7 de febrero de 2008

Manuel y los insectos

Fotografía de Walsh

Es lunes, y Manuel acaba de terminar su desayuno, consistente como cada día en un gran tazón le leche chocolateada, galletas maría untadas con mantequilla y media tostada de pan integral bañada en aceite de oliva virgen, aunque prefiere no plantearse qué significan la integridad del pan o la virginidad de las olivas. Después de la visita obligada al cuarto de baño, sale al jardín trasero, periódico en mano, y se regala cuarenta minutos de lectura a la sombra del sauce americano, el primero que plantó, cuando la casa aún era poco más que un plano a medio dibujar.
Aprovechando la apertura de la puerta, una escolopendra de casi medio metro —quizá no medía más de quince centímetros, la verdad— se adueña de la pared de la cocina ante la mirada aterrada de Manuel.
Si se puede vivir sin un huevo —y da fe de que así es—, se puede prescindir de comer caliente, y si deja la ventana abierta, tarde o temprano el ciempiés gigante terminará por desaparecer. Luego solo queda lo de contárselo a María, claro, pero por suerte para los tres, la joven esposa no regresará de su viaje hasta el jueves a media tarde.
Manuel asume su nueva condición de realojado sin derecho a cocina con la misma frialdad con la que adoptó su papel de eunuco funcional: sin alterarse. Modifica su patrón alimentario y sustituye con poco ruido los pucheros y caldos variados por ensaladas de bolsa aliñadas con queso de sobre; fritos y rebozados se convierten, vía Carrefour, en litros de bífidus activo con sabor a fresas silvestres, piña o melocotón. Por suerte para Manuel, tanto la cubertería de plata como la vajilla de sargadelos permanecen en el salón desde el día de la boda, y en la pila del cuarto de baño se puede improvisar, al menos temporalmente, un fregadero convencional.
El martes transcurre sin sobresaltos para los dos habitantes de la casa, y salvo las cuatro incursiones visuales que —cada hora— realiza Manuel desde el quicio de la puerta, su comunicación es prácticamente nula. Con los espacios y derechos bien delimitados, la convivencia se desarrolla en un ambiente de mutuo respeto. Pero la anécdota se hace costumbre, y tras un pacífico aunque tenso miércoles, cuando el bípedo y el ciempiés disfrutan de sendos desayunos en habitaciones contiguas, Manuel considera que la relación ha prosperado y, con tal ánimo, determina que su nuevo inquilino le permitirá sin alterarse una incursión de medio minuto al servicio común de microondas. El colacao se disuelve fatal en la leche fría.
Rompiendo el pacto mutuo de no invasión, la escolopendra aprovecha el hueco abierto en la defensa de Manuel para adueñarse, en un movimiento digno de cinturón negro de judo, del sofá de cuero blanco con esquina de cheslón —regalo de boda de su suegra—, el sancta santorum de huevosolo y la que sería, bien lo sabe el tapicero, su última morada como insecto terrenal.
Horas después, mientras abre la puerta del taxi que le llevará al aeropuerto, Manuel repite —en silencio esta vez— el discurso con el que justificará ante María la enorme mancha de sangre en el sofá, la evidente fragilidad de la cerámica de sargadelos y, sobre todo, antes de que sea demasiado tarde, la inminente necesidad de mudarse a un pisito en el centro; algo mono, en un cuarto piso, aunque sea sin ascensor.

1 comentario:

nanalu dijo...

Querido Profe...estoy totalmente de acuerdo con Manuel no se deben violar los pactos de no invasion, muy grafico la descripcion vi el deslizamiento del ciempies y me encanto la relacion entre el bipedo y el bicho..y lo que va mas alla, mas profundo la no relacion entre Manuel y su futura ex. Me gusta mucho como escribes y tu imaginacion ilimitada.