25 de octubre de 2006

maldita niña rica (II)

Portada de la serie de TV Six Feet Under Cuando abandoné el tanatorio, el sol brillaba como si fuera a estallar. Disponía de cuatro horas para deshacerme de la lapa policial, recoger el maletín y presentarme en la terminal cuatro, donde tomaríamos el avión hacia la libertad. Si todo salía según lo planeado, Yolanda habría tenido tiempo suficiente para acercarse al banco, suplantar tu identidad y vaciar la cuenta en la que fuiste guardando esas cantidades que robabas mensualmente de la empresa familiar. Nadie, salvo tu familia y la policía, estaba al tanto de tu fallecimiento. Esa ausencia de información, unida a vuestro parecido físico y las miles de veces que había firmado en tu nombre, facilitarían la tarea y nos harían ricos y libres. Sería tu regalo de boda póstumo.
Tú no llegaste a conocer a mi padre. Una de las pocas virtudes que le recuerdo era la de escabullirse a lo Houdini. Se pasó más de la mitad de su vida acosado por acreedores, hijos ilegítimos y maridos coronados, por lo que desarrolló esa habilidad que, en más de una ocasión, me tocó compartir de forma involuntaria. Siempre me decía que el mejor día para deshacerse de alguien es el domingo. No tienes más que acercarte hasta el Rastro y tirar “sin querer” uno de los puestos que rodean la estatua de Cascorro. A partir de ese momento, cualquiera de las calles que desembocan en la plaza sirven de huida perfecta, camuflado entre la maraña de curiosos, turistas, policías y descuideros.
Por suerte para mí, ayer fue domingo.
Después de liberarme de mi acompañante, un taxi me condujo directamente hasta el intercambiador de Nuevos Ministerios. Da gusto subir la Castellana un domingo a mediodía. Apenas cuatro coches mal contados y media docena de autobuses de japoneses.Llegué a la consigna con más tiempo del que había planeado.
Sector rojo. Llave 435. El maletín no está. En su lugar, una nota con un número de teléfono que casi no puedo leer. La vista nublada y el pulso por las nubes.El teléfono de Yolanda no contestaba, así que no tuve más remedio que doblegarme al juego de la nota anónima, a sabiendas de que las sorpresas, normalmente, son desagradables.
Esta lo fue, y mucho.
Nadie descolgó el teléfono. El mensaje del contestador me dejó helado. Era tu voz. Acababa de verte tumbada en un ataúd de lujo y ahora me hablabas como recién salida de la ducha, fresca y decidida. No podía creerlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué desazón, Jesús, qué barbaridad. Enhorabuena :-D

Un besote,
Elisa