18 de septiembre de 2006

tío Tomás

Fotografía de Haciendo clack

No logro quitarme de encima la costumbre de madrugar en domingo. Rara vez me siento a desayunar después del noticiario de las siete, ese en el que una locutora narra, sin el mínimo interés, una serie de noticias huérfanas de importancia informativa, casi como si por obligación o falta de actividades, después del sábado sólo existieran el fútbol y las misas radiadas. Hace más de treinta años que la cama me despide igual y a la misma hora, sobre todo los domingos.

Esta simpática costumbre se la debo a Tío Tomás, que además de ser mi padrino y el único hermano varón de mi padre, hizo un estúpido juramento el día en que enterramos a papá: él, personalmente, se encargaría de que yo me convirtiera en un hombre de provecho y de sacar adelante a mi madre y a mis hermanas, a las que prefirió dejar al cargo de las monjas clarisas para que las convirtieran en perfectas esposas y católicas madres de familia.

Mi madre, tu abuela, nunca tuvo fuerza ni coraje para enfrentarse a su cuñado, sumida como estaba en una profunda depresión, provocada por la larga enfermedad que llevó a papá a estar más de seis años postrado en su cama. Yo odiaba a tu abuelo por eso. Por no haber estado conmigo, por haber dejado a mamá como una zombi y por haberme condenado a sufrir la humillante tiranía de Tío Tomás, quien se convertiría desde entonces en mi tutor, mi jefe, mi conciencia y mi desgracia.

Cada día, al salir del colegio de los Salesianos, que no distaba más de dos manzanas de nuestra casa, mientras mis amigos tiraban las carteras al suelo y jugaban al fútbol hasta que la noche les impedía distinguir la pelota, yo me dirigía sin pausa alguna hasta la tienda de mi tío, un colmado en el que las amas de casa del barrio bajaban a diario más a cotillear que a comprar, y en el que debía vestir un ridículo delantal a rayas verdes y negras, como un uniforme de preso infantil. En la trastienda de ese húmedo local pasé cinco años sin hacer básicamente nada pero sin poder hacer otra cosa. Recuerdo con especial dolor los domingos, cuando Tío Tomás me recogía mucho antes de que saliera el sol y me obligaba a limpiar una por una todas las estanterías de la tienda, suficientemente deprisa como para llegar a tiempo a misa de doce.

Fuera lo que fuese, para él todo lo hacía mal. Si tenía que ordenar el almacén, siempre me equivocaba de estantería o dejaba mal colocada alguna lata de conservas; si se trataba de llevar un pedido a casa de alguna clienta, o bien tardaba demasiado o no me comportaba correctamente o me quedaba más dinero de la propina de lo que le decía a él, —algo que la mayor parte de las veces era cierto.

Su concepto de la disciplina consistía básicamente en una vara de madera con la que me golpeaba en distintas partes del cuerpo y con desigual violencia, pero siempre siguiendo una estricta relación entre el error y el castigo; un retraso en el envío de un pedido equivalía a un varazo en la palma de la mano; si llegaba tarde a la tienda después del colegio, dos golpes en las corvas que me dejaban dolorido toda la tarde; cualquier destrozo en material de la tienda (romper un vaso de nocilla, dejar caer el azúcar camino de la báscula o permitir que algún niño metiera la mano en el tarro de las golosinas) se traducía en un número de azotes en el culo proporcionales siempre al dinero que costara mi desaguisado.

Así transcurrió lo que debería haber sido mi paso de la infancia a la adolescencia, ese periodo en el que ahora estás tú y que tan extraño, por no vivido, me resulta.

Tú no llegaste a conocerle; ese que ahora babea en su silla de ruedas y que parece mirar a través de nuestros cuerpos no es Tío Tomás, es otro ser que habita su decrépito cuerpo y que no comparte con él más que una pequeña zona del cerebro donde, según su médico, conserva recuerdos que es incapaz de comunicar al resto del mundo.

Esta última Navidad, días antes de morir —maldita costumbre de esta familia la de los juramentos a tumba abierta— tu abuela me hizo prometer que me ocuparía de él, pasara lo que pasase, hasta que Dios quisiera llevárselo al limbo de los idiotas.

Hace cinco años, cuando tu hígado dejó de funcionar y tu vida corría grave peligro, me ofrecí a donarte parte del mío. Bien sabes que te lo habría dado entero, junto con el corazón y los pulmones, si hubiera sido posible, pero la genética nos jugó una de esas malas pasadas, que según el médico inhabilitan a los progenitores directos pero generan copias idénticas de abuelos a nietos. Es como si los padres fuéramos un estorbo intermedio en la evolución de la especie. Aunque el doctor Carretero intentó convencerle de que el ascendiente debía serlo en línea directa, Tío Tomás seguía empeñado en que su hígado te salvaría y que después de la operación ya hablaríamos despacio del asunto. No sé cómo pero lo logró.

Ahora sé que si su paso por el quirófano no se hubiera complicado hasta terminar en esta apoplejía vegetativa, él mismo podía habértelo explicado. Aunque seguimos llamándole tío, quien te salvó la vida después de haber machacado la mía fue en realidad tu abuelo. Su conciencia no pudo al final soportar el engaño infringido a su hermano, la depresión crónica en la que sumió a su único amor y el implacable trato al que sometió a su hijo, en el que veía reflejada a diario la desgracia que le ha perseguido hasta ahora.

Salvarte a ti sería el gesto que le redimiría de los pecados cometidos con los demás. Tú debías ser esa buena obra que borra nuestro expediente y nos abre las puertas del perdón.

Tú sabrás si le adoras o le ignoras, pero no caigas en la trampa de odiarle, como he hecho yo durante tantos años. Al brindarte a ti la vida me ha devuelto la mía, secuestrada hace tanto y que hoy, por fin, se ve libre de odios y rencores, que perdona y comprende, que agradece y respeta.

Luis: pasa a esa habitación, saluda a tu abuelo y dile, aunque creas que no te entiende, que yo ya le he perdonado, que mientras siga ingresado aquí, volveré cada domingo y me plantaré frente a él, como ahora, esperando a que despierte y me cuente…

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