el concurso de la vaca
Ninguna de las virtudes me que han acompañado desde pequeña —y no son pocas— es comparable a mis dotes como fisonomista. Después de doctorarme cum laude por la Universidad Estatal de Wisconsin, en la especialidad de razas autóctonas americanas, he dedicado mi vida al análisis de rostros bovinos, al estudio de las manchas bicolores en variedades lecheras y, como en el caso que nos ocupa, a la localización de individuos desaparecidos.
A pesar del tamaño más que generoso que mis pechos adquirieron en los albores de mi pubertad, antes de cumplir los dieciocho me vi obligada a abandonar la esclavitud del sostén, por motivos cutáneos que no vienen al caso. La fuerza de la gravedad y un crecimiento desmesurado se encargaron del resto, aunque los pezones tardaron más de seis años en multiplicar por cuatro su número, repartiéndose, poco a poco, por la superficie tersa y delgada de la ubre en que se han convertido ahora mis glándulas mamarias. El resto ha sido sencillo.
Antes de terminar la carrera, pese a los consejos en contra de mi traumatólogo, ya recorría a cuatro patas los dos kilómetros que separaban mi apartamento —mi cuadra, en realidad— del campus universitario. Me acostumbré a enfundar en esparadrapo los dedos de pies y manos, unidos de dos en dos, hasta que el roce de los nudillos contra el asfalto fue convirtiendo mis falanges en callosidades cada vez más duras y resistentes, casi tan sólidas como las pezuñas de verdad.
Más difícil me ha resultado lo de ganar peso, sobre todo con una dieta vegetariana como la que me autoimpuse desde pequeña. Ahora me veo obligada a masticar cantidades ingentes de productos vegetales durante más de quince horas al día, y en contra de la creencia infantil que relaciona las zanahorias con la visión perfecta, mis ojos han perdido gran parte de la capacidad de que hicieron gala años atrás. Por eso necesito que, cada día más, las fotografías de los individuos buscados se me presenten en formatos de proporciones exageradas.
A estos dos, en cualquier caso, no los había visto en mi vida.
Más difícil me ha resultado lo de ganar peso, sobre todo con una dieta vegetariana como la que me autoimpuse desde pequeña. Ahora me veo obligada a masticar cantidades ingentes de productos vegetales durante más de quince horas al día, y en contra de la creencia infantil que relaciona las zanahorias con la visión perfecta, mis ojos han perdido gran parte de la capacidad de que hicieron gala años atrás. Por eso necesito que, cada día más, las fotografías de los individuos buscados se me presenten en formatos de proporciones exageradas.
A estos dos, en cualquier caso, no los había visto en mi vida.
Así lo ha visto Juan Carlos
Un pobre viejo sujeta un tela arrugada casi a ras de suelo, y otro, a su vera, sostiene una fregona con la dignidad de un fusil. En el otro extremo, un hombre con lentes, ataviado con una bata blanca, ojea un cartapacio. Y luego está ese animal, ese enorme animal con manchas que me mira fijamente como un ancestro, con esos ojos negros que parecen precipicios, esas ubres hinchadas. La vida es tan extraña al otro lado, querida. Ojalá no fueras ciega.
Así lo ha visto Chiki
Menuda pereza. Ahora tengo que fingir sorpresa, poner cara de tonta, lamer la tela como si me creyese que esos dos pintarrajos tienen algo que ver conmigo… Les daría una coz pero después de muchos años observando a los humanos he llegado a la conclusión de que se asustan con facilidad cuando alguien demuestra ser más inteligente que ellos. Es preferible que crezcan felices e ignorantes hasta que alcancen la edad para llevarlos al mercado de carne, así los nervios no estropean la mercancía.
...y así lo han visto los demás.
Gracias a todos; a los que habéis participado, a los que habéis votado y a los que os lo habéis leído.
2 comentarios:
Enhorabuena a los participantes. Para que luego digan lo poco que da de sí la vida de una vaca.
Besos orgiásticos (muuuuuchos).
Mola. ¿Quién me debe una cervecita nacional?
Ha sido divertido y cuando los que te ganan son buenos duele menos.
Besos.
Chiki
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