sin cobertura
En un primer vistazo, con los ojos a medio abrir, inundados de venas aguadas en vodka, Candela es incapaz de reconocer la habitación en la que ha amanecido. El último recuerdo que permanece vivo en su memoria es el de Laura despidiéndola desde la puerta de un taxi, pero nada sabe de momento del tipo que duerme a su lado. No es una experiencia nueva, ni siquiera puede calificarla de anecdótica, porque se viene repitiendo cada vez con mayor frecuencia, y una vez más pone en marcha el protocolo habitual de identificación de entornos y personajes.
Mientras estudia con detenimiento aquel cuerpo desnudo, llega a la conclusión de que es demasiado joven para haber salido de su agenda morada, esa en la que guarda teléfonos de eventuales a los que recurrir a última hora, y demasiado guapo para una conquista casual en un bar de solteros. Un segundo recorrido visual por el dormitorio le confirma una sospecha que había preferido no plantearse: sobre la mesilla de noche, sujetos con su pasador de pelo, unos cuantos billetes de veinte le revelan la profesión de su acompañante.
Se viste deprisa pero en silencio; no quiere despedidas incómodas ni explicaciones. Ni siquiera se ducha. Le basta lavarse la cara para empezar a añadir recuerdos a su memoria, que la sitúa de nuevo en aquel taxi, detenido en la puerta del Single’s Corner, desde el que puede escuchar a Laura como si la tuviera delante.
—Disfrútalo, cariño. No todos los días se cumplen cuarenta años. ¡Y ponle condón, no seas inconsciente!
El espejo del ascensor le devuelve una sonrisa lasciva, unos labios que le cuentan el momento en el que Laura le presentó a Ricardo, la mentira que su amiga inventó respecto a su cumpleaños —aún faltan dos semanas para los temidos cuarenta— para intentar regatearle su tarifa, las primeras caricias, tan diferentes a las que logra robarle a Luis, y la extraña insatisfacción que una vez más le deja el sexo de pago.
Laura está soltera, sin ataduras ni ganas de complicaciones. Quizá por eso le gusta vivir en piel ajena —casi siempre la de Candela— las fantasías eróticas que imagina su cabeza promiscua y calenturienta. Cada vez se empeña más en presentarle amigos y conocidos, posibles amantes, aventuras de media jornada, o como anoche, insistiendo copa tras copa, de bar en bar, hasta convencerla una vez más para terminar en una cama ajena.
Otro taxi, esta vez para ella sola, le permite repasar mentalmente una excusa que sabe de sobra innecesaria, por repetida, pero que a Julián le servirá para perdonarla una vez más. Ya ni siquiera se plantea los remordimientos de las primeras aventuras, las confesiones amargas entre lágrimas y juramentos de no volver a reincidir. Prefiere no asumir la responsabilidad y dejar que sea él quien plantee la ruptura, aunque está convencida de que nunca lo hará. Le falta carácter.
Candela sube las escaleras despacio, la cara lavada, la conciencia extrañamente tranquila, por la costumbre quizá. En el apartamento no hay nadie. Una larga ducha y el castigo casi doloroso del guante de crin que no logra limpiar más allá de la piel, un vestido extendido sobre la cama fría que nadie ha utilizado, una nota manuscrita que le corta el café como la leche agria.
«Me voy a pasar el fin de semana con Julián a la cabaña de la sierra. Te veo el domingo. Te quiero. Luis.»
No lo puede entender, pero a pesar de llevar todavía el sabor del gigoló entre las piernas, de saberse infiel confesa, una sensación de desasosiego le recorre la espalda desnuda, aún a medio secar. Antes de olvidar la historia absurda que remató al salir del taxi, llama a Luis con intención de recitarle hasta el último detalle de la mentira que ha creado, idéntica casi a las de las últimas veces.
Al principio eran historias muy trabajadas, con datos concretos y elaborados a conciencia, lugares, nombres, incluso números de teléfono concertados de antemano para corroborar sus coartadas. Casi se sentía orgullosa de la credibilidad con la que Luis aceptaba esas mentiras noveladas, igual que un autor observa ensimismado su primera publicación en las estanterías de una librería. Es buena contando historias; quizá sea —eso quiere creer— lo más productivo que ha sacado de esta relación, de compartir la vida con un contador de cuentos, un hombre que jamás pisa el suelo bajo sus pies.
No consigue hablar con Luis. Llama después a Julián, pero su teléfono también está fuera de cobertura, y a pesar de que sabe de sobra que en la cabaña no hay red, la desazón le aumenta mientras pasea nerviosa por el apartamento. Un bloodymary en vaso ancho, un pitillo de marihuana y un disco de Madeleine Peyroux en el estéreo, tres calmantes sin receta que le devuelven por un rato una tranquilidad artificial. Descansará un poco y después quedará con Laura para comer. Igual que hizo anoche aquel joven a cambio de dinero, el sofá la abraza gratis ahora y se queda dormida como un bebé.
Despierta por segunda vez en este día, pero esta vez lo hace sola y con la cabeza despejada. Mientras lía otro pitillo, marca impaciente un número en el móvil. «El teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura». Laura tampoco contesta.
A medida que avanza la tarde, la soledad va adueñándose del apartamento, cada vez más grande, más vacío sin los sonidos que genera Luis —los dedos golpeando teclas en la vieja Olivetti, que se niega a sustituir por un ordenador, los ronquidos en voz baja de las siestas en el sofá, los vinilos de Charlie Parker en el viejo tocadiscos—, sin su olor inundándolo todo, sin él. Hace ya mucho tiempo que le echa de menos, aunque se lo niegue a sí misma, meses que duerme con otros pero sueña con él.
Vuelve a llamarle, dispuesta a pedirle perdón por última vez, a jurarle por lo más sagrado que no lo repetirá, que le quiere, que siempre le ha querido, que con su ayuda logrará superarlo, que siempre estará con él. Luis sigue sin cobertura.
No quiere quedarse sola un sábado por la noche, pero aparte de la libreta morada, tampoco conserva muchos amigos. Quizá Laura se ha dejado el teléfono en algún bar, tan despistada como es, como lo ha sido siempre, desde que se conocieron en la facultad, desde que se hicieron íntimas, inseparables.
Se viste deprisa con unos vaqueros viejos y una camiseta de Luis, su favorita. Decide dar un paseo hasta casa de Laura para aprovechar el aire fresco de la noche, mientras repasa de nuevo una historia, pero esta vez es sincera, real. Le va a contar a Laura que se acabaron las aventuras, que lo va a intentar con Luis y que esta vez lo van a lograr. Que le quiere. Que siempre le ha querido. Que siempre le querrá.
Sube las escaleras corriendo, rebosa alegría y está impaciente por contárselo a su mejor amiga, a su única confidente, casi su hermana. Está a punto de arrollar al repartidor con el que se cruza en el descansillo, y por fin llama nerviosa al timbre, varias veces, golpea la puerta con los nudillos, impaciente, no puede esperar más.
Luis, su Luis, abre la puerta. Lleva un gintonic en una mano, un pitillo en la otra y una toalla pequeña atada a la cintura.
Mientras estudia con detenimiento aquel cuerpo desnudo, llega a la conclusión de que es demasiado joven para haber salido de su agenda morada, esa en la que guarda teléfonos de eventuales a los que recurrir a última hora, y demasiado guapo para una conquista casual en un bar de solteros. Un segundo recorrido visual por el dormitorio le confirma una sospecha que había preferido no plantearse: sobre la mesilla de noche, sujetos con su pasador de pelo, unos cuantos billetes de veinte le revelan la profesión de su acompañante.
Se viste deprisa pero en silencio; no quiere despedidas incómodas ni explicaciones. Ni siquiera se ducha. Le basta lavarse la cara para empezar a añadir recuerdos a su memoria, que la sitúa de nuevo en aquel taxi, detenido en la puerta del Single’s Corner, desde el que puede escuchar a Laura como si la tuviera delante.
—Disfrútalo, cariño. No todos los días se cumplen cuarenta años. ¡Y ponle condón, no seas inconsciente!
El espejo del ascensor le devuelve una sonrisa lasciva, unos labios que le cuentan el momento en el que Laura le presentó a Ricardo, la mentira que su amiga inventó respecto a su cumpleaños —aún faltan dos semanas para los temidos cuarenta— para intentar regatearle su tarifa, las primeras caricias, tan diferentes a las que logra robarle a Luis, y la extraña insatisfacción que una vez más le deja el sexo de pago.
Laura está soltera, sin ataduras ni ganas de complicaciones. Quizá por eso le gusta vivir en piel ajena —casi siempre la de Candela— las fantasías eróticas que imagina su cabeza promiscua y calenturienta. Cada vez se empeña más en presentarle amigos y conocidos, posibles amantes, aventuras de media jornada, o como anoche, insistiendo copa tras copa, de bar en bar, hasta convencerla una vez más para terminar en una cama ajena.
Otro taxi, esta vez para ella sola, le permite repasar mentalmente una excusa que sabe de sobra innecesaria, por repetida, pero que a Julián le servirá para perdonarla una vez más. Ya ni siquiera se plantea los remordimientos de las primeras aventuras, las confesiones amargas entre lágrimas y juramentos de no volver a reincidir. Prefiere no asumir la responsabilidad y dejar que sea él quien plantee la ruptura, aunque está convencida de que nunca lo hará. Le falta carácter.
Candela sube las escaleras despacio, la cara lavada, la conciencia extrañamente tranquila, por la costumbre quizá. En el apartamento no hay nadie. Una larga ducha y el castigo casi doloroso del guante de crin que no logra limpiar más allá de la piel, un vestido extendido sobre la cama fría que nadie ha utilizado, una nota manuscrita que le corta el café como la leche agria.
«Me voy a pasar el fin de semana con Julián a la cabaña de la sierra. Te veo el domingo. Te quiero. Luis.»
No lo puede entender, pero a pesar de llevar todavía el sabor del gigoló entre las piernas, de saberse infiel confesa, una sensación de desasosiego le recorre la espalda desnuda, aún a medio secar. Antes de olvidar la historia absurda que remató al salir del taxi, llama a Luis con intención de recitarle hasta el último detalle de la mentira que ha creado, idéntica casi a las de las últimas veces.
Al principio eran historias muy trabajadas, con datos concretos y elaborados a conciencia, lugares, nombres, incluso números de teléfono concertados de antemano para corroborar sus coartadas. Casi se sentía orgullosa de la credibilidad con la que Luis aceptaba esas mentiras noveladas, igual que un autor observa ensimismado su primera publicación en las estanterías de una librería. Es buena contando historias; quizá sea —eso quiere creer— lo más productivo que ha sacado de esta relación, de compartir la vida con un contador de cuentos, un hombre que jamás pisa el suelo bajo sus pies.
No consigue hablar con Luis. Llama después a Julián, pero su teléfono también está fuera de cobertura, y a pesar de que sabe de sobra que en la cabaña no hay red, la desazón le aumenta mientras pasea nerviosa por el apartamento. Un bloodymary en vaso ancho, un pitillo de marihuana y un disco de Madeleine Peyroux en el estéreo, tres calmantes sin receta que le devuelven por un rato una tranquilidad artificial. Descansará un poco y después quedará con Laura para comer. Igual que hizo anoche aquel joven a cambio de dinero, el sofá la abraza gratis ahora y se queda dormida como un bebé.
Despierta por segunda vez en este día, pero esta vez lo hace sola y con la cabeza despejada. Mientras lía otro pitillo, marca impaciente un número en el móvil. «El teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura». Laura tampoco contesta.
A medida que avanza la tarde, la soledad va adueñándose del apartamento, cada vez más grande, más vacío sin los sonidos que genera Luis —los dedos golpeando teclas en la vieja Olivetti, que se niega a sustituir por un ordenador, los ronquidos en voz baja de las siestas en el sofá, los vinilos de Charlie Parker en el viejo tocadiscos—, sin su olor inundándolo todo, sin él. Hace ya mucho tiempo que le echa de menos, aunque se lo niegue a sí misma, meses que duerme con otros pero sueña con él.
Vuelve a llamarle, dispuesta a pedirle perdón por última vez, a jurarle por lo más sagrado que no lo repetirá, que le quiere, que siempre le ha querido, que con su ayuda logrará superarlo, que siempre estará con él. Luis sigue sin cobertura.
No quiere quedarse sola un sábado por la noche, pero aparte de la libreta morada, tampoco conserva muchos amigos. Quizá Laura se ha dejado el teléfono en algún bar, tan despistada como es, como lo ha sido siempre, desde que se conocieron en la facultad, desde que se hicieron íntimas, inseparables.
Se viste deprisa con unos vaqueros viejos y una camiseta de Luis, su favorita. Decide dar un paseo hasta casa de Laura para aprovechar el aire fresco de la noche, mientras repasa de nuevo una historia, pero esta vez es sincera, real. Le va a contar a Laura que se acabaron las aventuras, que lo va a intentar con Luis y que esta vez lo van a lograr. Que le quiere. Que siempre le ha querido. Que siempre le querrá.
Sube las escaleras corriendo, rebosa alegría y está impaciente por contárselo a su mejor amiga, a su única confidente, casi su hermana. Está a punto de arrollar al repartidor con el que se cruza en el descansillo, y por fin llama nerviosa al timbre, varias veces, golpea la puerta con los nudillos, impaciente, no puede esperar más.
Luis, su Luis, abre la puerta. Lleva un gintonic en una mano, un pitillo en la otra y una toalla pequeña atada a la cintura.
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