Manuel y María
Por la acera de enfrente caminan a paso ligero dos individuos de estatura mediana y complexión fuerte, casi gordos comparados con la extrema delgadez que observa Manuel a diario en el espejo del baño. Hace meses que se acabaron en su dieta los fritos y los platos precocinados —María ni siquiera le permite una cerveza con las comidas—; el mismo día en que ella llegó desaparecieron de la puerta de la nevera los imanes con teléfonos de pizzas, hamburguesas y comida china a domicilio.
Manuel se desplaza despacio, arrastra la espalda contra la pared del edificio, hasta abandonar el halo de luz que proyecta la farola sobre la nieve; esconde el cigarrillo tras la palma de la mano y adopta una pose inmóvil y tensa, mientras los dos extraños, que no parecen haberse percatado de su presencia, continúan examinando con más prisa que disimulo el interior de los coches aparcados a lo largo de la calle. En una mecánica casi ensayada, el primero de ellos, algo más corpulento y embutido casi a presión en una cazadora de cuero negro, se planta junto a la puerta del copiloto y simula encender un cigarrillo mientras el otro, con una pequeña linterna de luz azul apenas apreciable desde la otra acera, busca ese monedero olvidado que logre arreglarles la noche.
Manuel jamás fue capaz de robar ni una mísera chocolatina en la tienda de chuches de doña Catalina, mientras sus amigos salían con los bolsillos a rebosar de bolsas de pipas, emanems y palos de regaliz embadurnados en azúcar. Tan solo lo intentó una vez, forzado por los demás bajo la amenaza de excluirle de la pandilla, y el sudor le empapó entonces la camiseta de tirantes igual que ahora le corre a chorros por la mano helada que aún oculta el cigarrillo. Ese mismo sudor, acompañado de temblores propios de un anciano y de un tartamudeo rayano en el ridículo, es el que aparece con cada bronca de María. Y como cada vez que lo intenta con ella, tampoco ahora puede contenerse ante la proximidad de los extraños, que están ya frente a él, parados —paradojas de la vida— en la puerta de su coche, del de María en realidad porque él ya nunca conduce cuando van juntos, decidiendo si merece o no la pena desvalijarlo.
Haz algo, Manuel, por amor de Dios, haz algo —se repite en silencio, como siempre le dice ella. Tiene que pensar deprisa pero las ideas se amontonan y el tiempo parece detenido. Y como tantas veces antes — en el patio del colegio, en el barracón ocho del campamento militar de Cerro Muriano, en el burdel Paraíso, al que le llevó su padre tras la jura de bandera—, el miedo que le agarrota las piernas y apenas le permite respirar bloquea cualquier atisbo de reacción. Mientras aprieta el puño dentro del abrigo tratando de contener el temblor, se percata de que lleva en el bolsillo el teléfono móvil, y por primera vez agradece que María le obligue a llevarlo siempre encima, aunque sea para bajar a fumar. Ahora tiene que valorar si merece la pena actuar, y piensa que si saca el teléfono para avisar a la policía llamará la atención de los ladrones, y que por muy deprisa que quisieran llegar no lograrían evitar el enfrentamiento, y de nuevo las imágenes se agolpan en su cabeza impidiéndole razonar, porque la inseguridad ciudadana llena los titulares de los telediarios, y las sirenas de las ambulancias le aturden los oídos y la sangre tiñe la nieve bajo sus pies, y María llora sin ganas mientras atiende a los primeros periodistas, aunque en realidad el silencio es abrumador y el color que ensucia el hielo de la acera es amarillo, y el calor que le desciende por las piernas le devuelve a la misma escena de la que no se ha movido nadie. Tan solo la nieve, que cae ahora con más fuerza, parece ajena a tanta inmovilidad.
Ante el espejo del ascensor, Manuel intenta recuperar el aliento, se seca las lágrimas con la manga helada del abrigo y trata de ocultar la mancha humillante del pantalón. Y se da prisa en subir, no sea que las acelgas se le queden frías.