7 de febrero de 2007

un hombre que contaba cuentos

Fotografía de Colin Gregory Palmer

Salgo del colegio corriendo y bajo la cuesta del lavadero, giro frente a la esquina de los Feders y entro en la plaza, a toda velocidad, sin detenerme, hasta llegar a casa y subir a mi cuarto; dejo la cartera, saludo a papá, a mamá, a George y a Sussann, pero ella, como siempre, está en su mundo. Meriendo pan con chocolate, me cambio deprisa y me peino con gomina mientras bajo, de dos en dos, los peldaños que conducen hasta la puerta de entrada. Papá pasa revista y mamá nos besa, uno a uno, en un ritual que aún recuerdo con ternura. Ya está anocheciendo. No tardará en llegar.
Salimos ordenadamente por la puerta, papá delante, después George y yo, y por último Sussann, de la mano de mamá, cerrando la fila. En la calle, los Guildford nos aventajan por una cuadra —literalmente, están frente a la porquera de la viuda Carter—, los Feders están saliendo ahora, unos veinte metros detrás, y a lo lejos veo a las gemelas Angusson alcanzando ya la puerta de la taberna; otro viernes más, hemos perdido la primera fila. De hecho, nunca lo hemos logrado; es una tara más de los Roberts.
Hace seis meses, un viernes como hoy, el hombre apareció en la taberna de Gustav. Era alto, ni grueso ni enjuto, brazos fuertes, bien proporcionado; por mejor decir, era grande. Vestía abrigo negro, largo hasta los tobillos, cuello alto y mangas que, de largas y estrechas, apenas dejaban asomar la punta de unos dedos huesudos, extrañamente delicados para un hombre de su envergadura. Diría, incluso, que tenía falanges de pianista. Sobre la punta de la nariz, firmes e impolutos, unos anteojos como los de mi bisabuelo, unidos por una finísima cadena de oro al ojal de la solapa. Su atuendo era extraño pero elegante; nadie en el pueblo había visto jamás un traje parecido, con su chaleco bordado en hilo púrpura, los filos de la levita reforzados con terciopelo y un alfiler brillante manteniendo una curvatura perfecta en la corbata de seda estampada. De su bolsillo derecho asomaba la esquina de una libreta negra y gastada. Se adentró en el local, tomó asiento en uno de los taburetes del final de la barra, pidió una cerveza y, tras un corto trago, comenzó a hablar.
Nadie le vio nunca en ningún otro sitio, ni siquiera éramos capaces de determinar cuándo y por dónde entraba y salía de aquella pequeña taberna, de aquel recinto abarrotado en mitad de ningún sitio. Simplemente, aparecía, tomaba asiento, pedía su cerveza y le daba un sorbo antes de empezar.

—Voy a contaros un cuento.
A partir de ese instante, el silencio se extendía como la niebla y creaba una atmósfera densa, en la que no cabía más sonido que el de su voz grave y entonada. Todos los vecinos de Walnut Grove (salvo la anciana Angusson, abuela de las gemelas, que permanecía en cama hacía meses con una cadera rota) estábamos sentados alrededor de aquel hombre. Durante la narración nadie se atrevía a mover una silla, a toser, a comer ni beber, incluso los bebés permanecían despiertos y en silencio. Un estado de hipnosis colectiva nos mantenía aferrados a la historia como auténticos protagonistas, partícipes silenciosos de la trama, actores inmóviles que permanecíamos hasta el alba atrapados por una voz. Sussann seguía ausente.
Los gallos cantan mientras abandonamos la taberna. Falta poco para el amanecer pero el regreso se hace sin prisa, por el camino largo, rodeando la plaza bajo los soportales y deteniéndonos a cada paso, sonrisa en ristre, saboreando la velada, con la historia aún grabada en nuestras cabezas. Sussann viaja en brazos de papá, ajena por completo a los acontecimientos. Cuando cumplió los dos años, el médico le confirmó a mamá su sospecha: mi hermana era sorda y lo sería, por desgracia, toda su vida. Bueno, para ser correcto, debería decir mi hermanastra, porque mis padres la adoptaron cuando sólo tenía unos meses, pero esa palabra nunca me gustó. Sussann es, y siempre será, mi hermana.
Cuando llegamos a casa, inexplicablemente, nadie recuerda ni una sola palabra del cuento. Una vez más, desaparecen todos los recuerdos de la historia que nos ha entretenido durante horas. Sólo mi padre parece percatarse de un detalle: hoy es martes.
Nadie sabe con seguridad desde cuándo ocurre, pero ahora hay dos viernes cada semana, y dos sábados, por tanto. Las tareas del campo se desempeñan con mayor premura, para ganar ese día que se dedica ahora al descanso, después de cada visita nocturna del hombre. Nadie se queja y nadie pregunta. Aunque se dobla el número de cuentos, la ansiedad por escucharlos también aumenta, y antes de darnos cuenta, son ya tres las noches en vela que pasamos encerrados en la taberna de Gustav. La gente se esfuerza por intentar retener el cuento, por recordar siquiera un párrafo, una palabra que, combinada con las de los demás, aporte algún sentido a la historia. Nadie lo logra.
Los días pasan y el abandono comienza a adueñarse del pueblo y sus habitantes. Ya son pocos los que vuelven a casa, siquiera para comer o asearse. No hay pan —Lester, el panadero, ya no sale de la taberna ni para encender el horno— y las reservas de comida desparecen engullidas en los breves espacios de tiempo entre cuento y cuento. Las casas sin limpiar, los animales famélicos, sin nadie que los alimente, el colegio cerrado; un pueblo muerto, en resumen.
No sé en qué mes estamos, pero ahora son ya siete las visitas semanales del hombre. Los días van desapareciendo para convertirse en cortos periodos de inactividad, sueño y preparación para la noche siguiente. Muchos duermen en la taberna, sin fuerzas para salir, mal alimentados, sucios y con la mirada perdida. La señora Angusson ha muerto hace días de inanición. Dice papá que nadie ha pasado por su casa en semanas. Algunas bestias, moribundas, deambulan por las calles en busca de comida mientras sus dueños malduermen frente a la posada esperando al hombre.
Esta mañana, volviendo a casa, papá ha encontrado en el suelo una libreta, negra y gastada, que ahora lee en su despacho, con Sussann sobre sus rodillas, mientras casi todo el pueblo duerme. Yo también caigo rendido.
Cuando nos preparamos para salir, es mamá quien se encarga de pasar revista, pero sólo estamos George y yo; papá y Sussann han debido de adelantarse. Quizá hoy, por fin, haya algún Roberts en primera fila. En el callejón lateral de la taberna, detrás de unas cajas de cerveza, una conversación subida de tono llama mi atención y me acerco: papá y el hombre sujetan, cada uno por un brazo, a mi hermana. En la otra mano, papá sujeta con fuerza la libreta negra; el hombre, por su parte, empuña una daga antigua, brillante en la hoja y salpicada de pedrería. De pronto, Sussann se suelta y corre hacia mí, aterrada, mientras los dos adultos caen al suelo abrazados y luchando. Papá se incorpora; el hombre, no. Con la daga clavada en el pecho, emite un último susurro que se convierte en un humo denso, blanco y frío, que vuela hacia nosotros y se introduce con celeridad en la boca abierta de mi hermana. Sussann cae al suelo, de espaldas, mientras mi padre corre a abrazarla, a abrazarnos, y mi recuerdo de la escena desaparece como ese humo blanco.
La taberna ya está llena y el hombre no aparece. Ante el asombro de casi todos, mi hermana se sube al taburete de la esquina, el que siempre ocupa él, y comienza a leer, libreta en mano, el cuento más bonito que jamás haya escuchado nadie. Sussann recita la narración con una voz clara y una declamación perfecta.
Al día siguiente, todo el mundo vuelve al trabajo, a las tareas de limpieza y reconstrucción, a quemar los cadáveres de los animales que pueblan las calles y a dar cristiana sepultura a la abuela Angusson. Pero nadie comenta nada. Papá y Sussann hablan sin parar durante el desayuno, y tampoco eso parece extrañar a nadie. La vida, poco a poco, retorna a Walnut Grove como si nada hubiera pasado, como si jamás hubiera aparecido un extraño para secuestrar almas y voluntades, como si mi hermana nunca hubiera sido sorda.
Todos los años, desde hace más de veinte, celebramos el primer viernes de abril en la casa de mis padres, en Walnut Grove; después de cenar, sentados alrededor de la mesa, Sussann abre su libreta y lee, como el primer día, el cuento más bonito del mundo.
De aquel individuo nunca se ha vuelto a hablar. Si acaso, cuando le preguntan, papá siempre dice lo mismo: sólo era un hombre que contaba cuentos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y si la escena de la daga se le ha borrado de la memoria... ¿cómo es que nos la cuenta?

mola, eh.

espe dijo...

Me gusta mucho