mariano es sobrino del primer ministro que ocupó esa cartera, allá por mil novecientos cincuenta y tantos. Desde entonces es como si nadie se hubiera planteado ni por asomo la posibilidad de asignar a Peláez a otro puesto, en el que no sabría qué hacer y para el que no está, de ninguna manera, preparado.
Mariano pasa sus ocho horas reglamentarias en el pequeño despacho de la planta semisótano, donde lee tres periódicos distintos, además de completar sus correspondientes crucigramas y sudokus; revisa exactamente doce planos cada día, siguiendo un orden alfabético que comienza a primeros de enero con la presa de El Atazar y finaliza poco antes de Navidad, con la revisión exhaustiva de los noventa y seis correspondientes a la pequeña presa de Zorita. Conoce perfectamente cada uno de los canales, conductos, aliviaderos y escaleras de todas las presas españolas construidas antes de la llegada de la democracia. Si su fobia social se lo permitiera, podría presumir ante compañeros y amigos de sus detallados conocimientos, e incluso ganaría cualquier concurso televisivo de carácter cultural en el que el tema fuera la ingeniería civil.
Pero Mariano jamás habla voluntariamente con nadie. Cualquier estudiante de primer curso de sicología podría diagnosticarle con sólo observar su comportamiento diario en el ministerio. Nunca saluda a sus compañeros de pasillo, aunque tenga que apartarse a su paso por culpa de la estrechez del mismo. Lleva cerca de treinta años en ese edificio y nadie ha escuchado su voz, o al menos nadie lo recuerda, por lo que corre el rumor de que es sordo, mudo e incluso algo retrasado. Él lo sabe y no hace nada por desmentirlo. Le gusta ser un tullido social.
El primer lunes del mes de mayo, a las ocho y cincuenta minutos de la mañana, una furgoneta oficial, con cristales tintados, conducida por un individuo de traje negro al que acompañaban otros dos, idénticamente vestidos, entró en el enorme patio de la sede ministerial y se detuvo delante de la puerta de la sección octava, la que conduce al estrecho pasillo en el que Peláez pasa sus ocho horas reglamentarias.
No todos los días se ve a tres armarios trajeados pasearse por ese subterráneo, por lo que la novedad alteró a media docena de funcionarios que salieron de sus despachos como conejos que abandonan las madrigueras.
Cuando entraron sin llamar en el cubil de Mariano, el corro de curiosos —la fila india, en realidad— había aumentado y cuchicheaba sin pudor sobre historias inverosímiles recién inventadas; se oyó decir que podía ser un terrorista encargado de colocar una bomba en el ministerio, que quizá había matado a su esposa y la había descuartizado antes de echársela a los cerdos, que podía tratarse de un espía que filtraba información a las embajadas cercanas, y no sé cuántas fantasías más, en el escaso cuarto de hora que tardaron en salir.
Cuando la expectación empezaba a desbordar el reducido espacio que separaba el despacho dieciséis de la puerta de salida, uno de los tipos de negro abrió de golpe la puerta y solicitó, en un perfecto castellano, que se fueran todos a tomar por culo y despejaran el pasillo. Peláez, con un gorila delante y otro detrás, recorrió el camino a ritmo de legionario y se vio, casi sin enterarse, dentro de la furgoneta de cristales ahumados camino de la primera aventura de su vida, aunque fuera muy a su pesar.

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