19 de octubre de 2006

el tabaco mata

Fotografía de Tristan Nitot

De todos los vicios que puede cultivar un soltero cuarentón en una ciudad como ésta, el tabaco es el único al que nunca he podido resistirme. Siempre he sabido que, tarde o temprano, acabaría conmigo, pero jamás supuse que fuera a hacerlo con este despliegue de efectos especiales. A lo sumo, me había imaginado en una cama de hospital maldiciendo la hora en que me fumé el primer pitillo, rodeado de tubos y con un sermón médico retumbándome en los oídos, pero lo que acaban de extraerme del pulmón derecho no es una bola de alquitrán. Si estuviera aquí Calleigh, la rubia de CSI, aseguraría sin dudarlo que se trata de un calibre 22.
Mi vida siempre ha sido sencilla, ordenada y previsible. Mamá estaría orgullosa si me viera. Bueno, si me viera hoy no lo creo. Quizá podría disimular el vendaje del pecho cubriéndolo con las sábanas, pero los dientes que se quedaron en el puño de aquel tipo me han desfigurado bastante la sonrisa, sin contar con que el color del ojo izquierdo es, por decirlo de alguna forma, enfermizo. Y todo este despliegue de formas, colores, texturas y ausencias se lo debo únicamente al tabaco. Sí, ahora mismo se lo explico, señor comisario; es que si no lo cuento tal como pasó, puede que me deje algún dato importante. Al menos, así es como dice Grisom que deben detallarse los casos.
Ayer salí de la oficina a las diecisiete y diecisiete, igual que hago cada viernes desde hace veinticuatro años. A las diecisiete y diez se va mi jefe, puntual como un reloj suizo. A las diecisiete y doce ya he recogido el portátil y he terminado de colocarlo, junto a los cables, los discos, las llaves y el portafolios, en el maletín de cuero que me regalaron los compañeros cuando cumplí veinte años en la empresa. Tardo cinco minutos en recorrer el pasillo que da acceso a los ascensores del sector cuatro, bajar las veintisiete plantas que me separan de la calle y cruzar el hall principal hasta alcanzar la puerta oeste. Ya estoy fuera.
Como hago cada día, antes de tomar el metro hasta mi casa, ayer me detuve en el estanco de la calle Maravillas semiesquina a Duque de Rueda, en el que siempre compro un paquete de Chester Ultra Light, el de la cajetilla blanca y azul, que desde primeros de mayo cuesta un euro con setenta y cinco céntimos. Antes fumaba el normal, pero me he pasado al bajo en nicotina para intentar que me mate un poco más despacio. Pero ayer, por primera vez desde que doña Paquita se hiciera cargo del negocio, sustituyendo al difunto de su marido, don Arturo, la puerta permaneció cerrada todo el día. También es mala suerte que tu madre, con una salud envidiable a los noventa y cuatro años, vaya y se muera un viernes, que es el día que más caja hace el estanco, porque la gente compra provisiones para no salir de casa en todo el fin de semana. Al menos es lo que yo hago.
Ese detalle podría parecerle insignificante a cualquiera de ustedes, pero a mí me ha hecho pasar la peor noche de mi vida. Siempre compro en ese estanco, entre otras cosas porque no paso frente a ningún otro hasta llegar a mi casa, que por si no se lo he dicho antes, está en el número ciento cuarenta y cuatro de la Avenida de Aragón, la calle más larga de Madrid. Si no hay ninguna avería ni huelga de conductores, a las dieciocho y cinco ya estoy sentado en el sofá, con un sándwich vegetal en una mano y el mando de la tele en la otra. Casi nunca le pongo mayonesa, pero algunos viernes, sobre todo ahora en verano, me permito esas calorías extra como regalo de fin de semana.
Pues bien, ahora que ya le he puesto en antecedentes, paso a relatarle los hechos concretos que me han traído aquí, que han provocado el accidente múltiple, el incendio y los fallecimientos posteriores, y que imagino están ustedes deseando conocer. Si quiere, puede decirle a sus hombres que se acomoden en la cama de al lado. El señor que estaba ahí a primera hora creo que ya no va a necesitarla. Dios lo tenga en su gloria.
Siempre termino de cenar justo antes de que empiece el telediario de Matías, que sin duda es el más interesante e imparcial de los cuatro que ponen por la noche, ¿no le parece? Después de los deportes, incluyen un bloque publicitario que dura dos minutos y treinta segundos, tiempo justo para hacerme un descafeinado de sobre con una cucharada de azúcar y dos gotitas de leche. Cuando acaba el hombre del tiempo, recojo el plato, la taza y la servilleta, friego los dos primeros, guardo la tercera en su cajón y saco el cenicero pequeño de cristal, ese que regalaron hace dos años con el dominical. Por último, recupero mi sitio en el sofá y enciendo un cigarrillo mientras comienza el peliculón.
Pero ayer, como ya le he contado, no pude comprar tabaco. Ese detalle tuvo la culpa de todo.
En mi barrio, como supongo que ocurrirá en el resto de la ciudad, la gente se echa a la calle los fines de semana como si el mundo se fuera a acabar cada lunes, como si la última oportunidad en sus vidas de conocer a la persona ideal pasara por emborrachase el viernes y no soltar la botella hasta el lunes de madrugada. Y digo supongo porque yo nunca lo he hecho. Jamás he pisado otro bar que no sea el de la planta cuarenta y ocho del edificio en el que se encuentra mi oficina, pero en ese no sirven bebidas alcohólicas.
Así que, de pronto, me vi obligado a salir a la calle en busca de mi Ultra Light, aunque por una vez supongo que podría haber fumado del normal. De hecho, es posible que si hubiera aceptado comprar un rubio cualquiera, nada de esto habría ocurrido.
Desde que aprobaron la ley anti-tabaco, la mayoría de las máquinas que había en los bares han desaparecido, por lo que mi búsqueda casi se convirtió en una misión imposible. En los pocos locales en los que aún quedaban máquinas, sólo se vendían las dos marcas de siempre, y los vendedores ambulantes, que ofrecían cajetillas camufladas bajo la gabardina, tenían aún menos variedad que los bares.
Pasaba el tiempo y mi obsesión por fumar aumentaba de forma preocupante, y supongo que alteraba también mi percepción de las cosas.
Una hora y treinta y siete minutos después de haber bajado a la calle, un tipo me ofreció algo que no entendí, pero con los dedos hacía el gesto de fumar, así que me lancé hacia él como un loco, dispuesto a meterme en el pecho un celtas corto, si era necesario. Imagínese, señor comisario, la cara que se me quedó cuando ese desconocido me ofreció, en lugar de tabaco liado, una especie de placa de ese tabaco de mascar que toman en las películas del oeste, para que encima tuviera que pasarme toda la noche escupiendo. Intenté hacerle entender que no era eso lo que quería, que yo quería la cajetilla blanca de Chester, ¡la blanca, joder, la blanca!
Parece que lo de la blanca lo entendió bien, porque me preguntó en un perfecto castellano cuánto dinero. No entendí por qué me preguntaba por el dinero, si era él quien lo vendía, pero aún así le escribí en un papel “uno setenta y cinco”, y tras mirarme con cara de asombro, me hizo que le acompañara hasta el bar Kyoto, del que tan mal recuerdo guardaré para siempre.
Antes del incendio, el Kyoto ya parecía una ruina. Me recordó bastante a uno de esos reportajes sobre redadas en clubes de alterne, porque a todas las señoritas que poblaban la barra se les había olvidado en casa gran parte de la ropa. El caballero que me acompañaba, me sugirió que esperara mientras él entraba en una habitación al fondo del local. Supongo que es allí donde guardan en secreto el tabaco, porque antes de entrar tuvo que identificarse dos veces. Creo que esta nueva ley está volviendo un poco paranoico a todo el mundo.
Mientras esperaba, una joven muy simpática me dijo algo al oído en un idioma que desconozco. Le sonreí por educación y tras un breve gesto al camarero, la señorita se hizo con una botella de champán francés, que pretendía que abonara yo. Aunque intenté hacerle entender que jamás bebo alcohol y que no llevaba encima más que dos euros y treinta céntimos, siguió insistiendo en que pagara los treinta euros que había costado nuestro equívoco lingüístico. Como veía que no superaba la barrera del idioma, intenté explicarle al camarero la situación tan embarazosa que se había producido, pero cuando miré hacia arriba para amoldarme a sus más de dos metros de altura, lo único que logré ver fue un puño gigantesco que volaba hacia mi ojo izquierdo.
Desperté en una habitación oscura, maloliente y atestada de individuos orientales, desnudos y sentados alrededor de una mesa. Por suerte, el caballero que me había llevado hasta el Kyoto estaba sentado frente a mí. Él podría aclarar todo aquel embrollo y conseguirme por fin mi paquete de Ultra Light.
Ahora que lo pienso, señor comisario, resulta algo extraño que tantas personas estuviesen desnudas en una habitación tan pequeña, pero quizá se trataba de una sauna japonesa, a juzgar por el calor y la densidad del aire, que casi podía cortarse. El olor quizá procedía de esas piedras blancas que con tanto esmero raspaban hasta convertir en un polvo muy fino, al que después de pesar y volver a picar, introducían en unos paquetitos de papel. Supongo que se trataba de alguno de esos condimentos tan extraños que sirven en los restaurantes chinos, en los que desde luego jamás he puesto los pies. No es que tenga nada contra la comida de otras culturas, pero he oído más de una vez que en esos sitios descuartizan a sus muertos y los sirven con salsa agridulce. Yo prefiero los sándwiches vegetales.
El barman gigante estaba plantado a mi derecha, quizá para que pudiera verlo con el único ojo sano que me quedaba. El tipo bajito y rechoncho, que no paraba de gritarme algo referente a un maletín, resultó ser el dueño del local, al que ya no se si denominar sauna, bar o club de señoritas. Aunque traté de explicarle que yo lo único que quería era mi tabaco y disculparme por el malentendido, él siguió insistiendo en que le diera el maletín. Yo le dije que lo había dejado en casa, junto al perchero de la entrada, como hago cada día, y que no entendía qué podía tener de especial aquel viejo cartapacio de cuero.
Antes de seguir, debo aclararle que, cuando no recibo mi dosis de nicotina, el pulso me tiembla bastante más de lo normal. Como ahora. A veces, soy incapaz de escribir o de servirme una taza de café. Le cuento esto porque tiene cierta relevancia en el asunto que nos incumbe.
Con el fin de identificarme y deshacer de una vez todo el malentendido que se estaba creando, decidí sacar mi cartera y explicarle a aquellos individuos que no era más que un oficinista de categoría cuatro, tal como figura en mi pase de la empresa. Un gesto tan sencillo como ese, se convierte casi en encaje de bolillos para un pulso tembloroso como el mío. Tanto es así, que la cartera se escapó de mi mano y salió volando hacia delante. Cuando intenté alcanzarla, ignorando aún que me habían atado los tobillos con cinta americana, mi cuerpo salió disparado tras la cartera y ambos acabamos chocando con un lateral de la mesa en la que trabajaban los orientales. Parte de la culpa fue mía, no lo niego, pero ese tablero sujeto sobre caballetes no puede considerarse una mesa. Al menos no una sólida.
A partir de ese momento las cosas se complicaron bastante.
Las montañitas de ese polvo alimentario saltaron por los aires como en una réplica del belén navideño que instalaba mi abuelo. Supongo que se imagina la escena. Los orientales, embadurnados de blanco, corrían asustados hacia la puerta del fondo, mientras gritaban algo que, sintiéndolo mucho, no soy capaz de reproducir. El tipo bajito y regordete, se arrancaba de cuajo los cuatro pelos que aún poblaban su cabeza, y el puño del camarero gigante se incrustaba por segunda vez en mi cara, esta vez sustituyendo por dedos la mayor parte de mis dientes. Creo que fue en ese momento cuando me di cuenta de que el asunto se ponía feo de verdad.
Mi padre siempre decía que correr es de cobardes, pero a mí me pareció buena idea echar una carrerita hasta la calle, aprovechando la puerta que había abierto el colectivo asiático. Cuando ya creía estar a salvo, tras flanquear el último de los escalones, un ruido sordo, acompañado de un profundo dolor en el pecho, me lanzó contra la pared. Aunque al principio no me di cuenta de lo que había pasado, creo que fue en ese momento cuando me hirieron. Caí al suelo e intenté arrastrarme hasta la calle, mientras los disparos se repetían sin cesar. No debía resultar sencillo apuntar en medio de aquella nube blanca, y quizá por eso, uno de los disparos reventó la botella de propano que estaba junto a la puerta. De ahí en adelante no recuerdo nada.
Uno de sus hombres me ha contado, bajo cuerda, que los restos de la puerta se estamparon contra el autobús y que ahí comenzó el accidente en cadena. También me dijo que las chicas salieron por la puerta principal al escuchar los disparos, y que los únicos fallecidos han sido el propietario, el gigante y aquel caballero tan amable que me llevó hasta el bar.
Si salgo de ésta, señor comisario, le juro que dejo de fumar.

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