3 de diciembre de 2006

motivos

Fotografía de Jungmoon


A veces, durante mis largos paseos por Madrid, practico un juego sencillo pero difícil de mantener: se trata de intentar tomar conciencia del acto de caminar, de identificar la orden enviada desde el cerebro a una pierna para que se encoja, avance, vuelva a estirarse y apoye el pie sobre una superficie estable y seca. Cada paso requiere un trabajo de identificación de voluntades bastante complicado, seguido de otro igual de complejo y, sin tiempo para analizarlo, otros mil pasos siguen al primero de forma automática. Nunca logro mantener la concentración más de diez o quince metros, porque el cerebro reclama su ancho de banda para dedicarlo a otras necesidades más urgentes. Pues bien, una de esas necesidades es la de hablar solo. Lo hago continuamente, casi de forma obsesiva, como intento de huída de una soledad autoimpuesta que disfruto y sufro a partes iguales. La disfruto porque me permite compartir ideas, visiones y análisis de la realidad con quien mejor me conoce, sin ingerencia de terceras personas ni conversaciones no deseadas. La sufro porque el ser humano es, por naturaleza, sociable, salvo excepciones patológicas como la mía.
Esos cerca de cuarenta años de charlas interminables, casi habían ocupado por completo mi disco duro cerebral, ese en el que falsamente creemos que nunca se agota el espacio. El mío estaba tan lleno que no he tenido más remedio que empezar a sacar información, a liberar neuronas para hacer hueco a futuras introspecciones, a separar trigo y paja para seguir cosechando ideas y almacenando información perecedera.
El trabajo de volcado de memoria comenzó en agosto de este año, con mi portátil recién comprado y una moderna cámara web, que registraba copias de seguridad en formato avi. Cada día, después de desayunar, grababa sesenta o setenta segundos de una especie de diario hablado, en el que repasaba brevemente las anécdotas y reflexiones del día anterior, junto con deseos y previsiones para el que estaba comenzando. La idea me gustó, y me lancé a compartirla con algunos amigos, un grupo reducido a los que fui mostrando, de uno en uno, la primera página de este diario virtual. La iniciativa tuvo tanto éxito que se convirtió en cita obligada de las sobremesas estivales, y me llevó a tomar esta tarea como costumbre y a perfeccionarla día a día. En una semana ya estaba recitando poemas de Ángel González, organizando tertulias literarias y, sin darme cuenta, grabando mi primer texto: escala de grises. A éste le siguieron otros dos, y a esos dos otros cuatro, hasta que comprendí que necesitaba ayuda para expresar con corrección la catarata de ideas que me surgía diariamente. Fue entonces cuando me hablaron de la Escuela
El resto ya lo conocéis: los trabajos semanales, los microcuentos de la Cadena Ser, algún que otro concurso, el blog y la necesidad diaria de sentarme a escribir. Sólo han pasado cuatro meses desde el primer volcado de memoria, desde que decidí compartir esas conversaciones privadas y me convertí en aprendiz de escritor. No tengo, por tanto, motivaciones arrastradas desde la infancia, recuerdos de mis deseos de escribir ni una larga historia con la que razonar esta pasión. Sólo sé que a veces, mientras escribo, practico un juego sencillo pero difícil de mantener: intento tomar conciencia del acto de escribir.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen inicio de escritura

Anónimo dijo...

Te leí en el otro medio, y me maravilló tu relato. Sólo puedo decirte que enhorabuena y ánimo para seguir.

Besos orgiásticos.

Anónimo dijo...

Geniales los motivos. Una visión enriquecedora para quienes llevamos escribiendo toda la vida pero aún no hemos tomado conciencia ;-)