17 de octubre de 2006

maldita niña rica

Niña rica

Ahora, plantado aquí frente a tu rostro inanimado, lo he comprendido todo. Has tenido que pagar con tu vida, pero lo has conseguido. Eres libre.

La primera vez que te vi, a la salida de aquel restaurante de lujo, supe de inmediato que acabarías siendo mi perdición. Fue uno de esos presentimientos absurdos e inexplicables, pero que cuando se presentan sabes a ciencia cierta que se terminarán cumpliendo. Tan sólo tardaste unos segundos en introducirte en aquel Audi de lunas tintadas, aunque fue más que suficiente para grabar en mi retina una imagen que me ha perseguido hasta ahora.
Te había visto tantas veces en portadas y anuncios a doble página, que no pude evitar esa sensación de conocerte desde siempre. Resultaste tan cercana, casi familiar, que sólo se me ocurrió acercarme para poder abrazarte, como tantas veces había hecho en la soledad de mi cama. El certero golpe de tu guardaespaldas me devolvió inmediatamente a la realidad, a la que nada te acerca tan perfectamente como un suelo adoquinado estrellándose contra tu cara. Maldita la hora.
Muy propio de ti aquel gesto con el que quisiste lavar tu imagen. Ese gigantesco ramo de flores, inundando literalmente mi media habitación de hospital barato. Una sonrisa de anuncio junto a mi escayola, perfectamente captada por tus fotógrafos, se encargaría de retratarte como la mejor de las samaritanas. Otra portada segura y otra mano de cal sobre una conciencia que ya no podía empapar más mentiras.
Pero cometiste el enorme error de mirarme a la cara.
Una décima de segundo bastó para transformar un gesto tan falso en un sentimiento incomprensible, para perforar esa capa de cosmética emocional y tomar asiento en tu cerebro dormido. Tú lo viste. Yo lo ví. Nadie más se percató.
En las siguientes visitas supiste envolverte a la perfección en la manta del anonimato, que tantas veces habías utilizado para escapar de situaciones comprometidas. Casi me desmayo cuando te vi aparecer con aquella peluca rubia y la bata de enfermera, tan escotada que habría resucitado de su sueño eterno al mismísimo Walt Disney. Igual que la segunda de tus demostraciones camaleónicas, aquella en la que te hiciste pasar por la venerable anciana que reparte estampitas entre los enfermos. Tan guapa, tan elegante, tan cariñosa, tan como tú. Ahora que ya no importa, puedo confesarte que durante unos minutos lograste engañarme como a un bobo. Como lo que soy.
Ahora podría parecerme casi normal, pero el día en que me dieron el alta, no podía creer que aquel muro de músculos, al que debía mi larga estancia en el hospital, me acompañara tan amablemente hasta la puerta trasera, en la que tu Audi protector guardaba el momento de nuestro reencuentro. Nunca debí haber subido en ese coche. Jamás debí aceptar ese primer beso ni ninguno de los que vinieron después.
Una vez más, y son ya tantas, sabía que estaba metiéndome en un callejón sin salida, pero en este caso lo hacía caminando sobre una alfombra de terciopelo rojo, iluminada por las farolas de diamantes que pendían de tus orejas. Otra posibilidad para meterme en líos y la misma prisa por cagarla que ha definido siempre mi existencia. De nuevo tomaba voluntariamente la carretera equivocada.
Qué divertida debió de resultarte al principio esta aventura. A ti, que te encantaba marear a millonarios decrépitos y atractivos cazafortunas, que jugabas al despiste de cama en cama como quien cambia piezas en un tablero de ajedrez. Qué pobre tonto fui al confundir tu capricho de niña rica con el amor que tantas veces había soñado en silencio. Pero mírate ahora, tirada como un juguete roto y tan muerta que ni siquiera puedes reprochármelo. ¿Quién es esa mujer que me mira sin verme? ¿Por qué no detuviste este estúpido juego antes de que nos atropellara?
Ni siquiera después de muerta me puedo librar de tu imán destructor. Esa fuerza oculta que me impidió contar la verdad en comisaría, me sigue persiguiendo. Está aquí, en este tanatorio de cinco estrellas que se ha convertido en nuestro último lujo compartido. Ese policía a sueldo de tu padre nunca me dejará tranquilo. Ahora está ahí al fondo de la sala, esperando a que salga para volver a convertirse en mi sombra. No creo que pueda aguantar mucho más esta mentira. Yo no soy como tú. Jamás lo seré.
Supongo que tú sigues culpando a Yolanda de todo esto, aunque bien pensado, ya no creo que puedas ni siquiera culpar. Llegaste a acumular tanto odio hacia ella que terminó por estallarte en la cara. Yo te quería, Ana, pero no pude cumplir ese último capricho tuyo. No contra ella.Imagino que a estas alturas ya habrás adivinado que el coche trucado era el tuyo, no el de Yolanda. Tan solo unos minutos antes de vaciar tu circuito de frenos, estuve a punto de hacer lo que me pediste, pero nadie se lo merecía menos que ella. Siempre estuvo a tu lado, fiel como un lazarillo, dispuesta a sacarte de cada lío en el que te metías y aguantando tus impertinencias a cambio de un sueldo mensual y un millón de promesas no cumplidas.
Ella te adoraba y tú la tratabas como a una esclava. Te divertía que hiciéramos el amor en la piscina para que ella tuviera que presenciarlo. Siempre a tu sombra y siempre a tus pies. Nadie en sus cabales habría aguantado lo que ella. Nadie más que ella. Nadie. Por eso explotó y te envió aquellas fotos. Por eso viste tu futuro y tu herencia tambaleándose. Sabías perfectamente que si tu pasado lésbico llegaba a oídos de tu padre, te desheredaría exactamente igual que hizo con tu hermano. Adiós a las fiestas, los aviones privados y las operaciones de estética.
Tu mundo se tambaleó hasta el punto de desear la muerte a quien tanto habías amado. No quedaba otro remedio. Tantos años de cama en cama, con hombres a los que no deseabas, cerrando los ojos y abrazando el cuerpo de Yolanda, que ya no te pertenecía. Y de pronto aparecí yo, aquel imbécil con el que estuviste jugando a la buena samaritana, justo a tiempo para convertirme en el arma ejecutora que nunca habrías podido empuñar tú sola.
No contabas con que ella se enamorara de mí. Jamás habría entrado en tus planes. Ella, que te había adorado, que habría muerto mil veces por ti, se atrevió a confesarte que ya no te quería, que prefería a un tonto como yo, a un hombre, a un ser humano. Imagino que tu ego no pudo soportarlo. Tu pedestal de mármol se resquebrajó con un solo golpe de sinceridad. Una confesión capaz de llevarte hasta el asesinato.De todas formas, habría bastado con dejarlo estar, con quitarte de enmedio y permitirle que desapareciera de tu vida. Pero no, tú no ibas a permitir que nadie te llevara la contraria. La acosaste, la amenazaste, la perseguiste y tus matones le hicieron la vida imposible. No te iba a dejar tan fácilmente. Tú misma la obligaste a desempolvar esas fotos. Ante cualquier jurado, podría alegarse que fue un chantaje en defensa propia. Un ataque defensivo.
Tampoco contabas con que yo hubiera visto el sobre. Estaba tan enamorado que habría sido incapaz de negarme a ejecutar tu crimen. Si no hubiera abierto la guantera de tu coche para coger los alicates, nunca habría descubierto esas instantáneas de dos jovencitas enamoradas, besándose en una playa desierta o desnudas sobre la cama de aquel hotel. Su nota, tan breve y sincera, me abrió los ojos y cerró definitivamente los tuyos.
Si logro deshacerme del policía, tomaré ese avión con Yolanda y desapareceré para siempre. Ya eres libre. Nadie conocerá jamás tu secreto.

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