en un santiamén
—Hola caballero, buenos días, ¡qué casualidad encontrarle entrando en su casa! —maletín negro bajo el brazo, sujeto con fuerza suficiente como para resistir el tirón violento cualquier maruja desesperada—. Vengo a ofrecerle un seguro insuperable.
—¿Seguro?
—Y tan seguro, ya se lo digo yo —zapato negro presionando la puerta para evitar que se cierre, en una postura dolorosa pero efectiva.
—Pues yo, seguro, seguro, no estoy de quién es usted.
—Martín López Rebolledo —tarjeta en mano, mientras el otro codo pugna por abrir un poco más la puerta—, agente de seguros, a su disposición.
—Dispongo entonces que se marche de mi casa, martinlopezrebolledo.
—A su disposición y a la de su familia —el hombro ayudando al codo en la lucha por conquistar de nuevo el recibidor perdido—. No hay nada más importante que la familia, ¿no es cierto?
—Cierto o no, yo no he solicitado ningún seguro, aparte el hecho de que familia, lo que se dice familia, no tengo.
—¿Se da usted cuenta de lo que dice, caballero? Un hombre como usted, joven, amable, bien parecido, sin ataduras, es el candidato ideal para un seguro de familia mononuclear, el último grito en la industria del bienestar garantizado.
—Mire, le voy a ser sincero: no me interesa lo más mínimo lo que sea que pretende venderme.
—¿Vender? —la cara de sorpresa, el tronco simulando retroceder y ambas manos sujetando puerta y marco, mientras el maletín cae casualmente hacia delante tras tropezar en el empeine que aún le queda libre—, aquí no se trata de vender, señor…
—Pedro… Rovira… Ballcells —recitado despacio, como si lo leyera del título de medicina que cuelga de la pared, mientras frena el ademán intuitivo de lanzar la mano para saludar, consciente del riesgo de aportar epiteliales, tal como había visto en algún capítulo del CSI—, pero ya le digo que está usted perdiendo el tiempo conmigo.
—El tiempo, amigo mío, ese gran desconocido contra el que es imposible luchar —dos pasos al frente, espalda agachada con intención de recoger el cuero que la estrategia mil veces repetida desplazó antes hasta la puerta del salón—, puede convertirse en su aliado gracias a nuestra oferta personalizada.
El ascensor arranca desde la planta baja y sube despacio, se acerca al piso en el que se desarrolla esta batalla dialéctica entre desconocidos.
—Está bien, pase deprisa, pero prométame que se irá de mi casa en el momento en que yo se lo pida.
—Pida lo que pida, caballero, estaré encantado de complacerle, al igual que este nuevo producto asegurador convertirá sus días en plácidas jornadas sin sobresaltos, sus noches no volverán a poblarse de pesadillas, sueños en los que lo pierde todo y termina durmiendo en una caja de cartón.
Conquistada ya la salita, el amigo Rebolledo despliega sobre la mesa una baraja de impresos coronados por el logotipo de su compañía, decenas de trípticos a todo color en los que hasta los perros se fotografían con amplia sonrisa, pluma estilográfica nacarada en blanco marfil y tarjeta personal con las letras en relieve.
—Si no le importa, voy a ir recogiendo algunas pertenencias mientras me cuenta eso del seguro nuclear —cajones y más cajones que se abren, revuelven y cierran—, es que tengo algo de prisa.
—¡Ay, la prisa! No sabe cuántas pólizas se han hecho efectivas por culpa de esta vida tan acelerada. Si yo le contara…
Cada una de las habitaciones de la lujosa vivienda recibe la visita de ambos personajes; uno busca, encuentra y almacena, mientras el otro le sigue muy de cerca, recitando casi al oído, con maestría monótona, las bondades del seguro para solteros adinerados y viudos de renta abundante.
—¿Entiende usted de relojes, Rebolledo?
—Es una de mis facetas más apreciada en la empresa —los ojos de orgullo brillan como linternas—, aunque confesarlo pueda parecerle pretencioso por mi parte. Siempre me asignan las valoraciones de bienes más exquisitos. Tiene usted muy buen gusto con las joyas, si me permite decírselo. Tanto éste como el que sacó de su mesilla de noche, son verdaderas obras de arte de la relojería suiza.
—Pero dígame cuánto valen, aproximadamente. Son regalos, ya sabe, nunca se pregunta…
—Por encima de seis mil euros cada uno, no podría precisarle ahora mismo, pero con mucho gusto me encargaré de tasárselos, junto con los collares y demás joyas de ese maletín que ha guardado.
—Cosas de mi madre. Se las cuido mientras está de viaje. Precisamente ahora mismo voy hacia su casa a devolvérselas. Un placer, Rebolledo, se lo aseguro. Sírvase lo que quiera y vaya rellenando los papeles, que yo vuelvo en un santiamén.
—Y tan seguro, ya se lo digo yo —zapato negro presionando la puerta para evitar que se cierre, en una postura dolorosa pero efectiva.
—Pues yo, seguro, seguro, no estoy de quién es usted.
—Martín López Rebolledo —tarjeta en mano, mientras el otro codo pugna por abrir un poco más la puerta—, agente de seguros, a su disposición.
—Dispongo entonces que se marche de mi casa, martinlopezrebolledo.
—A su disposición y a la de su familia —el hombro ayudando al codo en la lucha por conquistar de nuevo el recibidor perdido—. No hay nada más importante que la familia, ¿no es cierto?
—Cierto o no, yo no he solicitado ningún seguro, aparte el hecho de que familia, lo que se dice familia, no tengo.
—¿Se da usted cuenta de lo que dice, caballero? Un hombre como usted, joven, amable, bien parecido, sin ataduras, es el candidato ideal para un seguro de familia mononuclear, el último grito en la industria del bienestar garantizado.
—Mire, le voy a ser sincero: no me interesa lo más mínimo lo que sea que pretende venderme.
—¿Vender? —la cara de sorpresa, el tronco simulando retroceder y ambas manos sujetando puerta y marco, mientras el maletín cae casualmente hacia delante tras tropezar en el empeine que aún le queda libre—, aquí no se trata de vender, señor…
—Pedro… Rovira… Ballcells —recitado despacio, como si lo leyera del título de medicina que cuelga de la pared, mientras frena el ademán intuitivo de lanzar la mano para saludar, consciente del riesgo de aportar epiteliales, tal como había visto en algún capítulo del CSI—, pero ya le digo que está usted perdiendo el tiempo conmigo.
—El tiempo, amigo mío, ese gran desconocido contra el que es imposible luchar —dos pasos al frente, espalda agachada con intención de recoger el cuero que la estrategia mil veces repetida desplazó antes hasta la puerta del salón—, puede convertirse en su aliado gracias a nuestra oferta personalizada.
El ascensor arranca desde la planta baja y sube despacio, se acerca al piso en el que se desarrolla esta batalla dialéctica entre desconocidos.
—Está bien, pase deprisa, pero prométame que se irá de mi casa en el momento en que yo se lo pida.
—Pida lo que pida, caballero, estaré encantado de complacerle, al igual que este nuevo producto asegurador convertirá sus días en plácidas jornadas sin sobresaltos, sus noches no volverán a poblarse de pesadillas, sueños en los que lo pierde todo y termina durmiendo en una caja de cartón.
Conquistada ya la salita, el amigo Rebolledo despliega sobre la mesa una baraja de impresos coronados por el logotipo de su compañía, decenas de trípticos a todo color en los que hasta los perros se fotografían con amplia sonrisa, pluma estilográfica nacarada en blanco marfil y tarjeta personal con las letras en relieve.
—Si no le importa, voy a ir recogiendo algunas pertenencias mientras me cuenta eso del seguro nuclear —cajones y más cajones que se abren, revuelven y cierran—, es que tengo algo de prisa.
—¡Ay, la prisa! No sabe cuántas pólizas se han hecho efectivas por culpa de esta vida tan acelerada. Si yo le contara…
Cada una de las habitaciones de la lujosa vivienda recibe la visita de ambos personajes; uno busca, encuentra y almacena, mientras el otro le sigue muy de cerca, recitando casi al oído, con maestría monótona, las bondades del seguro para solteros adinerados y viudos de renta abundante.
—¿Entiende usted de relojes, Rebolledo?
—Es una de mis facetas más apreciada en la empresa —los ojos de orgullo brillan como linternas—, aunque confesarlo pueda parecerle pretencioso por mi parte. Siempre me asignan las valoraciones de bienes más exquisitos. Tiene usted muy buen gusto con las joyas, si me permite decírselo. Tanto éste como el que sacó de su mesilla de noche, son verdaderas obras de arte de la relojería suiza.
—Pero dígame cuánto valen, aproximadamente. Son regalos, ya sabe, nunca se pregunta…
—Por encima de seis mil euros cada uno, no podría precisarle ahora mismo, pero con mucho gusto me encargaré de tasárselos, junto con los collares y demás joyas de ese maletín que ha guardado.
—Cosas de mi madre. Se las cuido mientras está de viaje. Precisamente ahora mismo voy hacia su casa a devolvérselas. Un placer, Rebolledo, se lo aseguro. Sírvase lo que quiera y vaya rellenando los papeles, que yo vuelvo en un santiamén.
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