las calles escondidas
Hace horas que pateo Madrid acompañado tan solo por una lluvia otoñal ligera, casi envolvente. Camino sin rumbo, a la deriva, dejándome guiar por decisiones aleatorias: aquí me cruzo a la derecha, ahora sigo recto hasta el segundo semáforo, en esa otra bocacalle, seguramente, giraré a la izquierda. Cargo con una urna de cenizas debajo del brazo, tratando de encontrar un lugar adecuado donde dejar a Martín. Él siempre dijo que quería descansar en una calle. En una calle escondida.
Martín era rápido y preciso en sus localizaciones, rara vez necesitaba más de una hora para aparecer en el lugar que buscaba, ni embarcarse en paseos interminables por barrios desconocidos, como hago yo en este momento, ni se permitía volver sin haber dado con su presa. Sencillamente, se dejaba encontrar.
Papá jamás creyó una sola palabra que hubiera salido de su boca. Decía que Martín era un parásito social, una rémora con la que se vio obligado a cargar desde el día en que conoció a mamá, y que esa fantasía de las calles escondidas no era más que otra locura de las suyas. Tu tío necesita ayuda —se quejaba—, viviría mejor en una de esas instituciones especiales para tontos, al cargo de profesionales, y no metido el día entero aquí, en mi casa. Pero mamá, por suerte, no pensaba igual. En realidad, apenas coincidían en casi nada.
Una calle escondida —según Martín— no sigue la numeración habitual en sus portales: pares a la derecha, impares a la izquierda, comenzando desde el extremo más cercano a la Puerta del Sol, no se somete a la simetría alterna que va saltando portal a portal, sino que cada finca decide qué guarismo quiere asignarse; algunos prefieren las letras a los números, otros combinan series alfanuméricas, a veces se permiten nombres más complejos, combinaciones que parecieran formadas por las iniciales de los inquilinos, incluso frases cortas aparentemente sin sentido, decididas quizá por votación popular.
Yo al principio pensaba igual que mi padre, que por algo decía él no sé qué sobre la sangre y la semilla, y consideraba un castigo divino el retraso de Martín, o lamentaba en público estupideces como la de tener que cargar en casa con un parásito social —cuando ni siquiera sabía el significado de esa palabra—, pero un buen día, del mismo modo que descubrí la farsa de la navidad, el engaño de la cigüeña parisina y la verdadera identidad del ratón Pérez, comprendí que mi tío no era tonto, sino un ser realmente especial.
Las calles escondidas son humildes y esquivas, y sus aceras estrechas apenas permiten el paso; sus portales, carentes por completo de ornamentos, parecen querer esconderse a los ojos de los transeúntes, pero si de verdad quieres encontrarlas, si consigues el equilibrio justo entre fe, paciencia y dedicación, ellas sabrán aparecerse ante ti.
Crecí escuchando a Martín describir ese universo urbano y paralelo en el que se sumergía cuando no estaba en casa, aprendí a ignorar sin rabia las descalificaciones de papá sobre su locura y ante todo, con el paso de los años, deseé con todas mis fuerzas convertirme, como decía él, en cazador de calles escondidas.
Las calles escondidas tienen siempre nombre de mujer, son estrechas, oscuras y silenciosas, pues el sol apenas se pasea unos minutos por sus aceras, a eso del mediodía, y de forma inequívoca se identifican porque siempre están desiertas. Cuando entres en una calle escondida —insistía siempre el tío Martín—, no busques gárgolas de piedra vigilando en cada esquina, no busques tampoco cuadrigas romanas asomándose desde el borde de las azoteas, ni espejos color de rosa adornando las fachadas; no busques nada superfluo ni ornamental, sobrino, porque en esas calles no lo encontrarás.
La última vez que le vi, hace hoy más de diez años, Martín andaba nervioso, más excitado que de costumbre diría yo, deambulando por la casa como un ratón que no encuentra el final de su laberinto. Pensé que habría olvidado su dosis diaria de medicación o que había discutido una vez más con papá. Antes de poder siquiera preguntarle cómo estaba o adonde se dirigía, cerró con un portazo sonoro y dejó caer ante mí una nota de papel arrugada.
«Tengo la sensación de que hay una calle ahí afuera esperando a que la encuentre. No es una más, Jesús, ni siquiera se parece a ninguna de las que hayamos visto antes. Esta vez, me va a costar trabajo encontrarla. Puede que tarde una semana o dos, quizá me lleve más de un mes localizarla o puede incluso que le dedique a esta búsqueda el resto de mi vida, pero te aseguro que la voy a encontrar. Si no volvemos a vernos, cuida de mi hermana y trata de perdonar a tu padre. Pase lo que pase, no intentes seguirme porque te perderías como yo».
Recorrí una tras otra todas las calles en las que estuvimos juntos, tratando de encontrar alguna pista de Martín. Visité callejones que apenas recordaba de cuando niño, atravesé las puertas ocultas que dan acceso al universo escondido, me dejé guiar por los pasillos invisibles que tantas veces me había mostrado mi mentor y que aún utilizo para localizar calles escondidas, pero fui incapaz de dar con él. Simplemente no estaba preparado. Aún no era como él.
Una semana después, en el coche que nos devolvía a casa desde el cementerio, le prometí a mamá que me haría cargo de sus cenizas y del último deseo de mi tío Martín. Desde entonces he conservado esta urna y he esperado el momento de devolver su contenido a donde pertenece. Hoy sé que lo puedo hacer. Ya estoy preparado.
Martín era rápido y preciso en sus localizaciones, rara vez necesitaba más de una hora para aparecer en el lugar que buscaba, ni embarcarse en paseos interminables por barrios desconocidos, como hago yo en este momento, ni se permitía volver sin haber dado con su presa. Sencillamente, se dejaba encontrar.
Papá jamás creyó una sola palabra que hubiera salido de su boca. Decía que Martín era un parásito social, una rémora con la que se vio obligado a cargar desde el día en que conoció a mamá, y que esa fantasía de las calles escondidas no era más que otra locura de las suyas. Tu tío necesita ayuda —se quejaba—, viviría mejor en una de esas instituciones especiales para tontos, al cargo de profesionales, y no metido el día entero aquí, en mi casa. Pero mamá, por suerte, no pensaba igual. En realidad, apenas coincidían en casi nada.
Una calle escondida —según Martín— no sigue la numeración habitual en sus portales: pares a la derecha, impares a la izquierda, comenzando desde el extremo más cercano a la Puerta del Sol, no se somete a la simetría alterna que va saltando portal a portal, sino que cada finca decide qué guarismo quiere asignarse; algunos prefieren las letras a los números, otros combinan series alfanuméricas, a veces se permiten nombres más complejos, combinaciones que parecieran formadas por las iniciales de los inquilinos, incluso frases cortas aparentemente sin sentido, decididas quizá por votación popular.
Yo al principio pensaba igual que mi padre, que por algo decía él no sé qué sobre la sangre y la semilla, y consideraba un castigo divino el retraso de Martín, o lamentaba en público estupideces como la de tener que cargar en casa con un parásito social —cuando ni siquiera sabía el significado de esa palabra—, pero un buen día, del mismo modo que descubrí la farsa de la navidad, el engaño de la cigüeña parisina y la verdadera identidad del ratón Pérez, comprendí que mi tío no era tonto, sino un ser realmente especial.
Las calles escondidas son humildes y esquivas, y sus aceras estrechas apenas permiten el paso; sus portales, carentes por completo de ornamentos, parecen querer esconderse a los ojos de los transeúntes, pero si de verdad quieres encontrarlas, si consigues el equilibrio justo entre fe, paciencia y dedicación, ellas sabrán aparecerse ante ti.
Crecí escuchando a Martín describir ese universo urbano y paralelo en el que se sumergía cuando no estaba en casa, aprendí a ignorar sin rabia las descalificaciones de papá sobre su locura y ante todo, con el paso de los años, deseé con todas mis fuerzas convertirme, como decía él, en cazador de calles escondidas.
Las calles escondidas tienen siempre nombre de mujer, son estrechas, oscuras y silenciosas, pues el sol apenas se pasea unos minutos por sus aceras, a eso del mediodía, y de forma inequívoca se identifican porque siempre están desiertas. Cuando entres en una calle escondida —insistía siempre el tío Martín—, no busques gárgolas de piedra vigilando en cada esquina, no busques tampoco cuadrigas romanas asomándose desde el borde de las azoteas, ni espejos color de rosa adornando las fachadas; no busques nada superfluo ni ornamental, sobrino, porque en esas calles no lo encontrarás.
La última vez que le vi, hace hoy más de diez años, Martín andaba nervioso, más excitado que de costumbre diría yo, deambulando por la casa como un ratón que no encuentra el final de su laberinto. Pensé que habría olvidado su dosis diaria de medicación o que había discutido una vez más con papá. Antes de poder siquiera preguntarle cómo estaba o adonde se dirigía, cerró con un portazo sonoro y dejó caer ante mí una nota de papel arrugada.
«Tengo la sensación de que hay una calle ahí afuera esperando a que la encuentre. No es una más, Jesús, ni siquiera se parece a ninguna de las que hayamos visto antes. Esta vez, me va a costar trabajo encontrarla. Puede que tarde una semana o dos, quizá me lleve más de un mes localizarla o puede incluso que le dedique a esta búsqueda el resto de mi vida, pero te aseguro que la voy a encontrar. Si no volvemos a vernos, cuida de mi hermana y trata de perdonar a tu padre. Pase lo que pase, no intentes seguirme porque te perderías como yo».
Recorrí una tras otra todas las calles en las que estuvimos juntos, tratando de encontrar alguna pista de Martín. Visité callejones que apenas recordaba de cuando niño, atravesé las puertas ocultas que dan acceso al universo escondido, me dejé guiar por los pasillos invisibles que tantas veces me había mostrado mi mentor y que aún utilizo para localizar calles escondidas, pero fui incapaz de dar con él. Simplemente no estaba preparado. Aún no era como él.
Una semana después, en el coche que nos devolvía a casa desde el cementerio, le prometí a mamá que me haría cargo de sus cenizas y del último deseo de mi tío Martín. Desde entonces he conservado esta urna y he esperado el momento de devolver su contenido a donde pertenece. Hoy sé que lo puedo hacer. Ya estoy preparado.
Ahora soy yo el cazador de calles escondidas.