Martín empuja con fuerza el portón de hierro de La Rosaleda, muchos años después de haber cruzado ese mismo umbral en sentido contrario. El óxido acumulado en las bisagras se encarga de emitir un chirrido agudo y monótono, una queja sonora que se suma a la resistencia física a ser abierta, como si una simple puerta, por pesada y grande que fuera, se creyera capaz por sí sola de proteger a los fantasmas de aquella finca abandonada.
El sudor comienza a traspasarle la chaqueta, las manos le tiemblan y apenas se ve capaz devolver la puerta a su posición inicial, aterrado como está ante la idea de que le hayan descubierto. Quizá nadie le ha visto extraer del cajón del abuelo las llaves, tal vez sólo son imaginaciones suyas provocadas por un miedo irracional, es posible que aquella furgoneta azul que se ha clavado en el retrovisor de su coche durante kilómetros no tenga nada que ver con la familia Solís, ni tampoco con esta finca en la que está entrando con sigilo, como si fuera un ladrón. Aún así no puede evitar una sensación de prudencia exagerada, una cautela desmedida que le agarrota los miembros y las ideas.
La parra virgen que cubre la pérgola de la entrada ha adquirido ya el tono encarnado, casi carmín, que avisa de la inminente llegada del otoño. Las hojas acumuladas durante décadas en el suelo se encargan de ocultar el escudo familiar, esa losa de mármol tallado que colgó durante años —en forma de escudo de terciopelo— de la pechera de su blazier, motivo de numerosas burlas y algún que otro cachete por parte de los demás colegiales, que le apodaban cruelmente Capitán Solís.
Durante unos segundos duda si destaparlo o no; comienza hurgando suavemente con sus zapatos italianos recién estrenados, pero al final desiste, no vayan a despertarse antepasados frente a los que se sentiría como un extraño, como un ladrón trajeado invadiendo la propiedad ajena.
Los pasos de Martín, más tranquilo ya, casi diría hipnotizado por el entorno familiar que le arropa, se dirigen ahora por el camino de albero que serpentea entre los cipreses centenarios —esos guardianes gigantescos que tanto le asustaban en su infancia— sin prisa por llegar ante la puerta principal de la casa; de su casa.
El camino desemboca en una pequeña plazuela circular con una fuente en el centro, sobre la que descansa una estatua de querubín alado que sostiene en su mano, a modo de espada, una rosa plagada de espinas afiladas. El ángel mantiene la cabeza gacha y apunta con la otra mano hacia la puerta principal del palacete, un edificio de piedra y madera, construido —según contaba la abuela Pura— con los bloques sobrantes del Monasterio del Escorial.
Decide seguir adelante. Sólo se detiene frente a la fachada sur, en cuyas escaleras de granito solía pasar horas —incluso días enteros— leyendo alguno de los miles de volúmenes que poblaban la biblioteca del ático. Se ha sentado un momento en la mecedora de mimbre y enea que utilizaba su abuelo, ha cerrado los ojos y ha aspirado con fuerza por la nariz hasta inundar sus pulmones con el aroma cercano de las Blue Bourbon —sus rosas favoritas—, y cree escuchar cómo cantan los jilgueros de pechera encarnada, que su tío Julián trajo desde Madagascar, el sonido de los cascos de los caballos entrando al paso en la cuadra, las pisadas de las botas de mamá, el olor a cuero empapado en sudor, el brillo de los herrajes que frotaba su madre, cada tarde, hasta dejarlos como nuevos.
Ese recuerdo materno le despierta sentimientos olvidados y le obliga a abrir los ojos, a volver a este siglo y a retomar su misión, aunque realmente no sabe muy bien por qué ha vuelto. Abandona la mecedora y rodea la casa en sentido oeste hasta plantarse frente a la rosaleda, el único lugar cuya puerta no se atrevió a traspasar.
Mientras vivió en la finca, jamás se le permitió discutir con los adultos; las normas estaban para cumplirlas, nunca para discutir si eran o no razonables; no se buscaban porqués ni se pedían explicaciones: las órdenes del abuelo se cumplían y punto.
Al cruzar la cancela de madera que permite el acceso al jardín privado de Don Miguel, el camino cambia el albero por una estrecha lengua de grava blanca, miles de piedras pequeñas y redondas, que resaltaban en su día el abanico multicolor de los cientos de rosales plantados, uno a uno, por el bisabuelo Solís. Ahora, esas piedras semienterradas entre hierbas altas y hojas caídas, apenas mantienen una pizca de aquel color brillante que deslumbró a Martín años atrás, que le hacía pensar en minúsculas canicas brillantes que se encendían durante la noche y protegían el rincón secreto de su abuelo: la rosaleda.
Por primera y última vez, se atreve a pisar aquel camino y lo hace con respeto, casi con miedo, adentrándose entre macizos asilvestrados de Baccará rojo geranio, que apenas le permiten avanzar, se le enganchan en la americana y sus espinas le arañan la cara y los brazos hasta hacerle sangrar. Se ha quitado la chaqueta negra que lució esta mañana en el funeral, ha envuelto con ella su brazo derecho y la utiliza como improvisado machete, abriéndose paso por lo que antaño fue un pasillo de pequeños arbustos de Gallica amarilla, convertido ahora en una masa informe y multicolor, de la que emana un perfume espeso y entremezclado, un aroma penetrante de efecto casi somnífero.
Al cabo de unos minutos de lucha desigual, la gran densidad que el abandono ha concedido a rosas, ramas y hojas, logra formar una cúpula casi opaca, que convierte el camino en algo similar a un túnel oscuro forrado con alambre de espinos, una especie de pesadilla que habría hecho desistir del paseo al aventurero más aguerrido. Pero Martín no se plantea siquiera detenerse.
Han pasado más de veinte años desde la última vez que alguien atravesó este camino empedrado. Fue el día en que murió la abuela Pura, y Don Miguel, tras cerrar con llave la cancela de madera, juró ante Dios que nadie más entraría en la rosaleda mientras él viviera. Y parece que lo ha cumplido.
Empapado en sudor y con el cuerpo repleto de arañazos, Martín comienza a sucumbir al empeño, se mueve despacio, agachado bajo las ramas de Cabbage que le hacen jirones la camisa y con los ojos medio cerrados por la somnolencia que le produce ese perfume casi sólido. Ya de rodillas, sin voluntad de rendirse pero exhausto y dolorido, decide descansar un rato antes de seguir adelante, consciente de que quizá tampoco tiene fuerzas para retroceder.
Frente a la puerta de la finca, dos individuos esperan de pie junto a una furgoneta azul. Uno de ellos, el más alto, habla por su teléfono móvil mientras el otro, enfundado en un mono azul de trabajo, examina con la vista la altura de la verja —una estructura formada por barrotes de hierro de unos tres metros, coronados por remates con forma de punta de lanza. Tras acercarse hasta la valla, intenta sin éxito zarandearla y decide volver hasta la furgoneta, cabizbajo y resignado.
Cuando despierta, Martín comprueba que se ha hecho de noche. El frío serrano del otoño se le agarra a los huesos y le hace temblar como a un bebé, pero no tiene fuerzas para moverse y se abandona de nuevo al sueño, arropado por el aroma familiar de la Dammask de otoño. Se ha cubierto con lo que queda de la chaqueta y se adentra soñando en un paseo —con medio siglo de retraso— por ese mismo jardín que es ahora su cárcel vegetal.
Sigue dormido, con los ojos cerrados, pero puede ver con claridad el camino de grava limpia bajo sus alpargatas blancas de esparto. Los rosales almizcleños que bordean el empedrado están en plena floración y le envuelven en una nube perfumada que identifica de inmediato. Se dirige entonces hacia un parterre repleto de Garnette color magenta, tras el que escucha risas y conversaciones que le resultan cercanas y familiares. Atraviesa un arco de Kordess Perfecta y entra en un rectángulo de hierba recién cortada, cubierto por una carpa de lona. En el centro, un poste de madera sujeta la tela, que permanece atada por sus cuatro esquinas a otros tantos rosales viejos. Junto al poste, alrededor de una pequeña mesa de mármol, su madre y su tío Julián toman el té y escuchan a una cría de jilguero que lanza sus primeros trinos dentro de una jaula de bambú; los abuelos, mientras, recortan con cuidado unos tallos de Baccará rojo geranio.
La enfermera que le ha traído la sopa reconoce no saber nada sobre rosas, pero se afana por colocar las tres docenas de flores rojas en un jarrón de plástico, que ha apoyado junto a la ventana de su habitación. Es ella la que le ha contado que fueron los jardineros quienes le encontraron desmayado, cerca de la cancela, mientras comenzaban a desbrozar el antiguo jardín de los Solís.
Cuando despertó esta mañana, escuchó al médico decir que llegó al hospital sin conocimiento, en la trasera de una furgoneta azul, pero abrazado con fuerza a un ramo enorme de rosas. Según sus palabras, presentaba un cuadro de hipotermia severa, un principio de intoxicación aún por determinar y casi se había desangrado por culpa de los arañazos que le cubrían el rostro, la espalda y los brazos.
Al terminar de comer, Martín ha inhalado con fuerza el aroma de las Baccará, se ha recostado en la cama articulada y se ha quedado profundamente dormido; esta vez, con una amplia sonrisa en los labios.